
Reproducimos un artículo de Clara San Miguel que fue publicado en el «Boletín de La Esperanza» de octubre del 2000.
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La deserción de la mujer casada es el problema más grave que tiene planteado la familia como institución cristiana.
Los matrimonios siguen produciendo hijos, pero ya no los educa. Para ello hay muchas razones.
Una de ellas, la más visible, es la presión del Estado que quiere quedarse con todos los puestos clave para el dominio de la sociedad. Hay otra razón más profunda: los padres no reaccionan contra esta usurpación porque les resulta cómodo aceptarla. Esta forma parte de la dejación general de los deberes y derechos propia del hombre actual que está dispuesto a dárselo todo y a pedírselo todo al Estado. Pero en el caso concreto de la familia tiene una motivación específica: las mujeres no quieren quedarse en casa.
La mujer ha desertado de su misión. Esto se dice mucho, se da como un axioma en todos los libros y revistas y conferencias dentro de la ideología católica tradicional.
Lo que ya no se hace tanto es preguntarse por qué. Se acusa, se hacen reproches, se habla de egoísmo, de frivolidad. ¿Basta con eso para explicar un movimiento tan general?
Entre las mujeres que prefieren trabajar fuera de casa mejor que quedarse en ella todo el día las hay frívolas y las hay serias; las hay egoístas y las hay generosas.
Tiene que haber otra explicación. La hay. Y no hace falta ser sociólogo para intuirla.
La llamada deserción de la mujer no es más que una manifestación concreta de otro fenómeno de carácter más general: la degradación del concepto de matrimonio.
En un mundo en el que ha podido decirse y publicarse y reeditarse que el «matrimonio es para la clase de tropa», resulta injusto reprochar a las mujeres el que no quieran dejarse absorber íntegramente por una institución que presupone en sus miembros la mediocridad espiritual.
Porque es obvio que quien escribió estas palabras no estaba refiriéndose a las ordenanzas militares. Y también sabemos que esa institución –matrimonio significa oficio de madre– exige una entrega mucho más plena por parte de la mujer que por parte del hombre.
Este, además de marido, puede ser ingeniero o notario o poeta.
La mujer casada, en principio, de acuerdo con la ideología tradicional, sólo puede ser esposa y madre. O sea, que la triste incapacidad de ascenso a los altos niveles del espíritu puede tener en el marido redención por otros caminos. En la esposa, no.
Por supuesto, todo este razonamiento caería por su base si se apoyara tan sólo en el patinazo de un determinado monseñor (el mejor escribiente echa un borrón); pero no es así. La idea de que el matrimonio es la solución fácil, la que está al alcance de cualquiera, la que adoptan aquellos que no son capaces de algo más elevado, está implícitamente admitida en los ambientes sociales cristianos desde hace muchísimo tiempo –probablemente desde finales del siglo XVII sin que nadie se preocupe de desmentirlo más que retóricamente y por vía de consuelo–. «También los casados pueden llegar a santos».
¡Claro que pueden! Si no, no sería lícito casarse. Decir eso no es suficiente.
Lo que habría que decir y enseñar a fondo es que el matrimonio es una vocación y una vocación exigente. Y que los casados tienen la misma obligación de aspirar a la perfección que el resto de los cristianos. Eso lo sabemos todos, en teoría; pero no se puede decir que sea una idea ambiental vigorosa y actuante como debiera.
La verdad es que nuestra idea del matrimonio está contaminada por muchos hábitos mentales burgueses que furtivamente han ido adoptando una falsa identidad cristiana. La progresiva descristianización de la sociedad hace que tengamos cierta tendencia a defender cualquier idea o costumbre del pasado inmediato, cuando en realidad muchas de ellas tienen un origen rechazable.
En consecuencia, ahora añoramos como si hubiera sido un ideal cristiano la educación que se daba a las mujeres en las generaciones anteriores a la actual.
De hecho, con todos sus aspectos laudables, aquella educación era un error tremendo, porque estaba basada en una obsesión sexual, aunque fuera de carácter negativo. Lo que fundamentalmente se intentaba conseguir de las mujeres era la castidad.
El pecado, así, sin especificar, era el pecado contra el sexto mandamiento. Esto se ha dicho siempre, pero no aún lo bastante. La castidad se buscaba, no a través de un profundo amor de Dios y su sumisión consciente a sus leyes, sino por medio del fantasma de la deshonra y, cuando trataba de mujeres de clase media, de la ignorancia y del sentimentalismo.
En esto último estaba el más grave error de la educación de las mujeres cristianas de «buena familia».
A fuerza de querer evitar toda crudeza, se les daba del amor y del matrimonio una imagen sentimental de novela rosa. El premio de las mujeres buenas era encontrar EL VERDADERO AMOR, casarse con EL HOMBRE DE SU VIDA y entrar en un paradisíaco dúo amoroso que sólo sería interrumpido momentáneamente por la muerte para reanudarse definitivamente en la eternidad.
Este concepto es pernicioso en primer lugar porque es falso; una mentira, aunque piadosa, no es buena puerta para entrar en la vida.
Pero lo peor de todo es que es un concepto pagano.
Digamos, en el mejor de los casos, semi-pagano. Como si Dios fuera el juez cuya ira hay que evitar; el dador de bienes a quien hay que tener contento; el prolongador al infinito de nuestra vida y de nuestra felicidad.
Como si Dios no fuese un fin, el único verdadero fin. Como si Dios fuese un medio.
El resultado de todo esto tiene que ser una pobreza espiritual verdaderamente penosa que deja a las mujeres inermes ante la hora inevitable del desengaño.
Clara San Miguel
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