
Hay un crimen silencioso que se comete cada año en muchas ciudades y pueblos de España, y casi nadie alza la voz: el Corpus Christi, una de las fiestas más profundas y teológicamente densas del calendario litúrgico, ha sido convertido en un pasacalles amable, colorido y rentable. Ya no es el Jueves que reluce más que el sol, sino el Domingo más cercano, por comodidad, por logística, por turismo. Es decir, por intereses que nada tienen que ver con la fe.
Porque claro, ¿quién va a llenar hoteles un jueves laborable? ¿Cómo van a llegar los autobuses de turistas si no es el fin de semana? ¿Cómo va a lucirse la alfombra floral si no hay suficientes móviles para captarla en alta resolución? Así que el Jueves ha muerto. Lo han matado los planificadores culturales, los técnicos de eventos y los concejales de “dinamización ciudadana”. El Corpus, como tantas otras cosas sagradas, ha sido domesticado, reubicado y envuelto en celofán institucional.
El problema no es sólo de fechas. Es de fondo. ¿Qué significa hoy el Corpus Christi para los que lo celebran? ¿Quién sabe que esta fiesta conmemora la presencia real de Cristo en la Eucaristía, ese misterio que hace temblar a los santos? ¿A quién le importa eso, cuando lo importante es que los balcones estén bien adornados, que haya actuaciones musicales por la tarde y que la procesión salga puntual para que Televisión Española tenga buenas tomas aéreas?
La fiesta del Corpus era —debería ser— una afirmación radical de lo invisible: Dios presente en lo pequeño, en lo escondido, en un trozo de pan. Pero hemos cambiado el asombro por la logística. Ya no adoramos al Santísimo Sacramento, sino a su escenografía. Nos preocupamos más por los trajes de los niños, los horarios de la banda o el lugar donde se colocará la plataforma del speaker. Se hace todo menos postrarse de rodillas.
La traslación del Corpus al domingo es el síntoma más visible de esta rendición. No se busca que la ciudad se pare, que el jueves tenga sabor a eternidad, que el ritmo habitual se quiebre ante el paso lento del Sacramento. No. Se busca encajarlo en el sistema productivo, hacerlo compatible con el consumo. Que no moleste. Que no incomode. Que no interrumpa. Cristo, fuera del horario de oficina.
Y la jerarquía eclesiástica, con su habitual prudencia burocrática, lo permite. Mira para otro lado. Tolera lo intolerable. Como si trasladar el Corpus fuera algo neutro, sin consecuencias espirituales. Como si Dios pudiera ser manipulado por criterios de conveniencia.
El Corpus Christi, reducido a evento de fin de semana, ya no interpela. No obliga a la ciudad a detenerse, a mirar al cielo, a callar. No lanza el desafío de una fe que se planta en la calle y dice: aquí está Dios. Ahora simplemente desfila. No arde, no sacude, no quema. Es una postal bonita. Una fecha más del calendario cultural.
Y así, poco a poco, hemos conseguido lo que queríamos: una religión inofensiva, fotogénica, fácil de consumir y lista para el Instagram. Pero completamente vacía. El Corpus ya no es el día en que la ciudad entera se arrodilla ante su Dios. Es el domingo en que salimos a ver la procesión, hacemos alguna foto, comemos fuera, y volvemos a casa satisfechos. El alma intacta. Todo en orden. Todo muerto.
Maria Dolores Rodríguez Godino, Margaritas Hispánicas
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