
La primera réplica mencionada insinuaba que la santificación solo es honesta y real cuando es suscitada de manera puramente intrínseca, por lo que, si se prohíben o se apremian ciertas acciones por la autoridad política, esto únicamente servirá para crear una rectitud falsa y vacía. Por un lado, sí es cierto que, en última instancia, sólo la rectitud inspirada por la caridad interior es la que define al Reino de Dios. De ahí que Jesucristo denunciara a los «sepulcros blanqueados»; limpios por fuera, pero llenos de muertos por dentro. Pero, por otro lado, los incentivos exteriores sí pueden favorecer que emerja esta rectitud. Nos lo explica Santo Tomas: «a ejecutar actos de virtud se inclinan de muy diversa manera los imperfectos, […] pues los que no tienen aún el hábito de la virtud se inclinan a obrar los actos de virtud por alguna causa extrínseca; por ejemplo, por el temor de los castigos o por la promesa de ciertas remuneraciones extrínsecas». Así, Santo Tomás expone que esta legítima forma de inclinar a los imperfectos a la virtud es precisamente la forma de la Antigua Ley: «Por esto la ley antigua, que se daba a los imperfectos, esto es, a los que no habían conseguido aún la gracia espiritual, se llamaba ley de temor, en cuanto que inducía a la observancia de los preceptos mediante la conminación de ciertas penas».
No obstante, añade: «En cambio, los que tienen el hábito de la virtud se inclinan a obrar los actos de virtud por amor de ésta, no por alguna pena o remuneración extrínseca». A diferencia de los incentivos exteriores, ésta es la forma perfecta de inclinarse al bien y constituye la esencia de la Nueva Alianza: «Por eso la ley nueva, que principalmente consiste en la misma gracia infundida en los corazones, se llama ley de amor» [1]. Sin embargo, lejos de plantearse como métodos antagónicos e irreconciliables, el Aquinate los compara a la relación entre la infancia y la edad adulta: no son dos etapas que se opongan, sino que pasar por la primera sirve para llegar hasta la segunda [2]. Así, los medios de la ley antigua siguen vigentes en tanto que se ordenen hacia la caridad. De ahí que afirmemos que el poder temporal está ordenado al poder espiritual, que el bien común inmanente (el logrado por medios humanos) esté ordenado al bien común trascendente (el logrado por la gracia), o que la antigua ley está ordenada a la nueva ley.
Un efecto muy importante del exclusivismo de los medios «puramente» espirituales y de la abolición de la política católica (concebida, por cierto, como una actividad desprovista de espiritualidad), es un brutal vaciamiento de contenidos en el papel de los laicos. Así, el modernismo no tiene más remedio que darles funciones clericales, convirtiéndoles así en sacerdotes de pega: que dispensen sacramentos, que participen en cuerpos de gobierno eclesiásticos, etc. Este catolicismo moderno presume de darle un papel importante a los laicos, cuando en realidad perpetúa la desvirtuación de su función, condenándoles a que su participación sea en asuntos donde siempre serán intrusos. Igual que el feminismo es en realidad un desprecio por todo lo femenino y un fetichismo por lo masculino, también el cristianismo laicista es un desprecio gnóstico por la «mundanidad» de los laicos y un cripto-fetichismo por todo lo clerical.
¿Pero cómo podríamos siquiera plantear que los medios temporales del rey están en contradicción con los medios espirituales del sacerdote, si el mismo Cristo es rey y sacerdote como Melquisedec (Salmo 110)? Comprender esta dualidad de Cristo es comprender la compatibilidad entre su justicia y su misericordia. Si no, ¿cómo entender las penas impuestas por Dios a lo largo del Antiguo Testamento? El castigo de Adán y Eva, las condenas en el desierto, el exilio babilónico… Penitencias que tienen el fin de llevar a los humanos al arrepentimiento y la reconciliación. Nos lo explica Jean Ousset: «¡Dolor! manifestación de la misericordia divina para incitar a volver al orden a quienes la simple conciencia del desorden o de mal no sería suficiente para hacerles reaccionar. […] Auxiliar de la creación después de la desgracia de la caída, el dolor es la palanca del amor, el segundo brazo de Dios […] Por ello, el dolor es esencialmente redentor. Supremo recurso divino para intentar restablecer el orden, para salvar lo que estaba perdido o podría perderse. Aguijón que tiene por fin conducirle al plan divino» [3]. Así, las autoridades políticas han de ser un reflejo de esta justicia divina, vicarios de Cristo Rey y causa instrumental para la redención.
Una manera en que la justicia del Señor nos empuja de modo definitivo hacia el arrepentimiento es la constante advertencia del peligro de la eterna condenación. De hecho, no es ninguna casualidad que la abolición de la política católica haya coincidido con la proliferación de un discurso que niega el Juicio final y el infierno. Pero lo cierto es que, en el Antiguo Testamento, sí vemos a un Dios condenatorio que envía Él mismo a los malvados al averno, como cuando hace volar por los aires a Sodoma y Gomorra. En otras ocasiones, usa vías políticas para lograr este fin, como cuando manda a Israel a la guerra contra los canaanitas, adoradores del demonio Moloch al que le ofrecían niños como sacrificio. Los valientes españoles, siglos después, adoptarían similar actitud cuando le llevaron la justicia divina a los paganos aztecas. Pero, a pesar de la mano dura de Dios, su justicia es tan compatible con su amor infinito que hasta son la misma cosa. Y es que los padres de la Iglesia explican que el fuego del infierno es simplemente el mismo fuego que el del Espíritu Santo. Porque a nadie se le va a excluir de la presencia ardiente de Dios, pero el desenlace de este encuentro dependerá de la disposición con la que el alma humana le reciba. Para unos, Dios será como una lengua de fuego que les ilumine desde dentro. Para otros, Él será una llamarada que les consuma. Y la única manera de no quedar calcinado por este fuego es dejarse fraguar por él, permitiendo que su ardor penitencial nos purgue dolorosamente (en vida o después de ella) de todas las impurezas que nos indisponen al calor divino.
Obviando todo lo dicho, rechazar la política católica para que la gente pueda «creer por libertad propia» ya es un sinsentido de partida, ya que el poder político no tiene ninguna capacidad de anular la libertad de la gente. Puede incentivar a las personas hacia ciertas cosas, pero someterse a Dios es, en última instancia, responsabilidad de cada uno. Pero es que aún así, si bien se ha tratado de demostrar el poder redentor del castigo, la política católica no se reduce en ningún caso a incentivar unas determinadas virtudes usando el poder punitivo (que deberá usarse prudentemente [4]). También consiste, por ejemplo, en garantizar unas condiciones donde la fe pueda florecer sin obstrucciones ni ataques. Nos lo aclara Santo Tomás: «si se cuenta con medios para ello, [los infieles] deben ser forzados por los fieles a no poner obstáculos a la fe, sea con blasfemias, sea por incitaciones torcidas, sea con persecución manifiesta. Este es el motivo por el que los cristianos promueven con frecuencia la guerra contra el infiel. No pretenden, en realidad, forzarles a creer (ya que, si les vencen y les hacen prisioneros, deben dejarles en libertad de creer o no creer), sino forzarles a no poner obstáculos a la fe de Cristo» [5]. La política católica también es una economía que ocasione la formación de familias, una educación que nos enseñe la verdad sobre Dios, una expresión cultural y artística que busque y promueva la belleza, etc.
Marco Benítez, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
[1] S. Th., I-II, q. 107, a. 1, ad 2.
[2] S. Th., I-II, q. 99, a. 6, resp.
[3] J.M. Vaissière [Jean Ousset], Fundamentos de la Política, Madrid, Speiro, 1966, p.178-9
[4] S. Th., I-II, q. 95, art 2, resp.
[5] S. Th., II-II, q. 10, art 8, resp.
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