
Uno podría replicar que, del mismo modo que la Constitución de 1845 tuvo su origen en el principio liberal de la soberanía nacional, así también lo tuvo la de 1869, y, por consiguiente, en virtud de este mismo principio «legitimador», la que habría que considerarse abrogada sería la primera, así como plenamente existente la segunda en tanto en cuanto no fuese sustituida por otra inventada por esa misma soberanía nacional. Por eso pensamos que tenía más razón en sus aserciones críticas el también senador Bonifacio de Blas (del Partido Constitucional, desmembrado del viejo Partido Progresista, y núcleo primordial del futuro Partido Liberal-Fusionista), uno de los que mejor describió la índole ilógica de toda la maniobra canovista. En una de sus intervenciones en el debate, empezaba con la siguiente puntualización: «voy a entrar, señores, en el examen del proyecto constitucional, que es lo que está sometido a la deliberación del Senado; pero antes me será permitido manifestar cómo estamos en un período constituyente, en la actividad de la soberanía nacional, porque este período debe reconocerlo el Sr. Conde de Bernar, que decía que la soberanía nacional no estaba actuando siempre, aunque había períodos en que debía manifestarse. Pues yo creo que estamos en ese período, puesto que vamos a establecer la ley [sic] fundamental del Estado; pero como aquí pasan cosas tan raras, estamos en ese período sin haberlo dicho al país, sin haber convocado Cortes [sic] Constituyentes, y por procedimientos extraños entramos en la discusión de esa misma Constitución» (ibid., p. 514).
Y seguidamente denunciaba este senador el enredo confusionario en que se había embutido Cánovas: «no, señores; el país no deseaba una Constitución; la restauración tenía una de dos soluciones al aparecer en España: la solución de la restauración completa que defendía el Sr. Concha Castañeda, es decir, recobrar, volver a los tiempos de 1868, como si [estos] ocho años no hubieran existido, o la tendencia de entrar francamente en la situación en que se encontraba el país, de entrar aceptando la Constitución de 1869, sin que yo desconozca que el Gobierno de la restauración tenía derecho, debía proclamar, si creía necesaria, una reforma en esa Constitución […]. No se hizo así, ni se procedió tampoco al restablecimiento de la Constitución de 1845; y, pagando un tributo al Manifiesto de Sandhurst, en que se decía que estaban abolidas todas las Constituciones y que no existía vigente ninguna, hemos continuado el período de dictadura, y en la dictadura continuamos todavía. Yo creo –terminaba remarcando– que, a pesar del Manifiesto de D. Alfonso […] en Sandhurst, que cito y traigo a discusión porque está amparado por la responsabilidad de los Ministros que lo han hecho suyo, y además el Sr. Cánovas ha expresado que era su autor, yo entiendo que aquel Manifiesto de Sandhurst no imponía al Gobierno condiciones tales que le imposibilitaran de proclamar la Constitución de 1845 o la de 1869 como punto de partida. No lo hizo así el Gobierno-Regencia» (ibid.).
Un embrollo equivalente al de Cánovas se exhibió igualmente durante el proceso constituyente desarrollado por la Dictadura de Franco, hasta el punto de que algunos, en un intento desesperado por tratar de definir de algún modo aquel galimatías, recurrieron al término no menos enigmático de «reinstauración». No obstante, se puede volver a encontrar en la empresa franquista ese doble esquema básico inaugurado por Cánovas de, por un lado, una instauración constitucionalista, y por otro, una restauración de la antidinastía isabelina a través de uno de sus vástagos. Franco, que al igual que Cánovas partía del supuesto de no reconocer la validez o vigor de ninguna Constitución pretérita, no caía en cambio en la específica contradicción canovista de proclamar de antemano como «Rey» a nadie, sino que solamente gozaría de tal propiedad quien así fuese designado por la Asamblea franquista de acuerdo con la Constitución del Dictador. En este sentido, el sistema electivo apañado por el General Franco resultaba análogo al que el General Prim había diseñado en su Constitución de 1869, o, para ser más exactos, en su «Ley» Constitucional complementaria de 10 de junio de 1870, destinada a servir de cauce para el ulterior nombramiento de Amadeo de Saboya.
Pero si Franco no proclamaba de antemano «Rey» a nadie, eso no quitaba para que incidiera de otra manera particular, distinta de la de Cánovas, en la contradicción general de reconocer «cualidad regia» a personas que sólo habrían tenido «justificación» para conceptuarse como tales de haber persistido la eficacia «jurídica» –negada en teoría por Franco, recordemos– de alguna Constitución anterior. Rafael Gambra, en su artículo de 1984 «¿Restauración o instauración?», refiriéndose al momento en que Juan Carlos fue nominado por la Cámara franquista como sucesor de Franco a título de «Rey» en la Sesión del 22 de julio de 1969, ponía en evidencia de nuevo dicha incoherencia: «Se precisó entonces –y se sostuvo durante el resto de la vida de Franco– que no se trataría de una restauración sino de una instauración monárquica; esto es, de una nueva monarquía nacida de aquel acto legal. […] el término instauración tenía algo de extraño y pretencioso; de contradictorio también cuando se recurría para esa supuesta «instauración» a personas de sangre real, descendientes de quienes habían ocupado [= usurpado] el trono de España» (Tradicionalismo y Carlismo, Colección De Regno, ed. CEHFII, 2020, pp. 106-107. Los subrayados son suyos).
En efecto, en su discurso previo a la votación de aquella jornada, Franco, refiriéndose a la «Ley» Constitucional de 1947, que es la que especialmente estaba dedicada a reglamentar todo este asunto, insistía en la misma idea una vez más: «el artículo 6.º determina que en cualquier momento el Caudillo puede proponer a las Cortes [sic] la persona que estime debe ser llamada a sucederle, sin más condición que ser de estirpe regia, varón, español, haber cumplido la edad de treinta años, profesar la religión católica, poseer las cualidades necesarias para el desempeño de tan alta misión y jurar las Leyes [sic] Fundamentales, así como lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional [= Partido Único]. Se trata, pues, de una instauración y no de una restauración (Fuertes aplausos), y sólo después de instaurada la Corona [sic] en la persona de un Príncipe [sic] comienza el orden regular de sucesión que se refiere en el artículo 11 de la misma Ley [sic]» (Boletín Oficial de las Cortes Españolas, n.º 1.061, pp. 25890-25891).
Pero –reiteramos nuevamente– si Franco, igual que Cánovas, decidía instaurar ex novo una Constitución, dándose por supuesto que las anteriores estaban ya todas anuladas o desaparecidas y sin ninguna operatividad, ¿de dónde les venía entonces a los retoños del linaje liberal-isabelino el «derecho» que les permitiera ser identificados como personas de «estirpe regia»? Cánovas apelaba inconsecuentemente a la «legislación secular», esto es, a la legalidad vigente previa al «derecho» nuevo o constitucionalista, pero ya vimos que eso era totalmente inviable para los herederos de la rama revolucionario-isabelina. En cambio, Franco parecía no tener inconveniente en tomar en la práctica como válidas las antecedentes Constituciones sólo en aquella parte que concerniese a los «derechos regios» de los descendientes de Isabel: a Juan Carlos, en concreto, se le reconocería por la Dictadura una previa condición de «Príncipe» o «Persona Real» a raíz precisamente de la Constitución canovista de 1876, que era el único instrumento en que dicho sujeto podía encontrar un aparente apoyo para la detentación de esas denominaciones. Así pues, Franco se mostró doblemente liberal: desde el ángulo instaurador, al resolver llevar adelante el enésimo experimento constitucionalista; y desde la vertiente restauradora, al «resucitar» el cadáver de la ilegítima línea isabelina, lo cual implicaba acatar tácitamente, por lo menos en materia jurídico-monárquica, alguna de las Constituciones precedentes.
Félix M.ª Martín Antoniano
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