
Sin duda, la palabra que está copando los titulares de la prensa económica de los últimos días, es «deuda». De modo casi simultáneo, hemos conocido, por un lado, la rebaja de la calificación crediticia de la deuda de EE.UU por parte de la agencia Moody’s; y, por otro, el mensaje de alerta del primer ministro japonés, que ha calificado la situación financiera del país como «peor que la de Grecia en 2008».
Lógicamente, las situaciones que han propiciado estas señales de alarma no son nuevas, y se han venido advirtiendo por activa y por pasiva en los medios no acomodaticios al orden mundial de la usura cleptocrática. Pero probablemente sean un aviso –otro– de que la situación de las finanzas públicas a nivel global está más cerca del colapso de lo que parece. Y, por tanto, un exhorto a realizar ajustes financieros en las economías públicas.
Lo de Japón es un aviso serio. Un primer ministro no hace afirmaciones como estas porque sí, sobre todo conociendo el efecto espiral que pueden producir sus palabras. Y, aun en la hipotética ausencia de tales declaraciones, el tema es lo suficientemente importante, a nuestro juicio, como para dedicarle una pequeña serie de artículos, que comienza a continuación.
La idea de unas finanzas basada en la deuda ya tuvo su correspondiente castigo a finales de la primera década del siglo XXI. La crisis financiera de 2008 tuvo su origen en el alto nivel de endeudamiento privado ocasionado, en gran parte, por la burbuja inmobiliaria. Los bancos se inundaron de activos tóxicos, incentivados por los intereses razonables que percibían por sus préstamos, confiados en la subida ilimitada del precio de los activos que financiaban, hasta que se cruzó la línea roja de la razonabilidad en las políticas crediticias. Entonces, apareció un tal Mario Draghi, a la sazón presidente del BCE, diciendo que harían lo necesario para salvar al euro. Para entonces, quedaba en la recámara la bala de la deuda pública y la emisión masiva de papel moneda, que era ese «lo necesario» al que se refería Draghi.
Hoy, más de diez años después, esa bala ya se ha gastado, porque se ha trasladado el monstruoso endeudamiento del sector privado hacia el sector público. En otras palabras, los Estados han estado sosteniendo las debilidades endémicas propias de esta fase delicuescente del capitalismo tal, al precio de trasladar el colapso al otro lado de la barrera.
Pero la demanda de deuda pública parece estar empezando a dar síntomas de agotamiento. Por otro lado, las faraónicas inyecciones de capital en la economía no parecen haber tenido efecto en la productividad a largo plazo de las economías nacionales. En España, sin ir más lejos, seguimos dependiendo (quizá más que nunca) del turismo de bajo calibre, los servicios de hostelería de similar perfil, y otros de bajo valor añadido. Donde sí parece haber surtido efecto la inyección es en la atracción de población extranjera mediante prestaciones económicas y, volviendo al ámbito global, en los mercados de acciones, inflados hasta el punto de aparentar inmunidad frente a los ciclos financieros.
El motivo de este trasvase de acreedores del sector privado al público era claro: un sistema basado en la deuda necesita de algo muy elemental para perdurar: confianza. Y los estados, a priori, ofrecen más confianza al inversor que el sector privado, fundamentalmente por dos motivos: i) el Estado tiene capacidad para refinanciar su deuda porque sus acreedores (bancos centrales, entes vinculados al poder político) no les van a cerrar el suministro de dinero; y ii) el Estado tiene la posibilidad de modular su principal fuente de ingresos a través de la política fiscal. No tiene que realizar planes de negocio, ni políticas comerciales de expansión, ni captar inversores: le basta con promulgar leyes que incrementen la presión fiscal sobre sus súbditos.
A pesar de esa doble premisa, la situación actual ha despertado recelos acerca de la sostenibilidad futura de un sistema que se basa en algo tan intangible y subjetivo como la mera confianza en que la próxima emisión de deuda será exitosa (y razonablemente barata). Por su parte, el trampantojo de la inflación como elemento deflactor de la deuda real e incremento de la recaudación, toca a su fin. Los precios se van estabilizando y toca afrontar de nuevo un problema que no hace sino agravarse, y cuyas perspectivas no son más optimistas.
Para empezar, porque un país debe generar ingresos que permitan atender a los vencimientos de deuda. Es decir, se necesita que el PIB crezca más que la deuda, como ha afirmado el Secretario del Tesoro de EE.UU. Y hace tiempo que el crecimiento del PIB en los países desarrollados da síntomas de agotamiento sistémico; lo cual obliga a excogitar nuevas fuentes de estímulo económico artificial: gasto e inversión pública en infraestructuras, ayudas y subvenciones al sector privado, políticas de sostenibilidad impuestas legalmente para forzar al sector privado a realizar inversiones, aun contra su voluntad; y, lo último, promover el incremento de gasto en defensa. Es la clásica dicotomía «cañones-mantequilla» que enseñan los manuales de economía. Pero, además, como gran parte de este gasto no es productivo, solamente redunda en más deuda, y no en un crecimiento real que pueda aspirar a absorberla, lo cual no es nada halagüeño para los inversores a más largo plazo.
Gonzalo J. Cabrera, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta
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