La conflictiva oscilación entre instauración y restauración en las dos dictaduras constituyentes de Cánovas y Franco (I)

Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897). (Óleo de Ricardo de Madrazo, 1896)

El 25 de junio de 1870, Isabel firmaba un acta de «abdicación» en favor de su hijo Alfonso cuya parte central era de este tenor: «He venido en abdicar libre y espontáneamente, sin ningún género de coacción ni de violencia, y llevada únicamente de mi amor a España y a su ventura e independencia, de la Real [sic] autoridad que ejercía por la gracia de Dios [sic] y la Constitución de la Monarquía [sic] española promulgada en el año de 1845, y en abdicar también de todos mis derechos meramente políticos, transmitiéndolos, con todos los que correspondan a la sucesión de la Corona de España, a mi muy amado hijo D. Alfonso, Príncipe de Asturias [sic]». (El acta completa la difundió el diputado moderado-histórico Claudio Moyano en la Sesión del Congreso del 14 de marzo de 1876. Cfr. Diario de las Sesiones de Cortes. Congreso de los Diputados. Legislatura de 1876 a 1877, Tomo I, 1877, p. 402).

Como se puede observar, Isabel, con plena lógica, hacía derivar sus supuestos «derechos» única y exclusivamente de la Constitución de 1845. Su hijo Alfonso, naturalmente, no podrá aducir en favor de sus pretensiones ningún otro origen «legal» distinto. Es bajo este prisma como se ha de entender igualmente el contenido de la carta de 22 de agosto de 1873, por la cual Isabel, en nombre de su hijo, confería a Cánovas del Castillo «plenos poderes» para dirigir como Jefe el Partido Alfonsino, reputándole entre aquellos políticos que tenían «alzada siempre la bandera del Derecho [sic] y fija constantemente la mirada en la única solución que la ley [sic], la razón y la ciencia presentan como eficaz y poderosa para remediar los males de España; esto es, la restauración del trono legítimo [sic] del Rey [sic] constitucional don Alfonso». (Melchor Fernández Almagro, Cánovas. Su vida y su política, Ediciones Tebas, 21972, p. 221. El subrayado es nuestro).

Sin embargo, en el Manifiesto de Sandhurst, suscrito por Alfonso el 1 de diciembre de 1874, Cánovas, redactor del documento, rompía con toda Constitución anterior, presentándolas como absolutamente periclitadas o extinguidas. El texto, escrito en forma de carta colectiva dirigida a diversos destinatarios, comenzaba aseverando, en boca del hijo de Isabel, que «cuantos me han escrito, muestran igual convicción de que sólo el restablecimiento de la Monarquía [sic] constitucional puede poner término a la opresión, a la incertidumbre y a las crueles perturbaciones que experimenta España». Uno podría pensar, en principio, que Alfonso seguiría fundamentando sus «derechos» en la Constitución de 1845, igual que su progenitora. Pero Cánovas le hace decir a continuación otra cosa bien diferente: «Por virtud de la espontánea y solemne abdicación de mi augusta madre, […] soy único representante yo del derecho monárquico en España. Arranca éste de una legislación secular, confirmada por todos los precedentes históricos». Si el político malagueño buscaba dar a entender con esta última vaga frase que la «legitimidad» de Alfonso se cimentaba en la legalidad católico-monárquica española preconstitucionalista, marraba por completo. Los únicos capaces de sustentarse en dicha legalidad eran (y son) los Reyes legítimos proscritos por la Revolución. María Cristina había jurado la Constitución de 1837 en nombre de su hija Isabel, y desde que ésta, en confirmación de aquel acto, juró asimismo la Constitución de 1845 (mera reforma de la de 1837), renunció para ella y su descendencia todo derecho actual o eventual que se fundase en aquella «legislación secular» o preconstitucionalista, la cual fue suplantada por el principio liberal de la soberanía nacional, fuente señera del «derecho» nuevo. Por eso afirmábamos que Isabel, en su acta de «abdicación», actuó con suma coherencia. Mientras que ahora Cánovas se metía en una flagrante contradicción.

Esta postura se hacía, si cabe, más insostenible con el aserto apodíctico, tal como apuntábamos al principio, de la desaparición o abolición de toda Constitución, único resorte que hubiera podido dar a un descendiente de la línea republicano-isabelina visos de amparo o soporte a su presunta calidad de «Persona Real». Así, el Manifiesto considera «huérfana la nación ahora de todo derecho público», y añade más explícitamente que «no sólo está hoy por tierra todo lo que en 1868 existía, sino cuanto se ha pretendido desde entonces crear. Si de hecho se halla abolida la Constitución de 1845, hállase de hecho también abolida la que en 1869 se formó sobre la base inexistente ya de la Monarquía [sic]». En consecuencia, Cánovas abogaba por una instauración constitucionalista, esto es, la apertura de una nueva fase constituyente: «todas las cuestiones políticas están así pendientes, y aun reservadas, por parte de los actuales gobernantes, a la libre decisión del porvenir». (La Época, 27/12/1874. El subrayado es nuestro).

Estos «actuales gobernantes» se recapitulaban en aquel momento en la figura del General Francisco Serrano, quien, tras el Golpe de Estado auspiciado por el General Manuel Pavía el 3 de enero de 1874, venía desempeñando desde entonces una Dictadura bajo el título de «Presidente del Poder Ejecutivo de la República Española». Después del pronunciamiento del General Arsenio Martínez Campos el 29 de diciembre, Cánovas reemplazó a Serrano en la Dictadura, formando el día 31, en virtud «de los poderes que por Real Decreto [sic] de 22 de Agosto de 1873 se me confirieron», y bajo su presidencia, un denominado «Ministerio-Regencia» (Gaceta de Madrid, 31/12/1874). Con fecha 9 de enero de 1875, Alfonso, «usando de las prerrogativas que como Rey [sic] constitucional me competen», nombraba a Cánovas como «Presidente de mi Consejo de Ministros» (cfr. Diario de las Sesiones de Cortes. Senado. Legislatura de 1876, Tomo I, 1877, p. 6. El subrayado sigue siendo nuestro). Finalmente, el 13 de febrero Alfonso cesaba el «Ministerio-Regencia», prosiguiendo la Dictadura a través de su «Consejo de Ministros», que continuará siendo presidido (salvo un breve interludio entre mediados de septiembre y principios de diciembre de 1875) por Cánovas del Castillo.

Cánovas, siguiendo con el propósito trazado en el Manifiesto de Sandhurst, dio a su Dictadura un carácter constituyente. A tal fin, abrió las dos Cámaras del Congreso y el Senado el 15 de febrero de 1876, y les presentó para su discusión y aprobación un Proyecto de Constitución, que acabaría siendo promulgado el 30 de junio. Aunque la historiografía liberal califica toda esta operación con el rótulo de «La Restauración», ya hemos visto que Cánovas parecía más bien impulsar una acción instauradora, que no debía nada a un pasado al que se estimaba caduco o prescrito. La dicotomía podría explicarse arguyendo que, desde el punto de vista estructural, se trataba de una «instauración», pues no se reponía una Constitución pasada sino que se fabricaba otra de nuevo corte; mientras que, desde el ámbito personal, se podía hablar de una «restauración», ya que se recuperaba la espuria y seca rama isabelina en uno de sus miembros. Pero entonces se incurría, repetimos, en la incongruencia de haber reconocido, desde el principio, en Alfonso una dignidad de «sangre real» que no podía corresponderle por falta de una base constitucionalista previa –asumida axiomáticamente como inexistente– que lo «justificase». Si se quiere expresarlo de otro modo, el hijo de Isabel podría haber pretendido esa dignidad una vez creada la Constitución de 1876, pero no antes.

Estas aporías inherentes al plan promovido por la dictadura constituyente de Cánovas, no dejaron de aflorar en las propias discusiones del borrador constitucional. Por ejemplo, en torno al término «restauración», el senador Juan de la Concha Castañeda (del Partido Conservador, recién fundado por Cánovas), señalaba: «Cuando ha venido la restauración, ha desaparecido por tanto el hecho de la Constitución de 1869, y aquí ha discutido ya el Sr. Conde de Bernar [miembro de la Comisión encargada de informar del Proyecto constitucional] con cierta sutileza para demostrar que la Constitución de 1845 tampoco existe. Pues yo le digo que es la única que existe desde que se verificó la restauración. ¿Se sabe lo que es la restauración? Yo no discuto nunca con libros de teología ni con metafísicas políticas; con el Diccionario de la Lengua me basta para probar que esa Constitución existe. Aquí estamos en una restauración legítima [sic] y plena. Restaurar es poner las cosas donde estaban; es recobrar lo que se ha perdido, y lo que se había perdido era la situación monárquica [sic] constitucional que cayó a impulsos de la revolución de 1868; por consecuencia, recobrar lo perdido era recobrar aquella Monarquía [sic] y aquella Constitución como eran entonces; ésta es mi tesis, ésta es mi afirmación, y la pruebo con el Diccionario. No hay que acudir a la lógica ni a la sutileza de ningún género. Otra cosa es que el Gobierno crea que no debe practicarse y que apele a procedimientos distintos de los de aquella Constitución y a los de la de 1869; toma una cosa de una parte y otra cosa de otra para entrar en la reforma; pero eso lo hace el Gobierno, no porque aquella Constitución no tenga existencia legal [sic], no porque la tenga otra alguna, sino porque hace uso de una de las facultades dictatoriales que se encontró y que él ha utilizado extraordinariamente. Por eso digo que estamos en plena reforma de la Constitución de 1845» (Diario de las Sesiones de Cortes. Senado, op. cit., p. 497).

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano                     

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta