Gobernar por el reino de Cristo, exigencia de la ley divina (y III)

Los carlistas no reducimos el Reino de Dios a algo temporal, pero lo temporal sólo puede cumplir con su propósito cuando está integrado en el Reino de Dios

La Visión de la Cruz, taller de Rafael (1520-1524)

Habiendo contestado a lo primero, respondamos a la segunda objeción. Ésta argumenta que seguir a Cristo no implica obligaciones políticas de ningún tipo, ya que, de ser así, Cristo habría fundado una comunidad política, con su ejército y su autoridad terrenal. Como la Iglesia fundada por Jesucristo no es ésto, parecería que el Reino de Dios no tiene una dimensión política («Mi reino no es de este mundo»), sino es algo que se vive, en un primer momento, en la vida privada de cada uno y, en un segundo momento, tras el fin de nuestra vida terrenal. Esto viene a reflejar perfectamente la visión de Lutero: «porque su reino no es de la tierra ni sobre lo terreno, sino que es rey de bienes espirituales como la verdad, la sabiduría, la paz, el gozo, la bienaventuranza, etc. (…) De donde se deduce que su gobierno es espiritual e invisible» [1].

El protestantismo y el liberalismo, entonando esta visión, sólo expresan diferentes versiones de una misma herejía: el gnosticismo. Éste es un error que existe desde los inicios del cristianismo, y que San Irineo ya denunciaba en su obra Adversus haereses. La otra gran herejía que denuncia es el llamado ebionismo. Si el gnositicismo separa radicalmente al Reino de Dios del poder terrenal, el ebionismo, propio de los judíos que crucificaron a Cristo, reduce el Reino de Dios a una mera utopía política, el Israel del mesías judaico. Respondamos al error gnóstico-protestante, distinguiéndonos del error judeo-ebionita.

Lo que está claro es que el Reino de Dios al que estamos llamados es mucho más que una realidad política. Es el gobierno de todo lo creado, desde los objetos inanimados hasta los humanos y los ángeles. Este gobierno se da por medio del Espíritu Santo, que vivifica y mueve a todos los elementos de forma que reflejen al Logos; el Hijo, la imagen perfecta del Padre. Nosotros también podemos ser parte de este Reino si abrimos nuestro corazón a la gracia del Espíritu, para que encienda en nosotros la caridad que nos apresta al orden de Dios desde dentro y nos hace a imagen del Hijo, en unión con el Padre. Si las comunidades políticas nos vinculan únicamente entre seres humanos, el Reino de Dios es una comunión perfecta tanto entre las personas como entre la humanidad y Dios. El trono de Cristo, siempre descrito como una cima rodeada de los ángeles y los santos, es llamado «el monte de la congregación», o monte de la Ekklesia. Así, el Reino de Dios es, muy principalmente, Su Iglesia (militante, purgante y triunfante).

Nuestro Señor enseña que el principal mandamiento de la Ley es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (Mateo XXII, 37-40). Por tanto, ser parte del Reino de Dios supone cumplir con la adoración a Dios, con el honor hacia tus padres, no matar, no robar, no cometer actos impuros: no porque así lo mande la autoridad de los reinos de este mundo, sino por puro amor a Dios y al prójimo. Ahora bien, ¿desde cuándo eso quiere decir que los reinos de este mundo pueden ser indiferentes ante el robo, los actos impuros o la adoración a Dios? Lo único que quiere decir es que estos reinos, en cuanto que son «de este mundo», se quedan cortos, y que, si quieren alcanzar su perfección, han de culminar en el orden de la caridad, en el Reino de Dios. Por eso los reinos de este mundo están llamados a imitar al Antiguo Israel: porque, al igual que éste, están todos llamados a culminar en la Nueva Alianza; en el Nuevo Israel.

Pero culminar en la gracia no significa desentenderse de lo terrenal, ya que, tal y como explica Miguel Ayuso, es el orden humano «el que se sobrenaturaliza sin perder absolutamente ninguna de sus propiedades. Gratia naturam supponit. Lo sobrenatural se eleva desde lo humano y se encarna en lo natural». En la obra El Reino de Dios, arquetipo político, citada por Rubén Calderón Bouchet, se afirma que el orden político de la Cristiandad quedaba integrado en el orden de la gracia: «El hombre no pertenecía, pues, a dos entidades distintas e igualmente originarias y soberanas, como serían posteriormente el Estado y la Iglesia, sino a una sola y única corporación que integraba en su seno la realidad religiosa, la realidad política y la realidad social. Ser monje, sacerdote o laico eran formas de estar en la entidad Iglesia». Igual que ser sacerdote o seglar eran diferentes formas de estar en el Antiguo Israel de la Antigua Alianza, lo mismo ocurre en el Nuevo Israel de la Nueva Alianza.

Ello no implica que los carlistas reduzcamos el Reino de Dios a algo temporal, sino que lo temporal sólo puede cumplir con su propósito cuando está integrado en el Reino de Dios. El fin de toda sociedad terrenal es quedar congregados en paz; formar una Ekklesia, en el sentido profundo de la palabra. Y esto solamente se logra por la común sumisión de todos los miembros a un mismo bien. Por su parte, la sociedad sin gracia confía erróneamente en que el bien común que nos puede congregar en paz es la común sumisión a las reglas del mercado, o a la revolución obrera, o a la lucha contra el cambio climático… Aunque ya sabemos que tal confianza a la postre se resuelve, tristemente, en una distribución de bombas nucleares con las que nos apuntemos mutuamente. Por el contrario, las sociedades cristianas sí entendieron que lo único que puede realizar el propósito de la política, lo único que podrá congregarnos en paz (hacernos una Ekklesia) es el amor sobrenatural de la caridad. Realmente creían en el proyecto de unidad propuesto por San Pablo: «Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo, pues todos participamos de aquel mismo pan». Así, ponían el sacrificio de la Eucaristía como el centro absoluto de la sociedad, como la fuente más profunda de su comunión.

Por tanto, lejos de ser una institución privada, la Iglesia garantizaba que la polis fuera auténtica polis, al mismo tiempo que le hacía participar en algo mucho mayor. Estar bautizado y poder comulgar, como estar circuncidado y comer de la Pascua en el Antiguo Israel (Éxodo XII, 43-48), era inseparable de la convivencia política. El tejido social se basaba en el sacramento del matrimonio. El derecho penal se entrelazaba con el sacramento de la penitencia. El poder político se dejaba orientar por la autoridad sacerdotal. Atacar la fe era lo mismo que atacar la paz de la patria. Ser hereje era ser traidor. Los templos se decoraban con imágenes de reyes, batallas o símbolos de la patria. Y es que ser patriótico y ser religioso se fundían en una sola virtud: ser piadoso [2].

Sin embargo, todo ello es difícilmente comprensible para el conservadurismo. Dijo Benedicto XVI que «la familia, célula de comunión que constituye el fundamento de la sociedad, es como una pequeña Iglesia doméstica, llamada a revelar al mundo el amor de Dios». Pero si esto es cierto, si la célula del cuerpo social está llamada a ser la Iglesia en pequeño, ¿cómo es que el cuerpo entero no es la Iglesia en grande? Dado que hemos olvidado que la política es extensión perfectiva de la vida familiar (y se nos ha dicho que es un «mal necesario»), se dan una serie de contradicciones en los católicos modernos: por un lado, sería ilógico para ellos denunciar «la mezcla entre familia y religión», pero, por otro lado, sí les parece normal denunciar «la mezcla entre política y religión». Por un lado, entienden que existe tal cosa como una «vida familiar católica», pero, por otro lado, toman por confusión mental el concepto de «política católica»: jamás dirían «la fe une, la familia divide», pero entonarán que «la fe une, la política divide». No obstante, estas incoherencias van corrigiéndose hasta llegar a su conclusión lógica. Así, muchos de los que niegan la legitimidad de la política católica han acabado negando la legitimidad de que un padre bautice a su hijo sin esperarse a que pueda dar su libre consentimiento (al más puro estilo anabaptista). Y es que, en última instancia, quien niega la bondad de la política está, en el fondo, negando toda la naturaleza social del ser humano, la cual culmina en la patria, pero empieza en la familia.

El Reino de Dios es incompatible con la creencia de que el incesto es una forma legítima de expresar el cariño familiar, o de que es lícito que los padres cobren a sus hijos por criarles, o de que se debe respetar que unos padres «abran» su matrimonio. De la misma manera, el Reino de Dios es incompatible con la creencia de que la sociedad debe tratar a todas las «religiones» por igual, o de que nuestro sistema económico se pueda basar en la usura, o de que se debe ser imparcial ante la pornificación de la cultura. En definitiva, así como ser cristiano implica unos claros deberes familiares, afirmamos con absoluta certeza que ser cristiano conlleva una Causa política: el Reinado Social de Jesucristo.

Marco Benítez, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)

[1] Citado en Verbo (Madrid), n. 553-554 (2017), pp. 201-220

[2] S. Th., II-II, q.80, a.1, resp y q.101, a.1, resp.

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