
Si nos vamos ahora al ámbito jurídico-canónico, quien sobresale en la defensa del fundamento que informa la Santa Inquisición es Santo Tomás de Aquino, sobre todo en la Cuestión 11, de la Parte II-II de su Suma Teológica, dedicada a «La herejía». El Aquinatense aduce a lo largo de la Quaestio diversas disposiciones del Corpus Iuris Canonici en apoyo de sus asertos. De entre ellas hay que destacar la que cita en su Respuesta al interrogante que se plantea en el Artículo 3, «¿Hay que tolerar a los herejes?»: se trata del Canon 16, Cuestión III, Causa XXIV, Parte II, del Decreto de Graciano, que lleva por encabezamiento «Los malos sean eliminados de la Iglesia», y que constituye una simple reproducción de un pasaje del Comentario a la Epístola a los Gálatas de San Jerónimo (Libro 3, comentario al capítulo V, versículo 9). «Por parte de la Iglesia –dice el Doctor Angélico– está la misericordia para la conversión de los que yerran. Por eso no condena luego, sino “después de una primera y segunda corrección” [Tit. 3, 10], como enseña el Apóstol. Pero, si todavía alguno se mantiene pertinaz, la Iglesia, no esperando su conversión, lo separa de sí por sentencia de excomunión, mirando por la salud de los demás. Y aún pasa más adelante, relajándolo al juicio secular para su exterminio del mundo por la muerte. A este propósito dice San Jerónimo, y se lee en XXIVª, q. 3, cn. 16: “Han de ser remondadas las carnes podridas, y la oveja sarnosa separada del aprisco, no sea que arda toda la casa, se corrompa la masa, el cuerpo se pudra, y el ganado se pierda. Arrio, en Alejandría, fue una chispa, mas, al no ser al instante sofocada, todo el orbe se vio arrasado con su llama”». (Traducción, con alguna ligera variante para ajustarla al original latino, tomada del Tomo VII (1959) de la edición bilingüe de la B.A.C., p. 408).
Es curioso que el teólogo suizo Romano Amerio, en su magna obra Iota Unum. Estudio de las variaciones de la Iglesia Católica en el siglo XX (1985), no quisiese consagrar un epígrafe al tratamiento de la libertad religiosa. No obstante, en su librito póstumo Stat Veritas. Continuación de Iota Unum (1997), destinado en su mayor parte a apostillar la Carta Apostólica Tertio millenio adveniente, promulgada por el Papa Juan Pablo II el 10 de noviembre de 1994, llega a tocar aspectos conectados con este tema en las Glosas 14, 27, 29 y 30. En la 29, por ejemplo, recalca que «la finalidad de la Iglesia es proclamar la verdad y marginar el error. Toda la legislación de los pueblos cristianos se inspiraba en esta idea, sin que jamás se considerase que animara a la violencia: la Iglesia tiene el deber de predicar, defender la verdad de fe, y combatir, corregir y marginar el error […] ¿O acaso debe la Iglesia dejarlo [al error] circular, florecer y prosperar, esperando que de repente la verdad se imponga “por la fuerza de la misma verdad”?». (Traducción de Carmelo López-Arias, Editorial Criterio-Libros, 1998, p. 89). Un poco más adelante añade: «Hay lugares en el Nuevo Testamento en los cuales Nuestro Señor parece admitir la pena de muerte para quien yerra, para el pecador [en concreto, para el que escandaliza a los pequeños en espíritu que creen en Cristo]: “mejor fuera que le colgasen alrededor del cuello una piedra de molino y le sumergiesen en alta mar” (Mt. 18, 6). Es decir: sería mejor que le condenasen a muerte. En este caso el cuerpo de quien yerra [de quien escandaliza] es destruido junto con el error» (p. 90). Y hacia el final de esta Glosa, después de recordar las respectivas órdenes de Dios a Moisés de destruir a los madianitas idólatras (Deut. 31, 1-24), y al Rey Saúl de fulminar a los amalequitas idólatras (I Sam. 15, 10-23), apunta Amerio: «Tanto Moisés como Saúl eran llamados a destruir cuerpos que se podían destruir, no almas indestructibles: eran llamados a destruir al error en quien erraba para extirpar el error en su raíz, que como hemos dicho reside en los límites del cuerpo. Que para extirpar el error se pueda usar la fuerza, así como presiones de orden práctico, es una cuestión […] que la doctrina católica siempre ha considerado legítima» (p. 95).
Romano Amerio, en la Glosa 27, había puesto como muestra demostrativa de la bondad de este proceder la figura del Cardenal Antonio Michele Ghisleri O. P., esto es, el futuro San Pío V, quien fue el segundo en la Historia que desempeñó la Prefectura de la Sagrada Congregación de la Santa Inquisición Romana (es decir, el cargo que se conocía por entonces con la denominación de «Gran Inquisidor») desde 1558 hasta su elección como Papa el 7 de enero de 1566. En la Glosa 30 vuelve a mencionarle, junto a San Pedro Mártir, como modelos de vida santa perfectamente compatibles con la persecución del mal religioso y social de la herejía: «El dominico San Pedro Mártir, venerado por la Iglesia y por las muchedumbres durante siglos, parece quedar descalificado y condenado por Juan Pablo II, en cuanto mártir inquisidor. Nacido en Verona en 1252 e impresionado por una de las últimas predicaciones de Santo Domingo, ingresó en dicha Orden. Combatió las herejías de los valdenses, de los cátaros, de los patarinos y de los albigenses. La fama de sus milagros y de su santidad atraía a las masas. Fue asesinado por los herejes en Barlassina, cerca de Como (Italia). Al año siguiente fue canonizado por Inocencio IV. Son innumerables las iglesias que le están dedicadas en toda la Lombardía (Italia) y en el cantón Ticino (Suiza). Otro gran Inquisidor muy venerado fue el Papa San Pío V, que asistía a los juicios y presenciaba la quema en la hoguera de los condenados, para que no se repitiesen en Italia los cismas alemán e inglés. Era Gran Inquisidor. Según la Carta Apostólica [Tertio millenio adveniente], tal vez estos dos hombres (estos dos santos, uno mártir y otro Papa) deberían considerarse hoy como creadores de una “atmósfera pasional” y de “premisas de intolerancia”» (pp. 96-97).
En fin, Amerio, como indicábamos, había brindado a San Pío V buena parte de su Glosa 27, insertando en pro de su memoria, entre otros, el siguiente párrafo: «Si San Pío V era la Iglesia, entonces la intolerancia y la persecución son de la Iglesia, porque las suyas son obras buenas justificadas por la perenne doctrina de la Iglesia. Hay que tener el coraje de decir que la Iglesia quemó a Giordano Bruno, y que dicha quema era legítima, buena y santa porque se realizó contra un hombre malo, cuya maldad consideraría Santo Tomás como la maldad suma por tres razones: porque se dirigía contra la fe, que es el mayor de todos los bienes por ser el bien del cual derivan todos los demás; porque pretendía turbar la paz que reposa sobre la verdad creída por los pueblos cristianos; y porque esa maldad, permaneciendo en la obstinación, pretendía ofender al mismo Espíritu Santo» (p. 79. Los subrayados son suyos).
Por encima del presunto «derecho» de individuos o asociaciones a no ser molestados por la autoridad política en su propagación general de la falsedad y la confusión, está el vero derecho de las respublicas cristianas a permanecer pacíficamente en posesión de la Verdad ya obtenida por la gracia de Dios y de Su Iglesia, y a tomar consiguientemente todas las rectas medidas oportunas de protección a fin de evitar o eliminar cualquier causa que amenace o perturbe dicha bendita posesión.
Pensamos que no estarán de más estas breves reflexiones en este año en que se cumple el próximo 7 de diciembre el 60º aniversario de la promulgación de Dignitatis humanae, un día antes de la clausura del Concilio Vaticano II. Tampoco creemos caer en exageración si aseguramos que el espíritu que anima a este documento representa la antítesis del que subyace en la Encíclica Quas primas, de cuya sanción por Pío XI se cumplirá asimismo en este año, el próximo 11 de diciembre, el centenario, y mediante la cual fue instituida la Fiesta litúrgica de Cristo Rey, base y cimiento teológico para la restauración del Reinado Social de Cristo y de la unidad católica española, objetivos defendidos de modo coherente exclusivamente por los católicos-carlistas frente a su sistemática erradicación en estos últimos 192 años por un constante e incesante Liberalismo.
Félix M.ª Martín Antoniano
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