Gobernar por el reino de Cristo, exigencia de la ley divina (I):

La Cristiandad no tenía que lidiar con embarazosas contradicciones con la Antigua Alianza y su dimensión política, mientras que los católicos laicizadores no tiene más remedio que hacer como si a Dios le hubiera dejado de importar la política a partir del Nuevo Testamento

Samuel consagrando a David, de Victor-François-Eloi Biennourry (1842)

Cuando en alguna discusión los carlistas defendemos la política católica, hay dos objeciones que se suelen repetir. La primera es que constituye un despropósito «imponer» un estilo de vida cristiano y que la fe sólo es genuina cuando es «decisión libre de cada uno». En otras palabras: la política no es un medio a través del cual sea posible producir en nosotros la transformación deseada por Dios. La segunda es que Cristo, al proclamar «Mi Reino no es de este mundo», habría dejado claro que los gobiernos políticos de este mundo, al no ser de Él, no pueden estar encauzados a la redención del hombre. En otras palabras: la sociedad que nos pone en comunión con Dios, la Iglesia de Cristo, sólo puede ser una sociedad de tipo privado; más semejante a un club que a una autoridad real. Este catolicismo liberal, que antaño se hubiera considerado como expresión del error modernista, hoy se estima la única posición admisible para los cristianos. No obstante, este apoliticismo religioso es difícil de reconciliar con la legitimidad de la antigua monarquía de Israel, instaurada por Dios. La desvinculación con la monarquía davídica en la que desembocan estos católicos los emparenta con herejías que independizan Antiguo Testamento y Evangelio; Antigua y Nueva Alianza.

Examinemos las Alianzas desde el principio para considerar su importancia política. Llamamos ley divina a aquello a través de lo cual Dios nos ordena hacia el propósito de nuestra existencia: una comunión entre los hombres y con Dios. Según Santo Tomás, «la ley divina mira a establecer el orden entre los hombres y luego entre éstos y Dios». Según el Aquinate, la ley divina configura a la ley natural (articulada en los diez mandamientos) y ésta a su vez se concreta, prudencialmente, en leyes humanas particulares: preceptos jurídicos (que rigen las relaciones humanas) y preceptos ceremoniales (que rigen la adoración a Dios) [1]. La ley divina queda revelada en la Antigua Alianza durante el éxodo en el desierto, mientras que la Nueva Alianza es la versión perfecta de esta ley divina, ya que es el propio Espíritu Santo ordenándonos desde dentro hacia el bien. No obstante, la Antigua Alianza, lejos de quedar interrumpida en la Nueva, queda incorporada y completada. Para empezar, los diez mandamientos siguen informando nuestra prudencia. En segundo lugar, todos los antiguos preceptos ceremoniales están reunidos en la crucifixión, actualizada en el santo sacrificio de la Misa. Por último, la necesidad de concretar jurídicamente los mandamientos continúa vigente en la Nueva Alianza, lo que nos muestra claramente su innegable dimensión política. Detengámonos atentamente en esto último.

En el Antiguo Israel, los mandamientos se concretaban jurídicamente en la ley levítica, por la cual se gobernaba el reino. Tras sacar a Israel de Egipto, Dios les anuncia en Deuteronomio 17 que «ciertamente pondrás por rey a aquel que tu Señor Dios señalare de entre tus hermanos», y les indica que «luego que se hubiere sentado en su real solio, escribirá para su uso en un volumen este Deuteronomio o recopilación de la Ley, copiándolo del ejemplar original que le darán los sacerdotes de la tribu de Leví; y lo tendrá consigo, leyendo en él todos los días de su vida, para que aprenda el temor del Señor su Dios, y a guardar sus mandamientos y ceremonias prescritas en la Ley, y para que su corazón no se ensoberbezca sobre sus hermanos, ni decline a la diestra ni a la siniestra de la Ley del Señor; a fin de que reine largo tiempo, así él como sus hijos, sobre Israel». Ahora bien, tras la llegada del Mesías, en la Nueva Alianza, estas instrucciones dejarían de estar dirigidas solamente al rey de Israel: «le adorarán todos los reyes de la tierra, todas las naciones le rendirán homenaje» (Salmo 71,11); «Entonces, oh Señor, todas las naciones temerán tu santo nombre, y todos los reyes de la tierra respetarán tu gloria» (Salmo 101,16); «Alabad al Señor, vosotras criaturas de la tierra […]. Reyes de la tierra y pueblos todos; príncipes y jueces todos de la tierra» (Salmo 148, 7 y 11), etc. Así, en El gobierno de los príncipes (capítulo XV del libro primero), Santo Tomás desarrolla los deberes de todo rey a partir de Deuteronomio 12, explicando que tienen la obligación de impartir la ley de Dios para llevar a sus súbditos hacia la santidad. Según el Doctor Angélico, los mandamientos deberán ser concretados en leyes humanas por cada pueblo: «unos se dejan al juicio de los súbditos, y son los que pertenecen a cada uno en particular, y otros a los prelados temporales o espirituales, y son los que pertenecen a la común utilidad» [2]. Es más, respecto a los preceptos jurídicos de la ley levítica, dice: «si un príncipe ordenase en su reino la observancia de aquellos preceptos, no pecaría» [3]. Adicionalmente, para enseñar sobre las formas naturales de gobierno, también toma la monarquía de Israel como ejemplo a imitar [4]. De esta manera, los gobernantes de las demás naciones están llamados a ser nuevos Davides, que deberán regir sociedades agradables a Dios, igual que el Antiguo Israel.

En este sentido, José Pedro Galvão de Sousa, hablando de la unción de reyes (sacramental en la Iglesia Católica), nos recuerda que «los ritos de la coronación estaban dominados por la idea de la renovación del Antiguo Testamento», y añade: «la invocación de Israel se hace en todo momento» [5]. El rito Ordo as consecrandum et coronandum, de 1250, se desarrollaba así: comenzaba el arzobispo entonando una antífona del Salmo 19, una oración para que el Señor venga en ayuda del rey David. Pide glorifique al rey, para que éste posea la grandeza del cetro de David, y para que Dios le «dé inspiración para gobernar al pueblo con bondad, así como Salomón fue hecho rey para alcanzar la paz». Mientras el arzobispo unge al rey, se canta una antífona de 1 Reyes, que recuerda la unción de Salomón y que coloca al rey como heredero directo de David. Al ungir las manos del rey, el arzobispo declara estar emulando la unción de Samuel a David, y luego reza para que el rey sea el más perfecto. Los obispos, actuando como «vicarios» de los santos y los apóstoles, entregan al rey su espada mientras el arzobispo evoca el Salmo 44: «Cíñete tu espada sobre el muslo, oh poderoso». El Salmo 44 era universalmente entendido como una referencia a Cristo mismo, especialmente a su humanidad santísima y a su Realeza. Luego, los obispos entregan al rey el cetro con el cual debe apiadarse de los piadosos y aterrorizar a los malvados, y el arzobispo coloca al rey directamente en el lugar de Cristo, evocando nuevamente el Salmo 44 [6]. En la entrada del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, las áureas esculturas de Josafat, Ezequías, David, Salomón, Josías y Manasés son un símbolo de esta continuidad con la monarquía Davídica en la España barroca.

Vemos que la Cristiandad no tenía que lidiar con embarazosas contradicciones con la Antigua Alianza y su dimensión política, mientras que los católicos laicizadores no tiene más remedio que hacer como si a Dios le hubiera dejado de importar la política a partir del Nuevo Testamento. No obstante, esto supone transigir con interpretaciones heréticas de la Biblia que separan el Antiguo Testamento del Evangelio. La interpretación de este tipo que más éxito ha tenido (y en la que a menudo se acaban encuadrando estos católicos, conscientemente o no) es la herejía dispensacionalista. Ésta afirma que Dios tiene diferentes promesas y planes para diferentes pueblos: para los judíos, el reino político de Israel; para los «gentiles», una fe cristiana que «trasciende» (rectius: ignora) la política. Así, los aliados lógicos de estas visiones serán el mundo sionista y el mundo yanqui-evangélico, ya que ambas son fuerzas que (aunque por motivos diferentes) ven una discontinuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, al igual que comparten un mismo proyecto político: Estados laicos para los gentiles y un Israel rabínico para los judíos. A continuación, procuraremos contestar a las dos objeciones mencionadas al inicio, fundamentándonos en la unidad de la ley divina y exponiendo las descarriadas implicaciones políticas y geopolíticas de quebrarla en dos.

Marco Benítez, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)

[1] Summa Theologiae, I-II, q.99, a. 4, resp.

[2] S. Th., I-II, q.108, a. 2, resp.

[3] S. Th., I-II, q.104, a. 3, resp.

[4] S. Th., I-II, q.105, a. 1, resp.

[5] J. P. Galvão de Sousa, La representación política, Madrid, Marcial Pons, 2011, p.109

[6] A. Williard Jones, Before Church and State, Ohio, Emmaus Academic, p.128-130

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