
Fue en una sala blanca, muy blanca —como todas las salas modernas—, de esas que se creen profundas porque no tienen cuadros, ni libros, ni abuelas. En medio de la sala, sobre un pedestal de acrílico, había un violín antiguo. Hermoso. Ligeramente imperfecto, como todo lo verdaderamente humano. Junto a él, una pequeña placa en tipografía posmoderna explicaba que aquel instrumento había pertenecido a una dinastía de músicos que lo habían tocado durante generaciones: bodas, guerras, funerales, Navidad, Pascua, resurrección.
De pronto, un visitante —profesor de ética experimental, según la etiqueta de su congreso— se detuvo ante la vitrina. Frunció el ceño con intensidad doctoral. Tomó su gafete, se lo ajustó con virilidad performativa, y dijo en voz alta, para que lo oyeran los pasantes de arte:
—Este violín está sometido.
Algunos rieron. Otros sacaron el celular, creyendo que era una performance.
El profesor, viendo que tenía público, se lanzó al acto redentor. Tomó unas tijeras de la instalación vecina —una obra sobre el corte del cordón umbilical como metáfora del colonialismo lingüístico— y, sin más, cortó las cuerdas del violín, una por una, como quien rompe las cadenas de un esclavo milenario.
—Ahora es libre —declaró con solemnidad—.
Libre de tensiones. Libre de estructura. Libre de sonido. Hubo aplausos. Hubo selfies. Hubo subvenciones. Y el violín, como era de esperarse, nunca volvió a sonar.
No se escandalice usted, lector. Esa escena, aunque absurda, no es menos real que nuestras constituciones sin verdad, nuestras familias sin padres, nuestros templos sin Dios, nuestros cantantes sin voz.
Porque eso exactamente hemos hecho con el hombre moderno.
Hemos cortado las cuerdas de su alma. Le hemos dicho que la ley natural lo oprime, que la moral lo limita, que la filiación lo rebaja, que la tradición lo castra, que Dios lo juzga. Y entonces, en nombre de la libertad, lo hemos convertido en eso que nadie quiere tocar: un violín mudo.
El sujeto contemporáneo se declara libre cuando ya no vibra con nada. Cuando no cree en nada, no ama a nadie, no canta con nadie. Se ha emancipado de todo —padre, patria, altar, forma— y ahora flota por la vida como esos globos que ya no tienen helio, pero que siguen siendo de colores.
Porque sí: el hombre moderno es colorido, simpático, autónomo… e irremediablemente inútil.
I. El individuo sin silla (y sin casa, y sin historia)
El siguiente paso era inevitable. Si se le puede cortar las cuerdas al violín, ¿por qué no serruchar también las patas de la silla? Al fin y al cabo —decían los expertos—, sentarse es un acto colonial. La silla representa estabilidad, pertenencia, permanencia. Y ya todos sabemos que la permanencia es sospechosa, y que toda pertenencia es una forma apenas disimulada de fascismo emocional.
Así fue como el hombre moderno se quedó sin silla.
Literalmente. Porque ahora vive de pie, con prisa y con ruido, mientras toma café de cartón y consulta su lista de tareas en una nube digital que se evapora cada 48 horas. No se sienta a comer con los suyos, sino que «consume contenido». No se sienta a orar, sino que «medita con auriculares». No se sienta a conversar, sino que «responde mensajes».
Y simbólicamente, también. El alma humana ya no tiene dónde reposar. Ha sido despojada del hogar, de la patria, del apellido, del altar, del domingo. La casa es ahora un lugar de paso, la mesa una bandeja, el padre un proveedor emocional, la madre una mujer empoderada, el abuelo una carga, y el hijo… una opción legalmente reversible.
El hogar ha muerto. Viva el hotel emocional.
Durante siglos, el hombre tenía un sitio. Un lugar que no había elegido, y por eso mismo era verdadero. Nacía en un idioma que no había inventado, con unos padres que no había solicitado, en una tierra que no había diseñado. Y todo eso, lejos de parecerle cárcel, le parecía vida. Porque el alma humana solo respira bien cuando se reconoce precedida por algo más grande que ella.
Pero el moderno, creyéndose Prometeo con Wi-Fi, ha querido diseñar su existencia a la carta. Se niega a ser parte de nada que no haya aprobado, negociado, firmado o pospuesto. Por eso odia la familia, que le exige lealtad; la patria, que le recuerda que tiene sangre; la Iglesia, que le dice que existe el juicio; y los muertos… porque no se dejan reeducar.
Ha hecho de su vida un aeropuerto. Transita, se desplaza, carga dispositivos, pero nunca se queda. Jamás echa raíces. Le teme a las raíces porque intuye —con una inteligencia que ya es casi involuntaria— que las raíces traen deberes. Y él no quiere deberes. Quiere opciones. Quiere experiencias. Quiere derechos sin herencia.
Y entonces no sabe quién es.
Porque la identidad no es un invento, sino una recepción. Uno no se «autodefine» como ser humano: lo es, y punto. Uno no se fabrica: se descubre. Uno no se inventa: se afina. Pero el individuo contemporáneo ha creído que para ser libre, tiene que ser autogenérico, autorreferencial y autofragmentado.
El resultado es un sujeto que flota entre algoritmos, relaciones líquidas y empleos que duran menos que un concierto de TikTok. Cree que su libertad consiste en poder mudarse, cambiar de género, de dieta, de cuenta bancaria, de bandera. Y sin embargo, en lo más secreto, anhela una silla.
Una silla real. De madera imperfecta, como la que tenía su abuelo. Una silla que chirríe, que sostenga, que pertenezca. Una silla con tiempo, con silencio, con Dios. Una silla para sentarse a decir: «esta es mi casa, este es mi nombre, este es mi mundo, y no quiero otro».
Pero ya no la tiene. Porque cuando uno destruye el hogar, no queda libertad. Queda el vértigo.
II. Padres sin hijos, patrias sin padres y patriarcas sin patria
A nadie parece sorprenderle ya que existan padres que no quieren tener hijos, patrias que niegan tener padres, e incluso patriarcas que jamás supieron qué era una patria. En una época más cuerda, esto sería motivo de pánico. Hoy se le llama progreso.
Porque, naturalmente, todo comenzó con una sospecha: que el padre era opresor, la madre un constructo, la nación un mito, la historia una narrativa, y Dios… un obstáculo para la autodeterminación afectiva. La palabra “vínculo” empezó a sonar a cárcel, como si amar a alguien significara perder autonomía, como si pertenecer implicara esclavitud.
Así fue como empezamos a disolverlo todo.
Primero disolvimos al padre. Dijimos que era autoritario, anticuado, innecesario. Lo convertimos en un estorbo emocional, en una figura opcional, en un cómplice del patriarcado —esa palabra mágica que sirve para justificar toda demolición. El resultado es una generación de huérfanos vivos: niños con derechos, sí, pero sin raíces.
Después disolvimos a la patria. Dijimos que era excluyente, peligrosa, un invento decimonónico. Y así pasamos de morir por la bandera a no saber qué color tiene. La tierra natal fue rebajada a código postal; el himno, a ruido en los estadios; el pasado, a culpa permanente. Se decretó que el mejor ciudadano era aquel que se avergonzaba de sus muertos.
Luego vino la demolición del hogar. La familia —ese milagro que une a los que no se eligieron— fue reducida a contrato, a arreglo transitorio, a nido de traumas. Se dijo que «lo importante es el amor», pero se olvidó que el amor verdadero no se autodiseña cada fin de semana: se hereda, se promete, se cultiva y se aguanta. Se confundió el capricho con ternura, el deseo con el don, y la pasión con el pacto.
Finalmente, disolvimos al patriarca. Pero no al patriarca abusivo —que siempre fue una caricatura—, sino al verdadero: al que transmite el nombre, cuida el fuego, cuenta historias, lleva en sus manos las cicatrices de los que construyeron. Ese patriarca que no domina, sino funda. Ese que no grita, sino bendice. Ese que no impone, sino recuerda.
Hoy ya no lo queremos. Queremos influencers, terapeutas, expertos. Nos asustan los abuelos que saben. Nos ofenden los hombres que enseñan. Nos aburren los padres que no piden perdón por serlo.
Y, sin embargo —¡oh contradicción eterna!— el alma humana sigue deseando un padre. Un rostro que diga «bienvenido», una voz que diga «estás en casa», una mano que diga «yo te sostengo». Pero como ya lo hemos disuelto todo, nos conformamos con sucedáneos: ideologías, colectivos, emociones prefabricadas, tribus de pantalla.
Tenemos generaciones enteras que quieren pertenecer… pero sin pertenecer a nada que no puedan cancelar.
Así llegamos al absurdo: padres sin hijos, porque los hijos interrumpen planes; patrias sin padres, porque los padres traen historia; patriarcas sin patria, porque la patria implica deberes.
Una civilización entera que se ha declarado libre… de sí misma.
Y como es lógico, después de disolver todo lo que daba forma, el resultado no ha sido una sinfonía, sino un zumbido. Un ruido informe. Una melodía donde cada instrumento toca solo, fuera de tono y fuera de tiempo.
Pero el concierto sigue. Aunque nadie lo escuche ya.
III. El liberalismo como arte de desafinar con estilo
O cómo construir una sinfonía entera para no tocar ninguna nota verdadera
Pocas cosas en la historia de la humanidad han sido tan eficaces como el liberalismo… para destruir lo que promete defender.
Ha prometido libertad, y ha producido vértigo.
Ha prometido pluralismo, y ha sembrado soledad.
Ha prometido paz, y ha entregado almas fragmentadas, incapaces ya de reconciliarse con nada —ni siquiera consigo mismas.
El liberalismo, para quien todavía cree que es una opción política más, no es tal cosa. Es una estructura sentimental del mundo. Una atmósfera. Una fe sin altar. Un himno sin melodía. Un evangelio sin Redentor. Es la convicción irracional —pero obligatoria— de que el hombre debe ser libre de todo, incluso de aquello que lo hace ser hombre.
Libre de su historia.
Libre de su naturaleza.
Libre de la verdad.
Libre, sobre todo, de las consecuencias de su libertad.
Y lo más admirable —hay que reconocerlo— es que todo esto se ha hecho con estilo. Porque el liberalismo tiene el talento estético de disfrazar su vacío con palabras hermosas. Le ha cambiado el nombre a las cosas para que parezcan otras:
Al desarraigo, lo llama cosmopolitismo.
Al relativismo, lo llama tolerancia.
Al egoísmo, lo llama autonomía.
Al miedo a la verdad, lo llama neutralidad.
Y a su fracaso permanente… lo llama evolución.
Su estrategia ha sido brillante: no ha prohibido la verdad; simplemente la ha relativizado hasta volverla irrelevante. No ha prohibido a Dios; solo lo ha privado de consecuencias públicas. No ha prohibido la ley natural; la ha declarado opcional. No ha destruido la Iglesia; solo la ha domesticado con elogios vacíos.
Y todo esto lo ha hecho con una sonrisa, con una copa de vino caro, con un artículo de opinión en el periódico. Porque el liberalismo no quiere mártires, ni herejes, ni santos: quiere clientes satisfechos. No quiere obediencia, quiere entusiasmo tolerante. No quiere convicciones, quiere sensaciones con hashtags.
Pero cuando todo suena bien, cuando todos tocan lo que quieren, cuando cada músico lleva su propia partitura, cuando no hay director, ni clave, ni compás…
no hay música. Solo ruido.
Un ruido elegante, decorado, estéticamente progresista… pero igual de insoportable que un grito en medio de la noche.
Lo más trágico del liberalismo es que no sabe qué hacer con el alma humana cuando esta pide sentido. Puede darle derechos, pero no razones. Puede ofrecerle elecciones, pero no amor. Puede prometerle autonomía, pero no pertenencia.
Y el alma, aunque maltratada y posmoderna, sigue deseando pertenecer.
Al final, el liberalismo es el arte de desafinar sin que nadie lo note. Porque nos ha convencido de que toda música verdadera es dogmática, que todo ritmo común es autoritario, que toda belleza compartida es sospechosa.
Y así, a fuerza de libertad, nos ha hecho incapaces de cantar juntos.
IV. La verdad del hombre: cuerdas, tensión y armonía
O por qué la nota más alta nace del vínculo más profundo
Lo más hermoso del violín —como del alma humana— no es que suene, sino que puede ser afinado. Que fue hecho para vibrar. Que no canta por sí mismo, pero responde. Que no inventa la melodía, pero puede encarnarla. Que no se basta, pero pertenece.
Todo esto es anatema para el mundo moderno.
Nos han dicho que para ser libres debemos ser incondicionados. Que para ser felices debemos ser indeterminados. Que para ser auténticos debemos ser irreconocibles. Que la tensión moral, la estructura interior, el deber hacia el otro o hacia Dios son obstáculos a nuestra plenitud.
Pero eso es como decir que una cuerda tensa está reprimida. Que una sinfonía está “atrapada” en su partitura. Que una semilla es esclava por dar fruto solo en su estación.
La verdad es exactamente la contraria.
Es la tensión la que permite la vibración.
Es la estructura la que permite la expresión.
Es el orden el que permite el canto.
La ley natural no es una jaula: es el mástil del violín. El bien moral no es represión: es la afinación exacta que permite al alma sonar sin disonancias. La pertenencia no es una carga: es el eco que da profundidad a la voz.
El hombre no es libre cuando niega su naturaleza, sino cuando la acoge con gratitud. La libertad no consiste en no tener forma, sino en tener la forma que corresponde a la verdad. Y la verdad del hombre es relacional, jerárquica, filial, esponsal, comunitaria, y, en última instancia, teológica.
Porque no somos mónadas: somos personas.
No somos productos: somos criaturas.
No somos proyectos: somos recipientes del don.
Y cuando el alma se afina con la ley del ser, con el amor que la engendró, con la voz que le dijo “tú eres mío”, entonces canta. Entonces toda su vida se vuelve liturgia. Entonces sus silencios tienen música, sus lágrimas tienen partitura, y su muerte… un acorde final que no se apaga.
Ninguna libertad puramente negativa puede producir eso.
Ninguna autodeterminación puede engendrar belleza.
Ninguna rebeldía sin obediencia puede componer una sinfonía.
Lo sabía el campesino que rezaba el rosario junto al fuego. Lo sabía el monje que iluminaba manuscritos en medio del invierno. Lo sabía la madre que repetía cuentos heredados a sus hijos dormidos. Lo sabían todos los que sabían que el hombre no se inventa: se entrega.
Y esa es la mayor herejía moderna: haberle hecho creer al alma que no necesita ser afinada.
V. Conclusión: volver a afinar el alma (y reparar el violín)
Porque la música no ha muerto… solo espera ser escuchada
Tal vez no podamos reconstruir toda la civilización en una tarde. Tal vez no podamos restaurar la catedral ni revivir al padre que se marchó ni desandar los pasos que llevaron al niño a la orfandad ideológica.
Pero sí podemos, al menos, volver a afinar el alma.
Sí, se puede empezar por una cuerda. Por un gesto. Por una promesa dicha de pie. Por una cruz besada sin miedo. Por una silla vuelta a poner junto al fuego. Por una madre escuchada sin sarcasmo. Por un Padre —el único verdaderamente Padre— al que volvemos, aunque sea tarde, aunque sea sucio, aunque sea en ruinas.
No se trata de nostalgia. La nostalgia es para los museos. Esto es otra cosa. Esto es justicia. Esto es restitución. Esto es volver a cantar.
Porque el violín no fue hecho para adornar vitrinas, sino para estremecer salones. Porque el alma no fue hecha para consumir productos, sino para alabar. Porque el hombre no fue hecho para flotar, sino para echar raíces.
Y porque la libertad, cuando se encuentra con la verdad, no se debilita: resplandece.
La gran mentira moderna es que somos más libres cuanto menos obedecemos.
La gran verdad cristiana es que solo obedece de verdad quien ama.
Y solo ama de verdad quien se entrega con todo el corazón, con toda el alma… y con todas sus cuerdas afinadas.
Así que sí: tal vez el mundo desafine.
Tal vez la sinfonía esté llena de ruidos.
Tal vez la orquesta esté cansada y los atriles vacíos.
Pero en medio del estruendo, aún se puede afinar un violín.
Y si uno solo vuelve a sonar, quizá otro lo siga. Y otro. Y otro.
Y tal vez, algún día —cuando el viento se calle y el alma escuche—
volverá a oírse la música.
Pero esta vez, afinada por la Verdad.
Óscar Méndez
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