
I. El ruido que pretende ser armonía
Existen errores que se imponen no por su fuerza, sino por su repetición. Uno de ellos es la idea moderna de que la pluralidad —en tanto dispersión de pareceres— no sólo debe ser admitida, sino venerada como fundamento del orden político.
No se trata ya de reconocer la diversidad propia de toda realidad histórica —eso ha sido evidente para toda civilización que no haya perdido el contacto con lo real—, sino de convertir esa diversidad en criterio absoluto, en principio sustitutivo de toda noción de verdad, de bien, de justicia.
La pluralidad, cuando no está orientada, no es riqueza: es ruido. Y un ruido que se impone como ley deja de ser tolerable para convertirse en estructura del desorden.
II. La multiplicación como excusa del vacío
El pensamiento político contemporáneo ha consagrado un pluralismo no como prudente apertura, sino como negativa ontológica: todo debe caber, porque nada puede afirmarse.
Esta inversión de lo jerárquico es lo que permite llamar «neutral» a un régimen que ha renunciado explícitamente a buscar el bien. En lugar de un orden que refleje la verdad sobre el hombre, se ha optado por una arquitectura vacía, sostenida por la mera coexistencia de opiniones sin forma ni fin.
La pluralidad así entendida no es reconocimiento de lo complejo, sino huida de lo verdadero. Es el modo civilizado de rendirse sin decirlo.
III. La política de la evasión
La política, desde sus raíces más profundas, exige una orientación. No hay gobierno sin dirección, ni dirección sin una idea del fin.
Sin embargo, el pluralismo contemporáneo ha convertido la acción política en una técnica de equilibrio entre fuerzas inconexas, una ingeniería social de la no-afirmación. Lo justo ya no importa; lo urgente es que nadie se sienta excluido, incluso si eso implica excluir a la verdad misma.
Se legisla como quien gestiona un almacén: clasificando demandas, evitando conflictos, desplazando lo esencial en nombre de lo posible.
El resultado es una comunidad sin substancia, una administración sin destino, una polis deshabitada por la idea de justicia.
IV. Cuando el consenso ocupa el trono
La legitimidad ya no se mide por la justicia de la ley, sino por su aceptación estadística. El criterio ha sido reemplazado por el procedimiento, y la sabiduría por el conteo.
Así, el consenso ha llegado a ser visto no como una consecuencia deseable de la verdad compartida, sino como su sustituto.
Pero el consenso, cuando prescinde de lo verdadero, es simplemente una forma decorosa de conformismo. Nada garantiza que la mayoría tenga razón, salvo que uno haya olvidado que la razón existe.
Y donde el número decide, la justicia se vuelve circunstancial, y la dignidad del hombre depende de su capacidad de adaptarse a la corriente.
V. La ficción de la paz sin verdad
Nos han acostumbrado a creer que el pluralismo garantiza la paz. Pero una paz que no se funda en la verdad es, en el mejor de los casos, una tregua sin sentido.
Un pueblo no es un acuerdo temporal de intereses. Es una comunidad animada por una idea común del bien. Y cuando esa idea desaparece, lo que queda no es tolerancia: es vacío institucional.
La pluralidad sin unidad no es orden: es una coexistencia sin alma, una arquitectura construida sobre la renuncia. La apariencia de estabilidad esconde una fatiga espiritual que se disfraza de civilidad.
VI. Una diversidad que no sabe ordenar
No es la pluralidad lo que está en cuestión, sino su desarraigo. El problema no es que haya muchas voces, sino que ya no se sepa para qué deben hablar.
La diversidad sólo puede ser fecunda si reconoce un principio superior que la ordene. El árbol no da fruto porque sus ramas crecen por todos lados, sino porque hay un tronco que sostiene y una savia que alimenta.
Cuando ese principio desaparece, toda diferencia se vuelve irrelevante. La multiplicidad, sin forma ni dirección, no es vitalidad: es fragmentación.
VII. Recuperar el centro perdido
El pensamiento político clásico enseñó que gobernar es orientar. Pero esa orientación no puede provenir de la fluctuación de pareceres, sino de una verdad que los ilumine sin destruirlos.
La unidad no excluye lo diverso, sino que le da sentido. La pluralidad no es enemiga del orden, si hay una forma que la conduzca. El verdadero pluralismo no es el que permite todo, sino el que distingue lo que merece ser permitido.
Y eso sólo puede hacerse si hay un principio normativo anterior a la voluntad.
VIII. Conclusión: el silencio donde reside la verdad
No es necesario multiplicar voces para hallar sentido. A veces basta con callar para escuchar lo que no cambia.
El mundo moderno ha confundido el ruido con la riqueza, la dispersión con la libertad y la neutralidad con la justicia. Pero todo eso se desvanece cuando se recuerda que la verdad no se fragmenta, porque lo verdadero no puede contradecirse a sí mismo.
El error puede adoptar mil formas. La verdad sólo tiene una, porque una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. Ese principio no es sólo la base del pensamiento recto: es la ley que sostiene toda posibilidad de orden.
Y allí donde se reconoce y se afirma sin miedo, comienza verdaderamente el orden.
Óscar Méndez
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