O Cristo o la nada

Cuando la mayoría quiere ocupar el trono de Dios

I. El nuevo dogma: la mayoría no se equivoca

Vivimos bajo un nuevo culto. No tiene procesiones, pero sí ceremonias electorales. No canoniza santos, pero beatifica opiniones. No confiesa pecados, pero condena a quienes no creen en su dogma principal:

«La mayoría no se equivoca».

En esta religión política, el número sustituye a la razón, la ley a la justicia, y el consenso a la verdad.

Hoy no se pregunta si algo es bueno, justo o verdadero. Se pregunta cuántos lo votaron.

Francisco Elías de Tejada, jurista hispánico de alma tomista, supo ver que esa absolutización de la voluntad colectiva no era un accidente moderno, sino una herejía. La llamó por su nombre: democratismo —la conversión de una forma política posible en un principio absoluto sin Dios ni orden.

Y por decirlo, fue tachado de anacrónico, como si la verdad tuviera fecha de caducidad.

II. La democracia posible y el democratismo perverso

Hay una democracia legítima, enseñada incluso por los clásicos: la que permite la participación del pueblo bajo la ley natural y en busca del bien común.

Santo Tomás reconoce que el régimen mixto, con elementos populares, puede ser justo si se ordena a la virtud y a la paz (cf. De regno, I, 2).

Pero eso no es el democratismo. El democratismo niega la ley natural, desconoce la verdad objetiva, y afirma que la fuente última del derecho es el deseo mayoritario.

Su fe es sencilla:

  • Lo justo es lo legal.
  • Lo legal es lo votado.
  • Lo votado es lo querido.
  • Y lo querido no necesita justificación: basta su número.

Así, todo se vuelve opinable, negociable, mutable. Hasta la vida, el lenguaje o la esencia del hombre.

Y cuando alguien osa recordar que hay verdades que no se votan, el democratismo reacciona como toda religión falsa: excomulga al que piensa.

III. El orden político tradicional: lo olvidado

El pensamiento católico no parte del caos, sino del orden.

No nace de voluntades sin forma, sino de una realidad anterior a la política:

la naturaleza humana, creada por Dios, con una ley inscrita en su ser.

«La ley natural es participación de la ley eterna en la criatura racional» (S. Th. I-II, q. 91, a. 2).

Todo poder legítimo, por tanto, no se inventa: se reconoce.

No es creación de los hombres, sino delegación del Creador, ejercida conforme al orden del ser.

Por eso, los antiguos —y con ellos los mejores pensadores cristianos— defendieron un orden político tradicional, en el cual:

  • la autoridad se subordinaba al bien común,
  • las funciones se diferenciaban según la virtud,
  • y la comunidad se estructuraba orgánicamente —no igualitariamente—,

como exige la justicia distributiva.

No todos mandan, porque no todos están igualmente capacitados.

No todos votan sobre todo, porque no todo es opinable.

La desigualdad legítima no es injusticia: es reflejo del orden querido por Dios.

IV. La nueva tiranía: sin rostro y sin ley 

La antigua tiranía tenía un nombre. La moderna, no.

Se disfraza de procedimiento, se justifica con cifras, se impone sin rostro.

El democratismo ha logrado instaurar la tiranía más peligrosa: la que nadie percibe, porque todos participan.

Ya no hay autoridad que pueda corregir la injusticia si esta fue votada.

Ya no hay tribunal por encima del pueblo, aunque el pueblo yerre.

Y ya no hay justicia, si esta contradice el deseo general.

El derecho se convierte en instrumento, no en medida.

La ley positiva se emancipa de la ley natural.

Y así, la voluntad sustituye al logos, y la civilización se disuelve en opiniones.

V. Entre Dios y la encuesta 

Una sociedad sin Dios no se queda sin creencias: las reemplaza.

Y si no cree en la verdad, creerá en la mayoría.

Elías de Tejada lo comprendió: la política moderna ha querido abolir la metafísica, pero sigue usando su lenguaje. Habla de derechos sin naturaleza, de dignidad sin ley, de justicia sin verdad.

Pero el poder sin verdad es violencia legalizada.

Y la democracia sin ley natural es solo el decorado amable de una descomposición profunda.

La política no puede salvar al hombre.

Pero puede ayudar a que no se condene antes de tiempo.

Y para eso, necesita reconocer que el hombre no es medida de todas las cosas.

Hay un Orden que le precede. Hay una Verdad que lo supera.

Y hay un Dios al que deberá dar cuentas.

VI. Conclusión: O Cristo o la nada

Al final, todo se resume en una elección que ningún parlamento puede evitar:

¿Quién reina?

¿La mayoría o el Logos?

¿El deseo o la ley?

¿El consenso o la verdad?

¿El caos ordenado por encuestas, o el orden iluminado por la gracia?

Porque el trono del mundo no puede estar vacío.

Si no lo ocupa Cristo, lo ocupará el número.

Y el número, sin verdad, es la forma más pulida del abismo.

Por eso, como Tejada, y con Santo Tomás, y con todos los que aún creen que la justicia no se inventa:

Elegimos a Cristo.

Porque fuera de Él,

solo queda —con urnas o sin ellas—

la nada.

Óscar Méndez

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