
Más exacto sería hablar de incompatibilidad entre el verdadero deber natural de la potestad política proclamado por uno de ambos Magisterios, y el falso deber «natural» defendido por el otro, ya que la relación entre ambos deberes es contradictoria, siendo por consiguiente necesariamente verdadero uno de los dos y falso el otro.
Para poder entender este antagonismo, repasaremos someramente en qué consiste el deber de la autoridad política según la Tradición eclesial, por un lado, y el que preconiza la doctrina conciliar, por otro. Empezando por la enseñanza eclesiástica tradicional, posiblemente fue el Cardenal Ottaviani, a la sazón Secretario de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, quien mejor la sintetizó en su redacción del Capítulo IX, que se titulaba «De las relaciones entre la Iglesia y el Estado y de la tolerancia religiosa», perteneciente al Esquema de la Constitución Sobre la Iglesia elaborado por la Comisión Teológica. En la penúltima y famosa jornada del 19 de junio de 1962 habida en la Comisión Central Preparatoria del Concilio, dicho Capítulo fue objeto de una acalorada discusión junto al Esquema rival «De la libertad religiosa», presentado por el Cardenal Bea en nombre del «Secretariado para la unidad de los Cristianos» (sobre este episodio ya comentamos algo en el artículo «Los 39 Dubia del Arzobispo Lefebvre sobre la libertad religiosa»).
Para nuestro propósito nos bastará centrarnos en dos párrafos del texto de Ottaviani. Respecto al primero, en el epígrafe tercero, que lleva por encabezamiento «Deberes religiosos del poder civil», empezaba afirmando el Cardenal: «El poder civil no puede ser indiferente respecto a la religión. Instituido por Dios a fin de ayudar a los hombres a adquirir una perfección verdaderamente humana, debe, no sólo suministrar a sus súbditos la posibilidad de procurarse los bienes temporales –materiales o intelectuales–, sino aun favorecer la afluencia de los bienes espirituales que les permitan llevar una vida humana de manera religiosa. Entre esos bienes, nada más importante que conocer y reconocer a Dios y, posteriormente, cumplir sus deberes para con Él; allí está el fundamento de toda virtud privada y, aún más, pública». (La versión original latina del Esquema se puede encontrar en Acta et Documenta Concilio Oecumenico Vaticano II Apparando, Series II (Praeparatoria), Volumen III, Parte I, pp. 176-191. Fue incorporado en francés y sin notas por el Arzobispo Lefebvre en el Anexo de su obra Le destronaron (1987). Por nuestra parte, hemos citado de la traducción castellana de este libro realizada por la editorial Voz en el Desierto, Méjico D. F., 2002, p. 290). Ottaviani añade seguidamente que «esos deberes hacia Dios, hacia la majestad divina, obligan no sólo a cada uno de los ciudadanos, sino también al poder civil que, en los actos públicos, encarna a la sociedad civil», y adjunta a aquel párrafo una nota a pie de página en la que, aparte de una remisión genérica a otros dos documentos de León XIII, reproduce expresamente el siguiente trozo de su Encíclica Libertas (1888): «como la misma naturaleza exige del Estado que proporcione a los ciudadanos medios y oportunidad con que vivir honestamente, esto es, según las leyes de Dios, ya que es Dios el principio de toda honestidad y justicia, repugna, ciertamente, por todo extremo, que sea lícito al Estado el descuidar del todo esas leyes, o establecer la menor cosa que las contradiga. Además, los que gobiernan los pueblos son deudores a la sociedad, no sólo de procurarle con leyes sabias la prosperidad y bienes exteriores, sino de mirar principalmente por los bienes del alma» (§14). Aquí termina la cita de Ottaviani, pero podía haber continuado perfectamente con las líneas que le siguen y que rezan así: «Ahora bien: para incremento de estos bienes del alma, nada puede imaginarse más a propósito que estas leyes, de que es autor Dios mismo; y por esta causa los que en el gobierno del Estado no quieren tenerlas en cuenta, hacen que la potestad política se desvíe de su propio instituto y de las prescripciones de la naturaleza». (Aunque en la numeración de parágrafos nos atenemos a la que aparece en la página digital de El Vaticano, la traducción la hemos tomado de la oficial autorizada en su día por la Nunciatura, y que se puede leer en el n.º de 2 de julio de 1888 del diario El Siglo Futuro).
Dentro de esta misma Encíclica, el parágrafo §16 también podía haber servido al Cardenal para amparar su tesis: «Considerada en el Estado la misma libertad [= la de cultos], [ella] pide […] que ningún culto sea preferido a los otros, y que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto ninguno al pueblo, dado caso que éste haga profesión de católico. Para que todo esto fuera justo, habría de ser verdad que la sociedad civil no tiene para con Dios obligaciones algunas, o puede infringirlas impunemente; pero no es menos falso lo uno que lo otro. No puede, en efecto, dudarse que la sociedad establecida entre los hombres, ya se mire a sus partes, ya a su forma, que es la autoridad, ya a su causa, ya a la gran copia de utilidades que acarrea, existe por voluntad de Dios. Dios es quien crio al hombre para vivir en sociedad y le puso entre sus semejantes para que las exigencias naturales, que él no pudiera satisfacer solo, las viera cumplidas en la sociedad. Así es que la sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios, y reverenciar y adorar su poder y su dominio. Veda, pues, la justicia, y védalo también la razón, que el Estado sea ateo, o lo que viene a caer en el ateísmo, que se haya de igual modo con respecto a las varias que llaman religiones, y conceda a todas promiscuamente iguales derechos. Siendo, pues, necesario al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera, la cual, sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la verdad. Esta religión es, pues, la que han de conservar los que gobiernan; ésta la que han de proteger, si quieren, como deben, atender con prudencia y útilmente a la comunidad de los ciudadanos. La autoridad pública está, en efecto, constituida para utilidad de sus súbditos, y aunque próximamente mira a proporcionarles la prosperidad de esta vida terrena, con todo, no debe disminuirles, sino aumentarles la facilidad de conseguir aquel sumo y último bien, en que está la sempiterna bienaventuranza del hombre, y a que no puede llegarse por el descuido de la religión».
En fin, igualmente el parágrafo §3 de la Encíclica leonina Immortale Dei (1885) podría proporcionar más apoyo para las afirmaciones del Cardenal Ottaviani en relación a los deberes espirituales del poder civil: «no pueden las sociedades políticas […] otorgar indiferentemente carta de vecindad a los varios cultos; antes bien, y por lo contrario, tiene el Estado político obligación de admitir enteramente, y abiertamente profesar, aquella ley y prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado que quiere. Honren, pues, como a sagrado los príncipes el santo nombre de Dios, y entre sus primeros y más gratos deberes cuenten el de favorecer con benevolencia y el de amparar con eficacia a la Religión, poniéndola bajo el resguardo y vigilante autoridad de la ley; ni den paso ni abran la puerta a institución ni a decreto alguno que ceda en su detrimento. Este deber de los gobiernos nace, asimismo, del derecho de los ciudadanos, cuyo bien administran; porque, a la verdad, y sin excepción, los hombres, todos cuantos hemos venido a la luz de este mundo, nos reconocemos naturalmente inclinados y razonablemente movidos a la consecución de un bien final y soberano que, por encima de la fragilidad y brevedad de esta vida, está colocado en los cielos, adonde han de aspirar todos nuestros propósitos y designios. Si, pues, de este sumo bien depende el colmo de la dicha o la perfecta felicidad de los hombres, no habrá quien no vea que su consecución tanto importa a cada uno de los ciudadanos, que mayor interés ni hay ni es posible. Así que, estando, como está, naturalmente instituida la sociedad civil para la prosperidad de la cosa pública, preciso es que no excluya este bien principal y máximo; de donde nacerá que, bien lejos de crear obstáculos, provea oportunamente, cuanto esté de su parte, toda comodidad a los ciudadanos para que logren y alcancen aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. Y ¿qué medio hay cómodo y oportuno de que echar mano con ese intento, que sea tan eficaz y excelente, como el de procurar la observancia santa e inviolable de la verdadera Religión, cuyo oficio consiste en unir al hombre con Dios?». (Continuamos sirviéndonos de la correspondiente traducción oficial autorizada en su día por la Nunciatura, tal como puede leerse en los números de 30 de noviembre y 1 de diciembre de 1885 de El Siglo Futuro).
El segundo párrafo del Capítulo IX del Esquema De Ecclesia que queremos traer a colación, se encuentra al final del epígrafe 5, que porta el rubro de «Aplicación en una Ciudad Católica», y dice así: «el poder civil deb[e] ofrecer las condiciones intelectuales, sociales y morales requeridas para que los fieles, aun los menos instruidos, perseveren más fácilmente en la fe recibida. Así entonces, de la misma manera que el poder civil se considera con derecho a proteger la moralidad pública, así también, para proteger a los ciudadanos de las seducciones del error y guardar la Ciudad en la unidad de la fe, que es el bien supremo y la fuente de múltiples beneficios aun temporales, el poder civil puede, por sí mismo, reglamentar y moderar las manifestaciones públicas de otros cultos y defender a los ciudadanos contra la difusión de falsas doctrinas que, a juicio de la Iglesia, ponen en peligro su salvación eterna» (op. cit., pp. 292-293). Y en otra nota a pie de página que acompaña a dicho párrafo, aclara el Cardenal: «Pues a esto verdaderamente miran la sabia moderación del culto no católico y la prohibición de las doctrinas contrarias a la fe: no para que los acatólicos se conviertan a la fuerza, sino para preservar la unidad de la fe», y aduce como argumento de autoridad el siguiente pasaje de Taparelli: «Las penas, por tanto, en tal caso [de una sociedad católica que puede y debe resistir a toda innovación], pueden utilizarse contra los violadores de la religión en proporción a la culpa, no ya para hacerles piadosos y creyentes por la fuerza, sino porque no turben la social unidad religiosa, elemento importantísimo de felicidad pública, o con la falsedad de las doctrinas, o con el escándalo de los ejemplos». (Ensayo teórico de derecho natural, §888. Aunque Ottaviani cita de la versión francesa, hemos traducido directamente del original italiano, al cual pertenecen también los subrayados).
El Secretario del Santo Oficio ofrece a continuación en la misma nota a pie de página una lista enorme de fuentes magisteriales en favor de su aserto. A modo de ejemplo, podemos referir el siguiente fragmento de Libertas en el que León XIII, frente a la «libertad de hablar y de imprimir cuanto place» en la comunidad política, asevera: «Hay derecho para propagar en la sociedad, libre y prudentemente, lo verdadero y lo honesto, para que se extienda al mayor número posible su beneficio; pero en cuanto a las opiniones falsas, pestilencia la más mortífera del entendimiento, y en cuanto a los vicios, que corrompen el alma y las costumbres, es justo que la pública autoridad los cohíba con diligencia para que no vayan cundiendo insensiblemente en daño de la misma sociedad. Y las maldades de los ingenios licenciosos, que redundan en opresión de la multitud ignorante, no han de ser menos reprimidas por la autoridad de las leyes que cualquiera injusticia cometida por fuerza contra los débiles» (§18).
Todas estas fuentes son referidas de manera más o menos genérica, a excepción de una en que Ottaviani prefirió recoger el texto directamente. Se trata de la Alocución que Pío XII impartió a los participantes del X Congreso Internacional de Ciencias Históricas el 7 de septiembre de 1955, y la pieza en cuestión, que transcribimos un poco más extensamente que el Cardenal, dice así: «Que no se objete, pues, que la Iglesia misma menosprecia las convicciones personales de quienes no piensan como ella. La Iglesia consideraba y considera el abandono voluntario de la verdadera fe como un pecado. Cuando a partir del año 1200, aproximadamente, esta defección entrañó consecuencias penales tanto de parte del poder espiritual como del civil, fue para evitar que se deshiciera la unidad religiosa y eclesiástica de Occidente. Para los no católicos, la Iglesia aplica el principio reproducido en el Código de Derecho Canónico: “No se obligará a nadie a abrazar la fe católica contra su voluntad” [Canon 1351], y estima que sus convicciones constituyen un motivo, aunque no el principal, de tolerancia. Nos tratamos ya de esta materia en nuestra Alocución del 6 de diciembre de 1953 a los juristas católicos de Italia. El historiador no deberá olvidar que, si la Iglesia y el Estado conocieron horas y años de lucha, hubo también, desde Constantino el Grande hasta la época contemporánea, e incluso hasta nuestros días, períodos tranquilos, a menudo prolongados, durante los cuales colaboraron, dentro de una plena comprensión, en la educación de las mismas personas. La Iglesia no disimula que en principio considera esta colaboración como normal y que mira como ideal la unidad del pueblo en la verdadera religión y la unanimidad de acción entre ella y el Estado. Pero sabe también que desde cierto tiempo los acontecimientos evolucionan más bien en otro sentido, es decir, hacia la multiplicidad de confesiones religiosas y de concepciones de vida dentro de la misma comunidad nacional en que los católicos constituyen una minoría más o menos fuerte». (Vous avez voulu, §20-21. Traducción tomada de la página digital de El Vaticano). (Continuará).
Félix M.ª Martín Antoniano
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