
No un ruido, no un signo, no un murmullo cósmico: el Verbo, eterno, subsistente, inteligible, ordenado. No un símbolo para nombrar algo, sino el acto mismo de nombrar lo que es, porque es. Y ese Verbo era con Dios. Y ese Verbo era Dios.
Por Él fueron hechas todas las cosas.
Y sin Él, nada.
Es por eso que la palabra humana tiene peso: porque ha nacido en el eco del Verbo eterno. No se trata de un accidente evolutivo, ni de un código social, ni de un artificio neuronal. La palabra, en su raíz más honda, es la expresión encarnada del juicio, el vestigio visible de una inteligencia que participa del ser y desea comunicarlo. Hablar es, en cierto modo, hacer memoria del Verbo. Y callar con reverencia es hacerle espacio.
Y sin embargo, lo hemos olvidado.
Hemos vaciado la palabra de ser, y la hemos llenado de ruido. Hemos convertido el acto más espiritual del hombre —hablar— en una industria, un espectáculo, una reacción automática. Hemos querido hablar sin juicio, convencer sin verdad, conmover sin formar.
Por eso, en este tiempo de saturación ruidosa y de vaciamiento de sentido, el silencio sería más honesto que la mayoría de los discursos. Pero incluso el silencio se ha llenado de gritos, y entonces, aunque todos nos hablan, nadie nos dice nada.
I. El colapso de la comunicación contemporánea
A primera vista, el problema podría parecer menor. Un simple «ruido de fondo» en la era de la conectividad. Pero no. Lo que vivimos no es un defecto en la transmisión de datos, ni una dificultad técnica para expresarse: es la ruina del alma que ya no sabe hablar porque ha olvidado pensar.
¿De qué sirve tener miles de medios para decir, si ya no hay nada verdadero que decir? ¿De qué sirve que todos podamos hablar, si nadie se detiene a escuchar? Nos rodea una tempestad de mensajes, una invasión de signos, una metástasis de palabras sin carne, sin ser, sin centro.
- La idolatría de la inmediatez
La primera causa profunda es la velocidad. No hablo de la velocidad del habla, sino de la velocidad del alma. El hombre moderno no espera. No contempla. No madura las ideas. Quiere hablar ahora, aunque no haya pensado. Quiere opinar ya, aunque no sepa. Quiere expresarse, aunque no tenga nada que expresar.
Pero el juicio, ese acto supremo del alma racional, requiere pausa, atención, silencio interior. Y todas esas cosas le parecen a nuestro siglo una pérdida de tiempo. Así, ha sido reemplazado por lo contrario: la reacción. Decir no lo que se ha pensado, sino lo que se ha sentido. O peor: lo que conviene decir.
- La fragmentación del sujeto
La segunda causa es más honda: la fractura de la interioridad. El sujeto contemporáneo no es ya un yo ordenado, un alma que busca la verdad, una persona que dialoga. Es un haz de impulsos, un flujo de estados, un espejo de miradas ajenas.
No se comunica desde la sustancia, sino desde la imagen. No desde el logos, sino desde el «like». No desde el juicio, sino desde el deseo de aceptación. Y por eso, ya no habla con autoridad, sino con ansiedad. Su discurso no es afirmación del ser, sino defensa de su inseguridad.
- La pérdida de la comunión
Comunicar viene de “común-unión”. Pero en un mundo de individuos ensimismados, de subjetividades absolutizadas, ya no hay posibilidad de comunión. El otro no es un interlocutor, sino un obstáculo. El diálogo ya no busca la verdad compartida, sino la victoria retórica. La palabra se ha vuelto arma, no puente. Y por eso, aunque hablamos más que nunca, nos comprendemos menos que nunca.
- El eclipse del silencio
Hay otro culpable, más sutil, pero más decisivo aún: la pérdida del silencio. El silencio no como ausencia de ruido, sino como condición del pensamiento. Santo Tomás enseñaba que el juicio nace del recogimiento interior, de ese “replegarse del alma sobre la verdad”. Pero el alma moderna ya no se repliega: se dispersa. No habita el silencio: lo teme. Y donde no hay silencio, no puede nacer la palabra verdadera.
II. Rehabilitar la palabra: el juicio como acto central del lenguaje
La palabra verdadera no nace del instinto ni de la emoción. Nace del juicio. Y el juicio no es un acto de la lengua, sino de la inteligencia. No es meramente una afirmación: es una participación en el orden del ser.
Santo Tomás lo enseñó con precisión angélica: «El juicio es el acto por el cual la inteligencia afirma la conveniencia o disconveniencia entre dos términos». Es decir: piensa conforme a la realidad.
Eso es lo que hemos perdido.
La palabra se ha separado del juicio. Y al hacerlo, ha quedado flotando en un limbo de afectos, ocurrencias, posturas, sin fundamento ontológico. Por eso, el discurso moderno puede conmover, pero no convencer; puede excitar, pero no edificar; puede agotar, pero no iluminar.
Frente a esto, la única respuesta posible no es simplemente aprender a argumentar mejor, sino reaprender a juzgar con verdad. No se trata de técnicas retóricas, sino de virtud intelectual.
III. Conclusión: donde no hay juicio, el hombre deja de hablar y empieza a desintegrarse
No hablar con verdad no es simplemente un error: es una forma de traición.
Traición al ser. Traición al alma. Traición a Dios.
El que no dice con juicio, no piensa.
El que no piensa, no elige.
El que no elige, no ama.
Y el que no ama con inteligencia, se vuelve presa del instinto, del cálculo, del miedo o de la masa.
Y así, mientras más se grita, menos se escucha. Mientras más se opina, menos se entiende.
Mientras más se «comunica», menos se dice.
Por eso el mundo se pudre hablando.
No porque le falten discursos, sino porque ha perdido el juicio. Y sin juicio no hay palabra. Y sin palabra no hay comunión. Y sin comunión no hay civilización.
En este siglo de pantallas y algoritmos, donde todos hablan pero ya nadie dice nada, recuperar la palabra verdadera no es un lujo cultural: es una obligación moral.
Porque hablar con verdad no es un privilegio de sabios:
es el deber de todo hombre que aún no ha olvidado que en el principio —no fue la emoción, ni la agenda, ni el interés—, sino el Verbo.
Y quien traiciona la palabra, termina por traicionarse a sí mismo.
Óscar Méndez
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