
El caso de Andalucía ya es el paradigma vexilológico de la locura y la traición a partes iguales, elevadas a rango de ley en el que llaman «Estatuto de Autonomía». Y todos tan felices (¿?) en este nosocomio de dementes del 78.
En enero de 1918, en una fastuosa reunión —la famosa Asamblea de Ronda— Blas Infante, con aires de historiador andalusí, congregó a los Centros Andaluces (en su autopercepción ajena a la verdad histórica) para decidir el destino simbólico de la región. Se proclamó bandera autonómica el trípode verde‑blanco‑verde, acompañado por un escudo donde Hércules posa entre columnas con el lema «Andalucía por sí, para España y la Humanidad».
La Asamblea de Ronda de enero de 1918, más una escenografía que un congreso serio, fue el boceto teatral de lo que Blas Infante imaginó para Andalucía: una bandera, un escudo y un himno que vendieran identidad, aunque sin base sólida. Se celebró entre el 13 y 14 de enero en los salones del histórico Círculo de Artistas de Ronda, reunía a unas 60 personas de 39 localidades, mayormente burgueses y profesionales, que debatieron la posibilidad de reivindicación regional ante la Sociedad de Naciones.
Que en sus actas no se mencione ni pizca de bandera es lo primero a observar: aunque Blas Infante asegurara que allí se adoptaron las «insignias» ‐bandera y escudo-, la realidad es que la primera referencia oficial aparece casi dos años después, en diciembre de 1919, en la revista Andalucía, ¡tras el evento! Dicho de otro modo: no se votó nada, se improvisó un consenso en retrospectiva.
El argumentario del congreso incluía propuestas medianamente serias —anticaciquismo, federación regional, lucha contra el hambre, reforma municipal—. Pero, según algunos testigos, la realidad fue caótica: un grupo heterogéneo, bisoño e improvisado, que «habló mucho, pero decidió poco» (daba igual) . En buena medida, el encuentro fue teatro político, no asamblea constituyente, ni nunca tuvo ese propósito.

Entonces Blas dijo (y lo dijo él bien lejos de Ronda), en medio de aquella arcadia andalucista: «¡Bandera verde‑blanco‑verde!» vinculándola a antiguos califas islámicos y a la campiña andaluza. Pero los historiadores señalan que nunca mostró documento alguno. Fue un acto de fe simbólica con grandes dosis de orientalismo romántico e ignorancia mal intencionada sin más respaldo que la elocuencia de su diseñador.
En Ronda, Blas tomó como referencia la Constitución de Antequera (1883), el georgismo, el federalismo, el anticaciquismo, y erigió un andalucismo cultural‑político de fantasía. Así se conectaron discursos económicos con mitos medievales islámicos, toda una coctelera de folclore y aspiraciones políticas, sin método riguroso ni contrastación histórica.
La Asamblea se vendió luego como hito fundacional, pero en realidad solo fue un experimento simbólico: «la rueda del folclore andaluz» se puso en marcha. Ni había representación democrática real (ni ellos mismos se respetaron a sí mismos), ni decisiones vinculantes, ni respaldo documental. Fue un montaje fundador de símbolos más que de estatuto político, una operación estética que Blas transformó en identidad oficial décadas después.
Insisto: las actas oficiales de estos inventores, que despreciaron la realidad de la composición de Andalucía, no mencionan ni una sílaba sobre las insignias, pero Blas Infante se sacó de la manga la adopción de los colores. Era el preludio de su particular teatralización política: «La arbonaida» –latido mozárabe, según él– tenía raíces omeyas (verde) y almohades (blanco), y venía a simbolizar la «esperanza y la paz»… o, si se prefiere, la renovación islámica camuflada de folclore. En definitiva, la recreación del mito de que la Hispania invadida por los mahometanos era un vergel para sus habitantes, hasta la destrucción por los terribilísimos cristianos, encarnación de la barbarie (¿les suena el discurso?):
«Los ochocientos años siguientes supusieron la inoculación de sangre semítica entre los andaluces… el ‘genio andaluz’ supuso la creación de un nuevo mundo árabe, tolerante y libre».
Pero un delirio, llama a otro. Blas Infante no se quedó en los símbolos: tejió fábulas medievales dignas de «Las Mil y una Noches». Inventó la visión de un ángel al califa almohade Yacub Almansur en 1195, sosteniendo un estandarte blanco‑verde prometedor. Luego sumó la leyenda de un morisco llamado Tahir Al‑Hor, un supuesto conspirador de 1642 que ondeó la misma bandera antes de caer «heroico», todo ello «documentado» en archivos moriscos que nadie ha visto jamás.
En septiembre de 1924, Infante viajó a Agmhat, Marruecos, y ante descendientes moriscos recitó la shahāda, adoptando el nombre de Ahmed, según algunos testimonios. Su propia hija lo negó, pero él escribió apasionados versos donde comparaba a Al‑Ándalus con una «Tierra Santa» y convirtió su casa de Coria del Río en la Dar‑al‑Farah, con rituales y caligrafía árabe. Infante no se limitó a lo simbólico: proponía una Andalucía arabizada, inmersa en el islam político, con lengua propia y conexión espiritual con el Magreb. Y si viviera hoy, al Daesh.
La historia oficial salta a la II República, cuando en 1932 se difundieron estos símbolos, himno y bandera, en actos institucionales . Tras el fusilamiento de Infante en 1936, la bandera pasó a cajones hasta que, en plena Transición (1977), resurgió con fuerza en las calles y fue oficializada en el Estatuto de Autonomía de 1981.
Hoy la bandera se exhibe con orgullo en balcones y colegios, proclamando un origen medieval‑místico-mahometano. Pero lo cierto es que nació de la pluma teatral de un notario converso enamorado del mahometismo, entusiasta de rituales moriscos, e impulsor de mitos sin documentación, que odiaba con toda su alma la Reconquista y todo lo que fuera católico.
Así, Andalucía ondea hoy su trapo inspirado en el sueño de un moro autoproclamado, ensalzando el «genio andalusí» en un estatuto que navega entre Balcanes y Atlas sin pestañear.
Todo ha sido una operación de recreación y olvido intencionado de la bandera de Fernando III el Santo, el monarca que, con justicia, fe y visión de futuro, fundó la Andalucía histórica que hoy conocemos.
La actual región andaluza no existía como unidad política ni cultural antes del siglo XIII. Estaba dividida en múltiples reinos de taifas, zonas fronterizas en guerra, e incluso vasallajes al poder almohade del norte de África. Fue Fernando III, Rey de Castilla y de León, quien emprendió una empresa monumental: liberar y unir bajo un mismo cetro cristiano y castellano los territorios que hoy forman Andalucía.
Desde Jaén hasta Sevilla, Córdoba o Écija, las ciudades andaluzas cayeron una tras otra bajo una política militar, jurídica y espiritual que no buscaba el exterminio, sino la reincorporación. Aquel estandarte cuartelado de castillos y leones, símbolo de la unión de Castilla y León, ondeó por primera vez sobre las mezquitas invasoras reconvertidas en templos ( la mayor de las veces, ya eran templos cristianos antes) y sobre las torres de las murallas. Esa bandera fue la primera bandera de Andalucía como región política unificada.
No se trata solo de una victoria militar. Fernando III ha sido canonizado por la Iglesia y venerado por generaciones no como un simple rey, sino como un hombre de fe, clemencia y visión universal. Concedió capitulaciones honorables, protegió a la población civil, permitió la continuidad de oficios y modos de vida, e impulsó una nueva arquitectura cristiana que convivió con lo heredado. Su ideal no era arrasar, sino restaurar.
Por tanto, su bandera no representa «conquista» en el sentido moderno y violento del término, sino Reconquista: la restitución de una identidad cristiana interrumpida por siglos de terror, de dominio mahometano. En su estandarte se inscribe el verdadero pacto fundacional de Andalucía: fe, unidad, justicia y esperanza.
Muchas ciudades andaluzas conservan aún en sus escudos los blasones reales que les fueron concedidos por Fernando III o sus descendientes. El león y el castillo no son emblemas ajenos: son el corazón mismo de nuestra heráldica urbana. Incluso el escudo de España lleva esos cuarteles en sus extremos, como símbolos permanentes de unidad, continuidad e identidad nacional.
Reivindicar la bandera de Fernando III como enseña andaluza no es un gesto de nostalgia, sino de justicia histórica y dignidad cultural. Andalucía no necesita ficciones para afirmarse: su grandeza está en su propia historia, en sus santos, sus mártires, sus ciudades recuperadas, sus catedrales, sus universidades fundadas por monarcas cristianos.
Frente al vacío moderno, necesitamos símbolos vivos. Frente al folclore político, necesitamos verdad. Y frente a la división ideológica, necesitamos unidad espiritual.
La bandera de Fernando III el Santo debe ondear de nuevo como símbolo legítimo, histórico de Andalucía.
Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza
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