El Espíritu Santo y la Ciudad católica

Principio divino del orden político conforme a Dios

I. La tercera Persona y el orden de la tierra

En la tradición cristiana, la vida social no es un fenómeno neutral ni un accidente de la historia. Es una dimensión inherente a la naturaleza humana y, como tal, está ordenada por su Autor a un fin superior. Hablar de política, por tanto, es hablar del hombre; y hablar del hombre, en verdad, es hablar de Dios.

En este marco, el Espíritu Santo no representa un elemento accesorio, ni un tema de devoción desligado de lo político. Es, por el contrario, la clave ontológica y operativa de la restauración del orden. Su acción no se limita al ámbito de la conciencia individual: penetra la historia, informa las culturas, fecunda los órdenes legítimos.

El Espíritu —como enseña la teología tomista— es el principio de unidad en la diversidad, de paz en la jerarquía, de concordia en la desigualdad ordenada. Sin Él, la ley degenera en imposición, la autoridad en fuerza, la libertad en capricho.

Así lo afirma Santo Tomás con precisión: Ordo amoris est opus Spiritus Sancti (el orden del amor es obra del Espíritu Santo (S.Th., I, q. 20).

Esta afirmación es decisiva. Implica que el orden político verdadero no es mera convención humana, sino participación —aunque analógica y limitada— del orden eterno según el cual Dios gobierna todas las cosas.

II. La Ciudad católica: realidad histórica y fundamento espiritual

A diferencia de las construcciones ideológicas modernas, la Ciudad católica no nace de una voluntad de poder, ni de una ingeniería social. No se justifica por la utilidad, ni se sostiene en la opinión. Se funda, más bien, en el reconocimiento de un principio: Dios es el Señor del orden, y su Espíritu es el alma del mismo.

No hay ciudad justa sin ley justa. No hay ley justa sin verdad. No hay verdad viva sin el Espíritu que hace posible su aceptación y su permanencia. De ahí que el Espíritu Santo, en cuanto amor ordenado y don infuso, sea el fundamento último de toda convivencia conforme a Dios.

La Ciudad católica —lejos de ser una nostalgia— fue y puede volver a ser la forma histórica del orden cristiano cuando la gracia no solo es vivida por los individuos, sino reconocida por la sociedad. No se trata de un sistema político entre otros, sino de una realidad teológica encarnada: el orden social vivificado por el principio divino que da sentido a la historia.

León XIII lo expresó con claridad doctrinal:

«Donde las leyes y las instituciones se conforman a la doctrina de Cristo, reina el Espíritu de Dios».

Esta enseñanza no es una opinión. Es la consecuencia lógica de la doctrina sobre el fin último del hombre y de la sociedad. En efecto, como recuerda Santo Tomás:

«El fin del poder político no es solamente la paz temporal, sino la virtud del pueblo» (De Regno, I, cap. XV).

Esto exige una conclusión: no puede haber política legítima donde no se reconoce el primado de Dios.

III. El Espíritu Santo como principio invisible de vida política

La política no puede reducirse al ejercicio del poder ni al juego institucional. Su esencia, según la tradición cristiana, es más profunda: consiste en ordenar la vida común de los hombres hacia su fin propio, que no es otro que el bien. Y este bien no se define por la opinión dominante, sino por la naturaleza de las cosas, creada y querida por Dios.

En este sentido, el Espíritu Santo no interviene como añadido piadoso a una construcción ya completa. Es su alma, aunque no se vea. Es el principio que sostiene la unidad sin confusión, que eleva la obediencia sin servilismo, que infunde justicia sin reducirla a la medida humana.

Cuando Santo Tomás afirma que el Espíritu Santo es el amor con que amamos a Dios (S.Th., I-II, q. 24, a. 2), no describe una experiencia afectiva, sino una realidad ontológica: el Espíritu es quien posibilita en nosotros no solo el conocimiento del bien, sino su voluntad efectiva. Sin Él, la ley puede ser conocida, pero no vivida; el orden puede ser propuesto, pero no sostenido.

Esto aplica también —y especialmente— al orden político. El hombre no puede sostener por sí mismo una ciudad justa. Puede desearla, incluso legislarla, pero no vivirla si no recibe la fuerza interior que le permite superar su egoísmo. Esta fuerza es la gracia, y la gracia es obra del Espíritu.

Cuando el Espíritu es negado, el orden se desvanece. No inmediatamente —pues las estructuras pueden mantenerse por inercia—, pero sí inevitablemente. La historia moderna lo demuestra: expulsado Dios del orden, lo que queda es ideología, conflicto, y poder sin verdad.

IV. El desorden moderno como apostasía del Espíritu

La crisis política de nuestro tiempo no es fundamentalmente institucional. Es espiritual. No radica en la forma de gobierno, sino en la forma de alma. No es un problema de leyes, sino de principios.

La modernidad —como bien ha enseñado el pensamiento tradicional— no consiste sólo en un cambio cultural, sino en una ruptura ontológica: el rechazo del orden como don y la afirmación del orden como construcción autónoma.

En este contexto, el Espíritu Santo no es combatido directamente, sino sustituido: por la técnica, por la voluntad, por el consenso. El lugar de la gracia lo ocupa la ingeniería; el de la verdad, la opinión pública; el del bien común, la suma de intereses individuales.

El democratismo, el liberalismo, el secularismo, no son errores autónomos. Son formas distintas de una misma apostasía: la negación del Espíritu como principio del orden.

Esta negación no es neutra. Tiene consecuencias precisas:– la ley ya no sirve a la justicia, sino al procedimiento;– la autoridad ya no se funda en la verdad, sino en la elección;– el bien común ya no es objetivo, sino fluctuante.

Donoso Cortés lo vio con claridad:

«Donde se niega la teología, se absolutiza la política. Donde se expulsa a Dios, se entroniza al hombre».

Y así se reemplaza la unidad jerárquica por el caos reglamentado, el derecho natural por la codificación mutable, el altar por el parlamento. El resultado no es una ciudad sin religión, sino una ciudad con religión falsa: la del hombre sin Dios.

V. Restauración del orden: el Espíritu como inicio de todo

La restauración del orden político católico no podrá ser jamás fruto de estrategias técnicas ni de reformas estructurales. Será obra del Espíritu o no será. No basta con que los cristianos participen en la política: deben llevar consigo el principio vivificante sin el cual todo degenera.

Y esto no se logra por activismo, sino por santidad. Solo el alma gobernada por Dios puede gobernar rectamente. Sólo la ciudad en la que el Espíritu es recibido puede ser ciudad ordenada.

Esta es la enseñanza permanente del Magisterio auténtico: que la vida pública debe estar subordinada a la verdad, y la verdad, recibida del Verbo, es vivida por el Espíritu.

«El Espíritu del Señor llena la tierra, y todo lo abarca» (Sab. I,7). Esto incluye también la política, la ley, la ciudad.

La Ciudad católica no es una nostalgia. Es un deber. No como forma histórica única, sino como expresión concreta del principio eterno que debe regir también la historia. A ella se vuelve no por arqueología, sino por fidelidad. Porque el orden no se inventa, se recibe.

VI. Conclusión: el Espíritu como garantía del orden y de la esperanza

Todo intento de restauración política sin Dios está condenado al fracaso. Pero también lo está todo intento de restauración teológica sin implicaciones políticas. El Espíritu Santo exige encarnación. No solo en el alma del creyente, sino en el cuerpo de la comunidad.

La Ciudad será verdadera si el Espíritu es reconocido como su principio invisible. No como símbolo, sino como realidad. No como inspiración, sino como fundamento. No como consuelo, sino como causa.

Y cuando eso ocurra —aunque los enemigos se burlen y los poderes se resistan— la ciudad revivirá. No por fuerza, sino por orden. No por imposición, sino por irradiación. Porque donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Y allí hay también justicia, jerarquía, ley, patria, altar.

Óscar Méndez

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta