
Decíamos que son legión quienes han sabido, antes estas incómodas deficiencias de nuestro sistema eléctrico, hacer de la necesidad virtud y hallar múltiples y varias ventajas al hecho de estar sin luz durante unas cuantas horas. Son los poetas del desorden y nos inspiran, como el atrevido, aunque ingenuo Gregory de El hombre que fue Jueves, una cierta simpatía.
Si bien es cierto que muchas cosas, y aún algunas de las más interesantes y provechosas, pueden hacerse sin recurrir a máquinas ni a aparatos eléctricos y electrónicos, no es menos cierto que, en una abrumadora mayoría de casos, a nadie se obliga a servirse de semejantes adminículos y que todo el mundo los adquiere, los posee, los utiliza o no con entera libertad. Los hay que han descubierto que, en lugar de mantener una anodina «conversación»[1] gracias a sus inteligentes teléfonos y a la última aplicación de moda, pueden charlar amigablemente de todo y de nada con una de esas personas, tal vez anodinas, quizá no demasiado inteligentes y, ciertamente, poco a la moda, que se llaman vecinos; y han descubierto, también, que una conversación semejante puede estar muy bien y puede llegar a ser interesante. Y que quizás hasta sea, en cierto sentido, hasta más real y antropológicamente reconfortante hablar con seres reales en tiempo y espacio reales que con seres de los que sólo esperamos, con fundada pero no absoluta esperanza, que sean reales. Porque, ¿llegará acaso el día en el que podamos sustituir nuestros chats de WhatsApp con nuestros amigos por conversaciones con inteligencias artificiales? Éstas últimas tienen la gran ventaja de no estar sometidas a las miserias de la materia. Los hay que han descubierto que se puede cenar a la luz de las velas, aunque sea una costumbre reprobada por los oftalmólogos (aunque no deja de ser sorprendente que, con cada vez más alumbrado, haya cada vez más gente con gafas…). Los hay que han constatado, no sin cierta sorpresa, que se puede vivir y hasta comer, sin usar el microondas. Los hay, en fin, que, por primera vez en años, pasaron seis horas enteras sin encender la televisión ni consultar las últimas novedades en X y sin saber la última de Trump, de sus famosos preferidos, de aquel concursante tan listo de ése programa, para constatar, con cierto estupor entremezclado con un cierto orgullo, que, de hecho, podían pasarse sin saber, al menos por el espacio de unas horas, lo que estaba pasando con el conde y la cabra[2].
Pero tampoco hemos de hacernos ilusiones acerca del temple moral de nuestros semejantes; ni del nuestro tampoco, francamente. Que podamos (es decir, que seamos capaces) de hacer todas esas cosas de un modo, quizá, nos dicen ciertos pedantes periodistas, más humano, y, ciertamente, más difícil, no significa que podamos (es decir, que nos esté social o moralmente permitido) hacerlas de manera radicalmente opuesta a la del resto de nuestros semejantes. Vivimos en sociedad y eso significa que debemos estar localizables en Interné para muchas cosas de una importancia relativamente grande.
Tiene algo de bobo jipismo, ciertamente, el descubrir las delicias de la vida desconectada sólo gracias a un cataclismo eléctrico. Pero se impone constatar que, de hecho, muchos de nuestros conciudadanos no habrían llegado a darse cuenta de hasta qué punto sus vidas dependen de una toma de corriente y de hasta qué punto eso podría no ser absolutamente ideal. Porque hay un inmenso desnivel entre nuestra vida cotidiana y las realidades, muchas de ellas extraordinariamente complejas, que la hacen posible. Y ese desnivel, consciente o inconscientemente, hemos de negárnoslo a nosotros mismos para poder seguir viviendo con normalidad.
En cierto sentido, Syme, el rival del poeta anarquista, tiene razón al afirmar que el hombre capaz de construir una línea de metro funcional es un mago. Y, en cierto sentido, hay mucho de inquietante en esa verdad. Porque «el hombre» que construye líneas de metro funcionales, las comprende y, consecuentemente, para él nada tienen de mágico; pero, por otro lado, ese hombre no es cualquier hombre, sino uno que ha seguido una larga y compleja formación científica y técnica que escapan al común de los mortales. Mortales que, si bien albergan en el fondo de sus cerebros la íntima y absoluta convicción de que un viaje en metro es tan prosaico y tan concreto como una serie de fórmulas algebraicas sobre una pizarra, no pueden dejar de relacionarse con ese cosmos que se les escapa, en la práctica, por completo, con una especie de reverencia y un temor que casi podrían calificarse de religiosos. La Humanidad puede obrar la gesta científica de procurarnos, a todas horas y sin descanso, luz eléctrica en nuestras casas; para el común de los hombres, ese fenómeno, aunque no se califique, ordinariamente de mágico[3], es objeto de un conocimiento vago y evanescente fundado, en última instancia, en la creencia, puramente fideísta, por lo que a ellos respecta, de que hay quienes poseen un conocimiento científico y positivo al respecto. Se objetará que, a diferencia del pensamiento mítico, los avances técnicos son objeto de explicación, demostración y explicitación perfectamente razonables. Lo cual es innegable. En la teoría. En la práctica, a menos que se posea una formación muy específica en ciertas áreas de conocimiento, como la medicina, la producción eléctrica, la economía, etc., el hecho es que la relación del usuario (paciente, consumidor, contribuyente) a la esfera de conocimiento de que se trate y, en consecuencia, a los expertos en la materia, es análoga, de una analogía extremadamente preocupante, a la que une al pagano con las evanescentes divinidades de la naturaleza y con sus chamanes.
El hombre moderno quizás esté sumido en un inquietante retorno al pensamiento pagano (cuando no mágico), precisamente porque se enfrenta, en su vida cotidiana, a fuerzas misteriosas y todopoderosas que actúan en planos inalcanzables para su comprensión (o, al menos, para la comprensión de la mayoría), tales como la Salud, la Economía y la Industria, respecto de las cuales, fenómenos tales como las pandemias, las crisis económicas y los apagones son el equivalente, psicológicamente, al menos, de la furia de los dioses paganos manifestada en los cataclismos naturales. Nuestra fe en los médicos, en los técnicos y en los analistas financieros posee, por lo que a nosotros, legos en esas materias, respecta, más o menos la misma consistencia que la que los antiguos depositaban en los augures, druidas y sibilas. «Pero nosotros sabemos que una explicación científica existe y justifica todo lo que los expertos hacen». Lo sabemos porque creemos en ellos; creemos en ellos con una fe puramente humana. Los católicos, que creemos en Dios con una fe divina (divina por su contenido y por su eficiencia) y, por tanto, infalible, sabemos que la fe de los paganos también era solamente humana. No creo que los cientificistas afirmen otra cosa. Y no podrán negar que, si el científico posee conocimiento cierto (lo cual, insistimos, no está en cuestión), el lego no puede tener más que un conocimiento de oídas y por el testimonio de un tercero. Es decir, fe.
La electricidad ejerce el rol de numen en esta nueva religión sin más ritos que el pago de facturas, cuyos omniscientes chamanes son una serie de técnicos y de expertos que saben cómo producir electricidad, que saben por qué hay apagones, pero que no pueden explicárnoslo, porque no lo entenderíamos. Y no es pura maldad ni un simple y ávido deseo de conservar sus propios privilegios chamánicos: a menos de ser uno mismo experto en tales cuestiones, por más que nos lo expliquen, no llegaríamos a entender prácticamente nada de lo que sucede en nuestra vida cotidiana, desde el punto de vista de la técnica. Y si nos tomásemos el tiempo de adquirir, por ejemplo, sobre el sistema eléctrico, un conocimiento científico-positivo que despejara todas nuestras creencias fideístas al respecto, habríamos invertido un tiempo tan vasto y tan precioso que ya no nos quedaría bastante para comprender, también, las vacunas y las fluctuaciones de la Bolsa. Habríamos, cual un Amenofis IV, abolido el culto de unos dioses, pero seguirían quedándonos otros.
Porque, la principal diferencia entre Júpiter y Red Eléctrica Española; entre Hapi y la Confederación Hidrográfica del Duero; entre Huitzilopochtli y el Ministerio de Sanidad, es que estamos seguros de que, los tres entes públicos, al menos, son de creación puramente humana. Pero nuestra relación con ellos tiene cada vez más de mitológico y nuestra reacción a sus cóleras y disfuncionamientos, cada vez más de pagana resignación a un fato que se nos escapa por completo.
Por eso nos resulta simpático Gregory y por eso no nos parece tan absurda ni tan censurable su apología del caos y del desorden. No del desorden porque sí y en cuanto tal; eso es una tontería, como la negación radical de la autoridad por parte de los anarquistas, que resultó históricamente modulada y matizada hasta la saciedad, en el punto y hora mismo en el que los anarquistas (v.gr. Federica Montseny) alcanzaron el poder: la negación de la autoridad es una fórmula revolucionaria que se pone al servicio de la sustitución de la autoridad existente por la más deseable (según, siempre, el anarquismo) de los propios revolucionarios. El desorden y el caos en los servicios públicos puede que sirvan, como pretende Gregory, como acicate para la creación artística. O, como proponemos nosotros, quizá tan sólo para que, durante unos instantes, recobremos el dominio de nosotros mismos, tomando conciencia de que, en el fondo, no estamos sometidos a entidades sobrehumanas cuyo poder es inexorable e inatacable, ante las cuales no cabe otra cosa que la resignación o la aceptación de «explicaciones científicas» (erupciones solares, sobreproducción que da al traste con el sistema…), que fingimos comprender para no quedar como unos tontos ante nuestros semejantes, quienes, de hecho, tampoco han comprendido nada.
Llamativo que, inmediatamente, nos pusiésemos a buscar explicaciones a escala humana: «¡Ciberataque!». Tampoco comprenderíamos, salvo que tuviésemos una aquilatada formación informática, las sutilidades que explican cómo alguien, desde su ordenador conectado a Internet, pueda apagar un país entero. Pero, al menos, nos quedaría el consuelo de haber hallado un culpable de carne y hueso, y no un fenómeno complejo, de origen puramente natural o puramente técnico (que, por lo que a nosotros, simples ciudadanos de a pie, tanto monta), ante el cual no nos cupiese más que una completa y completamente pagana resignación.
Quizá, sí, después de todo, tenga mucho de humano y de verdaderamente humano el hecho de revolverse contra esta omnipresente invasión de la técnica. Algo de razón tendrían aquellos bravos conspiradores a quienes el Barberillo de Lavapiés cantaba:
Por calles y plazas y echando a correr,
todos los faroles tenéis que romper.
Gritad sin descanso, romped sin parar,
y ahí van cien doblones para merendar.
Continuará…
[1] La explicación de las comillas la hallarán en nuestro Todos somos un poco Helen Moss
[2] Véase el artículo en cuestión.
[3] Un niño sí que lo calificará, de buen grado, de mágico. Un adulto (que no sea un ingeniero nuclear) no es mucho más capaz que un niño de explicar cómo la desintegración de un átomo de uranio en los confines de Extremadura, puede, al cabo de un largo proceso, convertirse en calor en su radiador. El adulto sabe que hay quien sabe. El niño sabe que el adulto sabe. Pero el niño, quizás, sea más humilde y honesto consigo mismo, y por eso el Señor insiste tanto en que nos hagamos como ellos.
G. García-Vao
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