
El pasado sábado 24 de mayo, en la ciudad de Valencia, el Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta acogió la presentación del libro Naturaleza tradicional. Historia, principios y aplicaciones para la conservación, del Prof. Juan Andrés Oria de Rueda Salgueiro, doctor Ingeniero de Montes y director de la cátedra de micología en la Universidad de Valladolid.
La jornada, que en conjunto congregó a casi una treintena de participantes, algunos de ellos venidos expresamente desde otras regiones peninsulares, se inició formalmente con el rezo de un responso, dirigido por el P. Juan Retamar, por el alma del gran maestro que fue Juan Fernando Segovia, fallecido el 8 de mayo, precisamente el día de la Unidad Católica de España. Tras la oración habitual al Espíritu Santo, el presidente del Círculo introdujo brevemente al Prof. Oria de Rueda, resaltando su autoridad consumada en la materia y su añejo abolengo carlista.
La presentación de la obra se integró, en realidad, en una exposición más amplia y de largo aliento doctrinal, que, con estilo desenfadado, pero con rigor, discurrió en torno a los efectos disolventes que tuvo la Revolución liberal sobre el campo español: no sólo sobre el modo de vida arraigado y estable que aquel proporcionaba, sino también sobre el mismo hábitat natural en sí mismo considerado.
En efecto, nuestro invitado comenzó apuntando que «la mayor devastación ecológica, ambiental y faunística de los bosques y de los hábitats más notables tiene lugar en el siglo XIX, tras la
Revolución Francesa». E incidió en las dos causas principales: el proceso desamortizador, con sus subsecuentes talas de montes, y el aniquilamiento de todos los usos e instituciones tradicionales, que —amén de su función propiamente política y equitativa— permitían una gestión, conservación y aprovechamiento razonable de los recursos naturales.
En cuanto a lo primero, la confiscación y privatización de tierras comunales o eclesiásticas (que constituían una parte mayoritaria del territorio español: se estima que más de un 80% era comunal), se trajo a colación la cita —matizable pero significativa— de un autor poco «sospechoso» de tradicionalismo (Gabriel Tortella):
«La desamortización resultó un gran negocio tanto para las clases acomodadas como para la aristocracia […]. Quizá fuera la nobleza terrateniente la que más se beneficiara de la desamortización: a cambio de unos derechos señoriales que a menudo eran puramente simbólicos, ganó la plena propiedad de tierras que frecuentemente no le pertenecían sensu stricto. Y tuvo, además, ocasión de redondear en buenas condiciones sus propiedades […]. Las víctimas de la desamortización fueron la Iglesia, los municipios, y los campesinos pobres y proletarios agrícolas. Los primeros, por razones obvias. Los segundos, porque muchos de ellos habían venido beneficiándose de la propiedad eclesiástica o comunal (ya fuera en forma de caridad, de aprovechamiento de pastos y montes, de buenos términos de arrendamiento, etc.). En ellos se ha visto el origen social de las rebeliones campesinas de signo carlista o anarquista que se repiten a lo largo del siglo, hipótesis muy verosímil».
Así, la desamortización y desvinculación territorial, «justificada» por la injusta acusación de «manos muertas», dio paso a una sobreexplotación extrema de recursos dictada por el solo criterio del enriquecimiento máximo, al margen de las posibilidades reales del medio natural. De las supuestas «manos muertas» (rectius: de una economía subordinada a la política, a la necesidad antropológica de arraigo y estabilidad, que no pone el lucro como último fin, sino la vida según la virtud), se pasó a unas «manos demasiado vivas» y a la obsesión capitalista, que trajeron un reguero de miseria (las Hurdes son un ejemplo típico, pero sólo uno), de desestructuración familiar y social, y de ruina ecológica: los nuevos «dueños» de los antiguos comunes o comunas, a diferencia de los desposeídos, no sólo eran legos en el uso y manejo adecuado del medio local —a menudo los compradores eran urbanitas adinerados que no tenían ninguna relación con aquél—, sino que no dudaron en destruir antiquísimos paisajes (mediante la tala masiva, por ejemplo) para poder pagar al Estado liberal las fincas que éste había robado.
La Revolución, por tanto, quebró la armonía que se había logrado en la sociedad tradicional, al calor de una experiencia inmemorial de incontables generaciones, entre el aprovechamiento humano de recursos y su correcta conservación. Armonía real e históricamente más que documentada que es la refutación sólida de dos tendencias contrarias hoy hegemónicas en el tratamiento del campo: la ideología ecologista (a menudo con el corolario rousseauniano de lo que el ponente denomina bambismo: no hay que tocar ni hacer nada; el hombre estropea la Naturaleza con su mera presencia e intervención) y la explotación intensiva (simbolizada en los mares de placas y aerogeneradores arrancando olivares).
Estas aproximaciones sólo han agravado los problemas. Concretamente, el abandono del campo —lejos de «restituir» la Naturaleza a su estado primigenio, «libre» de la influencia humana— está en la raíz de fenómenos como la mortandad de bosques mediterráneos, el secado de fuentes, los megaincendios forestales (para cuya prevención indicó muchos remedios), la disminución de individuos de algunas especies animales o, en el otro extremo, su crecimiento desaforado y descontrol (como ocurre con el jabalí, sobre el que apenas se han empezado a tomar tímidas medidas).
Pero volvamos a las causas profundas. Ya ha quedado apuntado que, en nombre del desarrollo (excusa que se repetirá a mediados del siglo XX bajo el signo de la tecnocracia), se produjo un vaciado rural y una concentración de la tierra en pocas manos: en todas las Españas, los extensos terrenos de propiedad colectiva de propios (boalars, devesas, vedat, ban…) pasaron a ser totalmente privados. Pero ello fue acompañado por la supresión de los usos, normas e instituciones forales, que eran como la expresión jurídico-consuetudinaria de esa vida arraigada en el campo y que contenían no pocas previsiones o medidas de acreditada eficacia para su conservación y mejor aprovechamiento en común, privilegiando siempre a los más pobres.
Sin embargo, y para rechazar cualquier lectura arcádica del pasado, el orador recordó que, entre esas muchas instituciones arrasadas por el centralismo, se encontraban también algunas cuyo fin era resolver o mediar en litigios y desavenencias, pues éstas no faltaban. Así, por ceñirnos a las del Reino de Valencia, destacó el Tribunal del Lligalló de Morella (asamblea de pastores que funcionaba desde tiempos del rey Jaime I, y que fue cancelado drásticamente por los gobiernos liberales en 1834) y el célebre Tribunal de las Aguas, cuya supervivencia aislada, desprovista del entramado social e institucional en que se integraba, apenas ha permitido que se conserve su sentido originario.
Muchísimos otros temas —sin faltar referencias a la naturaleza autóctona de Valencia— comparecieron en la magnífica exposición de nuestro querido correligionario, que aun así apenas constituyó un «aperitivo» a los conocimientos que nos brinda en su libro, encomiado por reputados colegas de profesión. Y del cual, por cierto, se vendieron todos los ejemplares que la editorial Adoro había facilitado al Círculo.
Tras un coloquio en torno a propuestas concretas para dar remedio a los males que hoy padece el agro español, muchos de los asistentes pudimos degustar un copioso almuerzo que sirvió para seguir aprendiendo del Prof. Oria de Rueda y para estrechar lazos de amistad con los correligionarios venidos desde fuera, entre los que destacamos a la distinguida margarita y artista Mónica Caruncho. Y entre los asistentes valencianos, por cierto, hemos de mencionar la presencia de varios estudiantes y un profesor de Ingeniería de montes.
Finalmente, pasadas las cinco de la tarde, dio comienzo la visita guiada al Jardín Botánico, en la que comprobamos que la maestría de Juan Andrés Oria sobre la materia no proviene sólo de su dedicación profesional, sino de su fervor y entrega personal de toda una vida. Con entusiasmo, nos ilustró con datos interesantes, a veces pintorescos, sobre algunos de los árboles y flores que pudimos contemplar. ¡Muchas gracias por todo, Juan Andrés!
Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
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