Entre el ser y el parecer

UN DOLOR QUE NO SE VE, PERO SE SIENTE

Hay un dolor silencioso que reconozco en muchas mujeres que aprecio, que admiro, que acompaño. Un dolor que no siempre se dice, pero que se intuye en las pausas, en las miradas, en ese cansancio del alma que ningún éxito logra calmar.

He visto mujeres fuertes, brillantes, bellas… y sin embargo desbordadas. Ocupadas por fuera, deshabitadas por dentro. Como si en algún momento hubieran sido empujadas fuera de sí mismas y ahora vivieran para sostener una imagen más que para habitar una verdad.

Desde muy jóvenes —y a veces incluso desde niñas— aprendieron que su cuerpo sería evaluado, que su rostro sería comparado, que su valor dependería de cuánto impacto generaran.

Y así, poco a poco, comenzaron a pensarse como imagen, no como ser.

La belleza, que debió ser un don natural, se convirtió en tarea, en medida, en defensa. El cuerpo, que debía ser morada, pasó a ser vitrina. Y lo más doloroso es que nadie les dijo —cuando aún era tiempo—que no fueron hechas para parecer, sino para ser.

No hablo desde la crítica, sino desde el asombro y el respeto. Porque veo que el alma femenina ha sido diseñada para algo infinitamente más alto que la seducción o la aprobación.

La mujer no fue creada para gritar su valor, sino para encarnar la verdad en silencio fecundo. Su vocación más honda no está en imponerse, sino en revelar.

Y lo que revela no es fragilidad, sino plenitud.

Una mujer en paz consigo misma no necesita competir. No porque se conforme, sino porque ya ha sido afirmada desde dentro.

La belleza no se rechaza: se ordena

Muchos confunden esta visión con un llamado a ocultarse o apagarse. Y no es así. La belleza femenina es un bien, una luz legítima, una forma de lenguaje. Pero es un lenguaje que ha sido desordenado por la cultura del impacto.

Hoy se ha vuelto común pensar que para tener valor, una mujer debe mostrarse: no solo presente, sino visible, deseada, destacada. Y cuanto más lo logra, más sola se siente.

Porque el alma humana no fue hecha para la exhibición, sino para el encuentro.

Por eso no se trata de rechazar la belleza, sino de ordenarla.

Una mujer puede arreglarse, vestirse con gusto, hacerse presente. Pero no para provocar ni para imponerse como imagen. Sino para expresar —con dignidad y armonía— aquello que es y que lleva dentro.

No se exhibe: se expresa.

No se impone: deja huella. No se exhibe, se expresa. No se impone: deja huella. No busca atención: comunica sentido. No grita: revela.

Su cuerpo no es una trampa ni un cartel. Es un templo. Y como todo templo, se reconoce por el misterio que contiene, no por el ruido que produce.

La mentira glamurosa de nuestro tiempo

Vivimos en una cultura donde muchas han aprendido a construir su identidad con fotografías, frases prestadas y cuerpos esculpidos. No importa si no saben quiénes son… mientras parezcan deseables.

Lo trágico no es la vanidad, sino que la vanidad se haya vuelto virtud social. Ya no escandaliza la superficialidad: se premia. Y mientras más una mujer se aleja de su alma, más aplausos recibe por su imagen.

Pero hay una pregunta que tarde o temprano se impone, cuando la noche cae y las pantallas se apagan:

¿Qué quedará cuando ya no provoque miradas?¿Con qué se quedará cuando el mundo pase de largo?¿Quién sostendrá su alma cuando el deseo ajeno se haya ido?

Ahí, en ese desconcierto, no comienza la tragedia: comienza la verdad.

Cuando una mujer se recupera a sí misma

He visto que cuando una mujer empieza a reencontrarse con su centro, con esa verdad profunda que no depende de la mirada ajena, algo se transforma.

Ya no necesita proyectarse, porque ha sido mirada por Dios. Y esa mirada no mide ni compara: revela.

Una mujer afirmada por la Verdad deja de rogar afecto, deja de simular fortaleza, deja de traducirse en poses.

Y entonces, sin esfuerzo, vuelve a casa.

No a un pasado, sino a su propio ser.

María: la presencia que habitaba la luz

Y cuando pienso en esa forma de estar presente, pienso en María.

María no fue celebrada por su imagen. Su belleza no residía en su exterior, sino en su interior ordenado.

No buscó ser vista. Y sin embargo, en Ella —precisamente en Ella—el Verbo eterno encontró morada.

Su cuerpo no fue instrumento de poder, fue espacio de acogida. No fue proyectado, fue habitado.

María no se impuso. Dijo «sí». Y con ese sí, ofrecido en el silencio del alma, transformó la historia.

Y sí, he conocido mujeres que, al escuchar estas cosas, lloran.

Lloran no por debilidad, sino por revelación. Porque se reconocen. Porque han vivido fingiendo. Porque han confundido aplauso con amor, deseo con ternura, presencia con don.

Pero esas lágrimas no son señal de derrota. Son el comienzo de una verdad que despierta.

De ahí puede nacer una mujer nueva: más firme, más interior, más fecunda.

Una mujer que ya no se ajusta a moldes. Que ya no tiene miedo al tiempo. Que no necesita parecer. Porque ha recordado, al fin, quién es.

Y entonces, sin espectáculo, sin gritos, sin máscaras…el alma vuelve a su lugar.

Y en ese lugar, una mujer ya no está sola.

Porque ha aprendido —al fin—a habitarse desde Dios.

Belleza verdadera: reflejo del Creador

¿Quieres saber quién eres?

No busques la respuesta en los espejos, ni en las redes, ni en los aplausos.

Detente. Escucha. Permanece.

En lo más tuyo, allí donde no hay necesidad de actuar, te espera una mirada que no te exige nada, porque ya lo ha visto todo.

Y aun así, te llama. No para que te muestres, sino para que seas.

Porque la verdadera belleza —la que no se marchita ni se mide—no es una forma vacía, sino una huella del Ser que todo lo sostiene.

La mujer que vuelve a su centro y se deja habitar por Dios no solo es bella: se convierte en signo visible de lo invisible, en transparencia de una luz que no nace de ella, pero que en ella resplandece.

Esa es la belleza verdadera: no la que exige ser mirada, sino la que, al ser mirada, remite silenciosamente a su Creador.

Óscar Méndez 

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