El «derecho» a la libertad religiosa y su contrariedad con la Tradición eclesial (I)

el Magisterio tradicional de la Iglesia reconocía en la autoridad política la facultad de actuar sobre los sujetos que externamente manifestaran, de una u otra forma, un falso credo religioso

El Papa San Pío V. Reinó entre 1566 y 1572

Recapitulando lo dicho en trabajos anteriores sobre este asunto, y especialmente en el doble artículo «La novedad en la libertad religiosa conciliar» en donde examinábamos la interpretación autorizada de la Declaración Dignitatis humanae dada en un Informe elaborado por un teólogo (probablemente Yves Congar O. P.) que fue comisionado al efecto por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, podríamos compendiar la ideología conciliar del siguiente modo:

La Declaración halla en las personas la existencia de un «derecho a la libertad religiosa» que se funda «en su misma naturaleza» (§2). Este derecho consiste en el «derecho a la inmunidad de coacción externa en materia religiosa» (§9), el cual se traduce en el deber de que, «en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (§2). Por tanto, el ejercicio de este «derecho», «con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido» (§2). La salvaguarda de ese orden público debe hacerse «según normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo» (§7). En conclusión: el «derecho» a la libertad religiosa es el «derecho» de los particulares a no ser impedidos (ya sea por otros particulares, ya sea por la mismísima autoridad política) de difundir el error en la comunidad política, siempre y cuando éste estribe en cuestiones de fe y no de moral.

La Declaración conciliar sugiere implícitamente un valor distinto entre los elementos de fe o dogmáticos y los de moral o costumbres que componen todo credo religioso, pues atribuye arbitrariamente repercusiones sociales o de orden público exclusivamente a los asuntos referentes a la moral, relegando al margen los concerniente a la fe. En verdad, es el propio credo en sí, tomado en su conjunto, el que siempre, por naturaleza, incide de una u otra manera en la realidad social, ya que ambos campos de la fe y la moral, aunque teoréticamente diferenciables, es inevitable que se encuentren en todo momento indisolublemente unidos en la vida práctica por su intrínseca relación de dependencia. Por eso, la licitud de la intervención de la autoridad política, por razón del orden público o del bien común, no puede reducirse a la sola esfera de lo moral, como proclama la Declaración, sino que ha de tener en cuenta al credo religioso tal cual, como unidad, incluyéndose también por consiguiente las materias de fe, ya que nada que emane de ese credo dejará de tener impacto en la cosa pública.

En consecuencia, el Magisterio tradicional de la Iglesia reconocía en la autoridad política la facultad de actuar sobre los sujetos que externamente manifestaran, de una u otra forma, un falso credo religioso. Dentro de esa acción, dirigida por la prudencia regnativa, se incluía también, por supuesto, la posibilidad de tolerar temporalmente, por permisión fáctica o en precario, la manifestación de la falsa creencia, a fin de evitar un posible mal mayor. La ruptura de Dignitatis humanae con el Magisterio tradicional es tan clara en este punto, que hasta el propio Congar, como vimos, tuvo que admitir en su Informe que el Concilio pastoral había asentado al respecto una verdadera innovación: en la Iglesia preconciliar, «el Estado tiene el derecho y el deber de reprimir el mal en que consiste la difusión del error religioso […]. Ahora bien, ese derecho no le está reconocido por la Declaración conciliar. […] Hay, pues, una novedad en la concepción de la competencia del Estado con respecto a la vida religiosa de los ciudadanos» (pp. 14-15 del Informe. Los subrayados son nuestros). Antes la autoridad política estaba habilitada para reprimir o tolerar, según los dictados de la prudencia gubernativa, la difusión del error religioso en materia de fe. El Concilio Vaticano II le deniega ahora ese derecho (por principio, no por eventuales razones prudenciales), ya que postula la existencia, en favor de los súbditos, de un «derecho» nuevo fundado en su naturaleza que es totalmente incompatible con aquél: el «derecho» a la libertad religiosa, esto es, el «derecho» a no ser impedido de difundir el error en materia de fe dentro de la comunidad política.

Congar, honradamente, tuvo que reconocer –repetimos– el carácter novedoso de este «derecho», inédito en los anales de la Iglesia Católica, en la cual siempre se había profesado una enseñanza diametralmente opuesta. Quizá fue Pío IX quien mejor sintetizó esta firme posición eclesiástica en su Encíclica Quanta cura (1864), carta de presentación del catálogo del Syllabus. En su tercer párrafo, señala que «en este tiempo se encuentran no pocos que [aplican] al consorcio civil el impío y absurdo principio del naturalismo (como lo llaman)». Y agrega un poco después: «Contra la doctrina de las Sagradas Letras de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que “la mejor condición de la sociedad es aquella en que no se reconoce al gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los violadores de la Religión católica, sino en cuanto lo exija la paz pública”». (Hemos seguido el texto italiano oficial recogido en la página digital de El Vaticano. El subrayado es del original).

La Declaración del Vaticano II remarca que «este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad» (§2). Pero como resulta que este «derecho» ha sido desconocido tanto por el Derecho Canónico preconciliarista de la Iglesia como por el Derecho Civil preconstitucionalista de la Monarquía Católica española, habría que inferir que tanto los Sumos Pontífices como los Reyes Católicos españoles habrían promovido, durante siglos y siglos de «Régimen de Cristiandad», no por puro accidente sino con plena aprobación doctrinal, un orden supuestamente contrario al derecho natural, pues se habría estado conculcando en esos cientos de años un principio que el Concilio afirma ahora fundarse ni más ni menos que en la naturaleza humana.

La principal institución que habría servido para vulnerar ese «derecho», sería obviamente la Santa Inquisición, remedio eficaz contra la depravación herética, y centro de animadversión de cualesquiera enemigos del nombre católico. Si nos fijamos, en primer lugar, en el terreno jurídico-civil, el polígrafo liberal-canovista Menéndez y Pelayo fue uno de los que mejor argumentó la legitimidad católica de este Santo Tribunal en el seno de la Monarquía hispánica. Así, en el Tomo II (1880) de su Historia de los Heterodoxos, aseveraba: el «poder secular […] también ha de entender en el castigo de los herejes, so pena de poner en aventura el bien temporal de la república. Desde las leyes del Código Teodosiano hasta ahora, a ningún legislador se le ocurrió la absurda idea de considerar las herejías como meras disputas de teólogos ociosos, que podían dejarse sin reprensión ni castigo, porque en nada alteraban la paz del Estado. Pues qué, ¿hay algún sistema religioso que en su organismo y en sus consecuencias no se enlace con cuestiones políticas y sociales? El matrimonio y la constitución de la familia, el origen de la sociedad y del poder, ¿no son materias que interesan igualmente al teólogo, al moralista y al político? Nunc tua res agitur, paries cum proximus ardet [Ahora te toca a ti, cuando la pared de tu vecino está ardiendo]. Nunca se ataca el edificio religioso sin que tiemble y se cuartee el edificio social. […] Y hay, con todo eso, católicos que, aceptando el principio de represión de la herejía, maltratan a la Inquisición española. ¿Y por qué? ¿Por la pena de muerte impuesta a los herejes? Consignada estaba en todos nuestros Códigos de la Edad Media, en que dicen que éramos más tolerantes. Ahí está el Fuero Real mandando que quien se torne judío o moro, “muera por ello, é la muerte deste fecho a tal sea de fuego” [Ley I, Título I, Libro IV]. Ahí están las Partidas (Ley II, Título XXVI, Partida VII) diciéndonos que al hereje predicador “débenlo quemar en fuego, de manera que muera”; y no sólo al predicador, sino al creyente, es decir, al que oiga y reciba sus enseñanzas» (pp. 690-691).

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano            

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