
Queridos lectores, «…un 26 de junio de hace mil cien años, San Pelayo libró la última y definitiva batalla de su vida ante el califa de Córdoba…». Así se expresa el Sr. Capellán de los Pelayos, D. José Ramón García Gallardo en el Saluda que honra la memoria de nuestro santo patrón San Pelayo. Puede descargar la Revista PELAYOS número 13.
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ALIADO DE LOS ÁNGELES
Muy querido Pelayo, dos son los patrones bajo cuyo patrocinio te han puesto nuestros mayores: Pelayo el niño santo y también otro Pelayo, el héroe de Covadonga, adalid de la Reconquista.
Hoy quisiera que meditaras un poquito sobre el ejemplo a seguir que tenemos en la figura de Pelayo el Santo, ya que este año 2025 celebramos los mil cien años de su entrada victoriosa al reino de los cielos, portando glorioso sobre su frente de trece años y medio la corona de la virtud angelical y, en sus manos, las palmas de la pureza y del martirio. Con su inocencia y su pureza ya daba mucha gloria al Altísimo, por eso la Providencia permitió el martirio, para cortar ese lirio antes que se marchitara[1] y perpetuarlo en la eternidad del cielo, junto al trono de Dios, para su mayor gloria y ejemplo de los niños de esta tierra, de todos los Pelayos. «Con decir que es mártir, ya decimos de él la más grande alabanza[2]», escribe San Ambrosio. Pues San Pelayo, querido amigo, no solo es mártir, sino también puro y casto.
De la noble familia de los Acuña, en el reino de Galicia, nació en la parroquia de San Juan de Albeos, municipio de Creciente, a solo veinte leguas de Santiago de Compostela. Cuando Pelayo era muy joven, aceptó ocupar el lugar de su tío Hermogio, el obispo de Tuy, que había sido hecho prisionero junto con otros guerreros cristianos al finalizar la batalla de Valdejunquera (año 920), donde Abderramán III venció a los ejércitos de Ordoño II de León y Sancho I Garcés de Pamplona, que intentaban continuar la cruzada por la recuperación de la Hispania perdida. El rey Pelayo la había iniciado en Covadonga en el año 722, cuando de manera milagrosa, comandados por la Virgen, los ángeles sepultaron a los sarracenos bajo una lluvia de piedras y rocas. Esta Cruzada se prolongó durante nueve siglos y fue coronada por los Reyes Católicos, el día 2 de enero de 1492, con la toma de Granada. Prisionero el obispo Hermogio, fue llevado cautivo a Córdoba, que en aquel entonces aún estaba en poder de los moros, y la única manera de recobrar su libertad era o pagando un rescate, o si otra persona ocupaba su lugar como rehén. El elegido para esto último era su hermano Favila, un conde de Galicia (que por aquel entonces era uno de los reinos que conformaban la corona de León). Cuando llegó la noticia, todo fue consternación y tristeza, pero alzó su voz el hijo del conde, el joven niño Pelayo, quien se ofreció como rehén en lugar de su tío y de su padre y dijo: ¡Yo voy!, para quedar prisionero en las mazmorras de Córdoba, mientras reunían el dinero de su propio rescate. Pensemos un instante en su heroica generosidad y en la total abnegación de este niño de diez años.
Este pequeño gigante recorrió setecientos kilómetros, los mismos que separan a León al norte, de Córdoba al sur. Dando un paso detrás de otro, atravesó la estepa castellana, de tanto en tanto, descansó a la sombra de alguna encina y fue bajando por Despeñaperros, rezando, ofreciendo el cansancio y tropiezos, para que el Dios de los ejércitos le devolviera a España la paz cristiana. Desde la soledad y el silencio de las noches estrelladas, se elevaron al cielo los suspiros y lágrimas de quien se quedaba huérfano de Madre y Patria. Casi tres siglos más tarde, que para el hombre son muchos años, pero para Dios no son nada, en la batalla de las Navas de Tolosa (año 1212), Dios les otorgó a los cristianos la victoria anhelada, porque dice San Jerónimo que «la fuerza de las naciones, es el triunfo de los mártires[3]». Entre tanto, San Pelayo no desfalleció ni huyó, como verdadero soldado de Cristo cumplió con heroísmo la misión que le fue encomendada.
INOCENCIA MILITANTE
A San Pedro, los ángeles lo liberaron de sus cadenas en dos ocasiones[4], una, cuando estaba preso en Jerusalén por orden del Sanedrín, y otra, cuando Herodes lo tenía retenido[5]. A Hermogio, obispo de Tuy, lo liberó San Pelayo, aceptando sustituirlo en la prisión. San Pelayo fue un ángel para su tío obispo, que pudo volver a su sede episcopal para ocuparse de su grey. Por eso podemos decir que este aliado de los ángeles, San Pelayo, dio su vida y libertad por la vida y libertad de la Santa Madre Iglesia.
Cuando Daniel fue encerrado para ser devorado en el foso de los leones, un ángel fue su aliado, cerrando las fauces de los felinos hambrientos [6]. Así también, fueron protegidos de ser calcinados sus amigos Sidrac, Misac y Abédnego, enviados por Nabucodonosor a un horno de fuego[7]. San Pelayo fue recluido en unas lúgubres mazmorras, oscuras y húmedas, sin un rayo de sol ni atisbos de esperanza, horas de triste soledad u odiosas compañías. En ese Getsemaní andaluz, tan lejos y tan cerca de los olivos, con nada de huerto y mucho de desierto, su aliado más fiel fue su ángel custodio, que, sin duda, lo sostuvo cuando sintió la violencia de la flaqueza humana y lo preparó a beber el cáliz de su pasión hasta las heces. San Pelayo hizo de su mazmorra un claustro, la antesala del cielo, como tantas vidas escondidas en esos claustros que guardan el tesoro de almas puras y santas. En esa disposición transcurrieron tres años y medio, esperando en vano que llegara el rescate prometido que le devolviera la libertad temporal. Finalmente, el dinero nunca llegó, pero en vez de ponerse triste ante la ingratitud humana y el olvido de los suyos, se resignó ante la voluntad de la Divina Providencia y así fue como el Señor lo premió con la gracia del martirio, concediéndole la libertad eterna. Fue a la pasión decidido y determinado a dar testimonio de su Fe y, como el Mártir del Calvario, no pidió al Padre que lo librara de la muerte, sino que se cumpliera su voluntad[8]. Fue cordero con el Cordero. No se defendió, ni apostató cuando lo llevaron al matadero, sabiendo, como Jesús sabía, que si al Padre se lo pedía «Él pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles[9]».
Un 26 de junio de hace mil cien años, San Pelayo libró la última y definitiva batalla de su vida ante el califa de Córdoba. Fue llevado a su presencia ataviado con ricas vestiduras, pero Pelayo se negó rotundamente a ser afeminado. Inicialmente pretendieron seducirle con lisonjas y halagos, ofreciéndole ―si renegaba― dinero, honores y un hermoso caballo, pero San Pelayo resistió firme en la Fe[10]: Conforme a la promesa de Nuestro Señor Jesucristo, el Espíritu Santo le enseñó lo que debía decir[11]. Respondió al rey moro con valiente insolencia: «Todo lo que me ofreces es nada, no renegaré de Cristo. Cristiano fui, lo soy y lo seré»; así dio testimonio ante los hombres y por eso Nuestro Señor lo confesó delante de su Padre en los cielos[12]. Primero fue torturado y luego su cuerpo fue hostia pura rota en pedazos, porque, después de seis horas de tormentos, le cortaron los brazos, las piernas y la cabeza, dando de esta atroz y heroica manera su vida por Cristo, con Cristo y en Cristo a Dios Padre Omnipotente[13].
Parece ser que San Pelayo después de muerto seguía molestando a los malos espíritus. El mismo enemigo que con odio se encarnizó contra su vida, se ensañó con sus reliquias para que no quedara ni rastro ni memoria de su victoria, pero Dios tenía otros planes. Después del martirio, sus despojos fueron arrojados al Guadalquivir. Unos pescadores, recuperaron de las aguas sus restos para vendérselos a los cristianos de Córdoba que los sepultaron sucesivamente en varias iglesias de dicha ciudad: su cuerpo reposó en San Ginés y su cabeza en San Cipriano. De allí el rey Sancho I, pidió al moro sus reliquias a cambio de un rescate y las trasladó a la ciudad de León. Posteriormente en el siglo X (año 988), ante el avance agareno[14] comandado por Almanzor, Bermudo II lleva sus restos a Oviedo y se los confía a las benedictinas, que desde entonces son conocidas como «las Pelayas», aunque en aquellos tiempos su convento se llamaba Monasterio de San Juan Bautista. Durante el siglo XVII, los monjes de San Vicente quisieron apoderarse de las reliquias y muchos disgustos les costó a las pobres religiosas seguir custodiando el tesoro de esos restos, para los cuales mandaron construir un hermoso y rico relicario, el cual fue robado en el año 1810 por las tropas francesas de Napoleón y sus huesos, envueltos en un paño, fueron tirados en un gallinero. De allí fueron rescatados por las consternadas religiosas. El Papa Pío VII, tuvo que intervenir para que sus reliquias no fueran diseminadas y se respetaran los sellos de la urna. En 1837 la desamortización liberal incautó valiosos documentos del archivo correspondiente a San Pelayo y hasta el monasterio estuvo en peligro de ser confiscado.
El monasterio sufrió la Revolución de 1934 y, posteriormente, el embate comunista en la Cruzada de 1936 a 1939. Alcanzada la victoria y con ella la paz, luego de pagar el altísimo precio de la sangre de miles de mártires, fue cuando las religiosas pudieron regresar y continuar con la custodia de los restos del Santo bajo cuyo patrocinio se encuentra el monasterio. Como después de muerto San Pelayo sigue dando guerra, él y sus reliquias te esperan en Oviedo. Por gracia de Dios, el monasterio existe, sus reliquias subsistieron de milagro a la impiedad. Eso no es todo, los Pelayos de la Hispanidad pueden honrar una reliquia del Santo que se conserva en el Monasterio de Nuestra Señora de la Asunción, las benedictinas de Rengo, al sur de Santiago de Chile. Allí te esperan para que las veneres, honres su memoria y te edifiques espiritualmente, guardando en el relicario de tu corazón su heroico ejemplo.
ALIADOS ALADOS
Nos podríamos seguir preguntando las razones por las cuales los Pelayos de hoy habéis sido confiados por vuestros padres a este santo en particular: San Pelayo. No creo equivocarme al considerar que es debido a una razón providencial, que encaja perfectamente dentro del plan de amor de Dios, porque tiene aplicaciones muy concretas al servicio de la Santa Causa: su amor a la virtud de pureza debe ser el ideal de tu vida: por tu testimonio en esta tierra, tu alma está ya intercediendo en el cielo[15]. En este sentido, nos dice San Atanasio que «el Hijo de Dios, Nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, que se hizo hombre por nosotros, abolió la muerte y liberó al género humano de la esclavitud de la corrupción. Además de todas estas gracias, nos concedió poseer en la tierra una imagen de la santidad de los ángeles, la virginidad».
Sin duda gracias a esta virtud, Santa Juana de Arco fue una aliada privilegiada de los ángeles y particularmente de San Miguel, príncipe de las milicias celestes, quien le hizo oír su voz como otrora hiciera con Judas Macabeo: «Recibe esta espada santa como un don de Dios, con ella destruirás a tus enemigos[16]». Poderosos aliados fueron para ella los santos ángeles en su lucha para expulsar al inglés y reinstalar en su trono al rey legítimo de Francia, Carlos VII[17].
Puedo decir, con el fundamento que nos da San Pablo, que el hombre animal, la bestia carnal, no es capaz de escuchar la voz de Dios[18], no encuentra eco en su alma la palabra espiritual, ni se puede encarnar en ninguna misión noble y pura, como se encarnó el Verbo en el seno virginal de María a la vocación del arcángel San Gabriel. A muchos de los llamados a extender el reino de Dios, la impureza los ha vuelto sordos al espíritu, al ideal, a la vocación, a desarrollar el cuerpo místico de Nuestro Señor Jesucristo, porque envilece la nobleza, ahogando la generosidad en el egoísmo lascivo que esteriliza la fecundidad paternal. «Si hoy escuchas su voz, no endurezcas tu corazón[19]». Necesitas algo de aquello que tiene el ángel para escuchar la voz del Verbo que te dice «ven y sígueme[20]», para acatarla y tener la audacia de salir a su encuentro por senderos trazados sobre las aguas[21]. Para llegar hasta Él sin titubear es precisa una abnegación total, aquella que te permita, incluso, olvidar la propia condición humana.
La vocación a la paternidad se declina de distintas maneras[22]. Se concreta de una manera peculiar en el Patriarca San José, como padre putativo, quien, por su pureza virginal fue y continúa siendo —ayer para Jesús y María y hoy para todo aquel que en él confía— un aliado privilegiado de los ángeles. A él le confió Dios la custodia de la inocencia misma, Jesús y María. Cuando humanamente vivía situaciones paradójicas, fue el mismo San Gabriel quien le reveló el gran misterio que encerraba María. Comprendió la sublime vocación a la que había sido llamado, y la cumplió con docilidad humilde y fidelidad. Fue así como acogió a María en su casa[23] y en Belén recibió la orden de poner, a buen recaudo en Egipto, al Mesías recién nacido. A la muerte de Herodes[24] el ángel le avisó que podía regresar, pues no había ya peligro para el Divino Niño. Que San José inspire con su ejemplo a todos aquellos a quienes Dios les participa de su paternidad y son custodios de almas, que desde y por el bautismo son ahora hijos de Dios: «divinæ consortes naturæ[25]». No hubo ninguna indolencia en este padre ejemplar, que supo acoger con generosidad la misión encomendada. No buscó excusas cuando se trató de salvaguardar los tesoros que se le habían confiado. Dios confió en San José, que era un hombre de fiar; que se pueda decir lo mismo de los padres de hoy y puedan responder sin sonrojarse, cuando Dios un día les pregunte: «¿Qué has hecho de mis hijos? Lo que hiciste a uno de mis más pequeños, a Mí me lo hiciste[26]». ¿Qué habrá respondido Favila, el padre de San Pelayo, después de dejar a su hijo de diez años en las garras del lobo? Sin duda, su respuesta no habrá sido la misma que dio San José.
PEQUEÑO GIGANTE
Tú, Pelayo eres fuerte, por tu virtud angélica, tu oración y sacrificios, ayudas a liberar a muchos miembros de la Iglesia, esclavizados por distintas cadenas. Tu celestial patrón, movido por una caridad heroica siguió el camino que le marcaron tantos santos que redimían cautivos, especialmente de las órdenes Trinitarias y de la Merced; entre estos últimos también destaca mi santo patrón, San Ramón Nonato, de gloriosa memoria. Todos ellos, salvaron muchas vidas y lo más importante, es que gracias a su caridad, muchas almas no cayeron en la apostasía.
Que el ejemplo angelical de San Pelayo, por su comportamiento intachable en la prisión y su sangre inocente, redima a tantos adolescentes que yacen cautivos de nefandas cadenas, inmundas, soeces, impuras; las cuales, siguiendo el consejo de San Pablo, no quiero ni siquiera nombrar[27]. Que San Pelayo, para quien no llegó a tiempo la suma de su rescate, nos alcance a nosotros la gracia y el beneficio de ser rescatados por su sangre y que, por su intercesión, todos los niños cautivos por los lazos de los vicios, afeminados por el confort y la vida muelle, recobren la plena libertad de los hijos de Dios[28], acogiendo con gozo y valentía la gracia de militar bajo el lema de «¡Quién como Dios![29]» y así, aliados de los ángeles, combatan contra la serpiente y su linaje, por la misma causa y el mismo ideal.
Querido Pelayo, con los ángeles y como los ángeles, estás llamado a tener muy presentes estas realidades místicas y ponerte al abrigo de esos espíritus que infectan los aires y de sus innumerables esbirros de carne y hueso, que son legión. Pululan por este mundo, como serviles instrumentos del Maligno, que se oculta en el corazón de los malos. El número de los idiotas es infinito[30] y resultan muy útiles y eficaces a los fines del enemigo. Lenin, uno de los tantos esbirros suyos, identificó muy bien a estos idiotas útiles y supo usarlos para sus fines revolucionarios y perversos. La evocadora vida y muerte de San Pelayo nos recuerda que los hombres tenemos muy olvidados a esos amigos, puro espíritu, espíritus puros, que Dios puso a nuestra disposición para ayudarnos a alcanzar la gloria. Ellos fueron sus aliados y deberían ser también los tuyos, en la lucha contra la tripe concupiscencia[31], contra los tres enemigos del hombre: el mundo, el demonio y la carne. Resultará una alianza poderosa entre los ángeles y sus servidores «a sus ángeles, los hace como ráfagas de viento; y a sus servidores como llamas de fuego[32]».
Que los ángeles santos te defiendan de los robots y sus redes, con las que el demonio arrastra tantos corazones a las cloacas digitales por fantasías culpables. Por esta insigne virtud de la pureza serás semejante a los ángeles, ella te convierte en su amigo en tiempos de paz y aliado en tiempo de guerra. San Pelayo amó esta virtud más que a su propia vida, la cual despreció por amor a Dios, a la vez que contribuyó —y contribuye— a establecer la Ciudad de Dios, como nos enseña San Agustín, pues esta se fundamenta en el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo[33].
Tú estás llamado a continuar ese combate que comenzó en el génesis de la historia, allá en el paraíso terrenal, cuando Dios estableció una enemistad eterna entre el linaje de la serpiente y el linaje de la Virgen[34]. Tal vez las circunstancias hagan que para defender esta virtud no se te pida morir torturado y despedazado como tu angelical santo patrón, seguramente, por el momento, no se te pida el sacrificio cruento de tu vida, pero no alcanzarás esta virtud sin sacrificios en esta vida.
Si tenemos en cuenta lo que San Pablo les dijo a los efesios, que «nuestro combate no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los principados y potestades, contra los soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio[35]», entenderemos que este combate no se libra con armas terrenales sino con «las armas del Espíritu[36]». Así es como, aliados con los ángeles buenos, podremos vencer a los ángeles caídos. Si queremos alcanzar la victoria y la corona de la gloria, si de verdad queremos «que venga a nosotros su reino», los necesitamos como aliados. Los ángeles buenos son los aliados de los niños puros e inocentes ―y de aquellos que deben hacerse como niños para poder entrar en el reino de los cielos[37]― que, como San Pelayo, cuidan, guardan, defienden y combaten al enemigo infernal, armados de la virtud angélica. Tú marcharás victorioso a la vanguardia del ejército de Cristo, porque «Dios eligió a los que el mundo tiene por tontos, para confundir a los sabios; los que el mundo tiene por débiles, para confundir a los fuertes»[38].
Querido Pelayo: eres aliado de los ángeles, porque, a pesar de que la naturaleza humana es un poco inferior a la naturaleza angélica — por poco tiempo pusiste al hombre por debajo de los ángeles y lo coronaste de gloria y honor[39]—, sin embargo, por la pureza y la gracia se establece una comunión de ideales, se instaura una fortísima alianza que te fortalecerá durante toda tu militancia en esta tierra[40]. Y, como premio de este combate, después de la resurrección de la carne, compartirás con los ángeles las prerrogativas del cuerpo glorioso: estos sublimes privilegios que son la sutilidad, la agilidad, la impasibilidad y la claridad. Te esperan misterios asombrosos, como el que anuncia San Pablo cuando dice: «¿No sabéis que tendréis que juzgar a los ángeles[41]?». Sí, Pelayo, estás llamado a rubricar tu victoria ocupando para siempre en el cielo, el lugar que dejaron vacío los ángeles castigados.
Con San Miguel Arcángel, en el combate contra las insidias y asechanzas del demonio, pedimos suplicantes que lo reprima el Señor con la fuerza del «Quién como Dios» y arroje al infierno a todos aquellos que infestan los aires y que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Es el aliado que le dio Dios a San Pelayo, y le alcanzó la fortaleza y la valentía necesaria para no temer a quienes mataron su cuerpo, pero no su alma[42].
Aliado de San Rafael, como lo fue de Tobías, tuyo lo será también. Será tu guía, acompañándote y protegiéndote de todos los peligros del camino, cuando te encuentres perdido y no sepas por donde seguir; como a Lot, te advertirá y te ayudará a huir de las Sodoma y Gomorra contemporáneas, antes que el mismo ángel de parte de Dios las destruya a sangre, azufre y fuego. En la prontitud de la huida ante el peligro, se conoce la valentía de quien ama la pureza. Ejemplar es la huida de José (hijo de Jacob) de las seducciones de la mujer de Putifar el egipcio[43] ―al que arrancaron la túnica, pero no la gracia―, emblemática la huida de Lot hacia la ciudad de Zoar[44]; y significativa la huida de Jesús hacia el lejano Egipto[45], escapando de Herodes, personificación del vicio; todas ellas nos dejan una elocuente lección, un ejemplo para que tú y yo sepamos huir, donde sea y como sea, con tal de poner distancia entre el pecado y la gracia, humildemente conscientes de la fragilidad humana. Quien es «medicina de Dios» pondrá remedio a las enfermedades del alma y el cuerpo y alejará de los amores nobles y puros todo aquello que envilece. Que él te proteja de todos los demonios asesinos[46], esos que son homicidas desde el principio[47], aunque se vistan de ángel de luz[48].
El Arcángel San Gabriel, será tu aliado cuando llegue el momento de anunciar a las almas el mensaje divino, pues él fue el que trajo la noticia más grande que escucharon los siglos. Es el Arcángel aliado del apóstol, del misionero, el que acompaña los pasos de los que anuncian la buena nueva[49], para que se salven las almas por la fe que nace de la predicación[50]. Será tu aliado cuando tengas que dar testimonio ante los que niegan a Dios, como San Pelayo lo hizo delante de Abderramán.
En cada uno de ellos y en muchos más, Nuestro Señor nos ha dado un auxilio eficaz: «¿Es que no son todos espíritus servidores, enviados en ayuda de los que han de heredar la salvación[51]?». Debemos estrechar más y más los lazos de comunión por medio de una asidua y frecuente oración, siendo dóciles a sus inspiraciones, audaces en las decisiones, perseverantes y determinados al ir al combate con confianza, como la infantería que avanza por tierra, cruzando montañas y valles, bosques y descampados, sabiéndose cubiertos y amparados desde lo más alto por el ejército del aire. Y cuando la lucha se libre en la más grande soledad, no te olvides que nunca, jamás, estás solo, aunque sea muy duro el combate en la larga noche de la fe, como le sucedió a Jacob[52] y cuando tus amigos duerman, el ángel del consuelo te reconfortará en tu Getsemaní[53].
Cuarenta días de rudo combate libró Nuestro Señor en el desierto, cuarenta días de ayuno, oración y silencio, al fin de los cuales fue cuando se sintió débil. Estaba esperando ese momento, para abordarlo, impetuoso y presuntuoso, el espíritu cobarde al ataque del Fuerte porque se sentía débil. Le tentó tres veces, pero vencido se batió en retirada, entonces vinieron los ángeles buenos y le sirvieron[54] al Señor el merecido banquete de la victoria.
En la Babilonia contemporánea, que no te aterroricen los ídolos ni los miedos te dominen; recuerda aquello de la Carta de Jeremías: «Mi ángel está con vosotros y él cuida de vuestras vidas[55]». Aunque el mundo no sepa nada de tus luchas y combates, de tus triunfos y victorias —demos gracias a Dios, así el aplauso de los demás no viene a ensuciar la pureza de intención— contigo estará siempre el testigo fiel que dará testimonio cuando el Hijo del Hombre acompañado de todos sus ángeles venga en su gloria y majestad[56] y así, ante Él nunca serás héroe anónimo.
En relación con esta virtud, afirmó San Cipriano que «comenzáis a ser ya lo que algún día hemos de ser todos. Ya en este mundo gozáis la gloria de la resurrección, pues pasáis a través de él sin contaminaros con su corrupción. Mientras perseveráis castos y vírgenes, sois iguales a los ángeles de Dios[57]». Estos tales viven ya en la tierra lo que serán en el cielo, pues en el cielo no se casarán ni serán dados en matrimonio, serán como ángeles de Dios[58]. Esta virtud te convierte en aliado de los ángeles, leal a la nobleza de tu linaje, el linaje de Aquella por la cual la virginidad entró en esta tierra[59]; de esta forma podrás vencer con tu inocencia al enemigo y todas sus torpezas. La virtud de la pureza, es una fuerza angelical que te concede un coraje sobrenatural. La pureza no tiene nada de ñoño, ni es cursi, romántica ni bucólica, sino que es viril, es bélica, agrede, ofende como la luz al miope. Irrita y despierta la envidia antigua y siempre actual del Ángel caído que no soporta que la humana creatura por su pureza alcance la angélica altura. Te capacita para establecer una alianza con los ángeles que te permite vencer a los enemigos que infestan los aires, mencionados por San Pablo. Te constituye en el talón angelical de la Virgen, que aplasta la cabeza de todos los revolucionarios que dicen «non serviam[60]».
Esos espíritus malignos que infectan los aires, continúan en este mundo y en nuestro tiempo combatiendo en la guerra que se declaró en el evo[61] de los cielos. Para ello se valen de los Herodes contemporáneos ―semejantes al califa Abderramán contra quien se tuvo que enfrentar tu santo patrón San Pelayo― que atacan con furor la inocencia de los niños, jóvenes y no tan jóvenes. Para desarmarte, los mundanos se burlan, con la mofa y el sarcasmo, de ti y de aquellos que sin respeto humano viven con coherencia su fe, respetan las sanas costumbres o practican virtudes heroicas; pero no suelen limitarse a las burlas, sino que entran en una dinámica ascendente o de escalada, y por la calumnia o la difamación van más allá en su ofensiva diabólica, hasta llegar a dar muerte personal o social, según las circunstancias. Quieren dar muerte al «ángel» que vive en ti, quieren que caiga en el cieno quien está llamado a existir en el cielo, ocupando en la Jerusalén celestial aquellos lugares que por su orgullo quedaron vacíos.
Nuestro Señor ha consagrado tu cuerpo, el cual ahora es templo Trinitario, que la modestia orna y protege. En el torreón inexpugnable de tu corazón, en el castillo de tu alma tiene su trono Cristo Rey. Un castillo de cinco puertas con puente levadizo ―porque cinco son los sentidos― que siempre han de estar bien guardadas, custodiadas en días de vigilia y noches prolongadas, porque los enemigos en esta tierra nos tienen sitiados y están asediando noche y día, acechando, esperando el momento oportuno para atacar, apenas se distraigan los guardias. Debes estar alerta, porque ese enemigo es tan íntimo, que está tan cerca de ti como la carne del alma. El espíritu que abofetea, a golpes de ariete —o de aguijón[62], que diría San Pablo— quiere abrir una brecha en tus murallas.
El día 26 de este mes de junio celebramos a San Pelayo, unidos a él, ofreceremos al Señor actos de humildad reparadora por aquellos que, particularmente en este mes, se muestran orgullosos de la ignominia más infame. Cuando se abren tantas puertas de armarios, como compuertas de un dique siniestro que inunda todo a su paso, que ahogan lo poco que queda de sano; cuando se abren pantallas grandes y pequeñas que propagando indecencias apagan inocencias, mientras con gestos, palabras y marchas se refocilan en inmundas pocilgas, en el más abominable de los fangos, entonces es oportuno recordar la advertencia de San Pablo a los Romanos[63]: «A pesar de que conocen el decreto de Dios, que declara dignos de muerte a los que hacen estas cosas, no solo las practican, sino que también aprueban a los que las hacen». Los que, por influencia de la moda, por presión social y lo «políticamente correcto» han sido conquistados ideológicamente a esta causa, han sido pervertidos en su espíritu. Lamentable «espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres[64]».
Con nuestro Santo Patrón aprendamos a sacrificar el orgullo sin temor al qué dirán, a ofrecerle el sacrificio del amor propio desde lo más profundo del corazón, porque no siempre por ser humillados, se es más humilde. Para ser un digno aliado de los ángeles esta excelsa virtud no debe verse corrompida por la soberbia. Ya sabemos que han existido personas «puras como ángeles, pero soberbias como demonios[65]». La impureza es castigo del orgullo[66], la pureza es el premio de la humildad. La humildad, modesta y sencilla reparará el orgullo obsceno. Con la humildad unida a la pureza, como el alma al cuerpo, llega la oración y la reparación al cielo por aquellos que están más necesitados de la misericordia de Dios[67]. Si por gracia de Dios alguna de estas dracmas perdidas pudiera ser hallada, nos alegraremos mucho, «de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte[68]». El gozo angélico es inmenso, no solo por ver que esas almas serán acreedoras de la gloria, sino también porque se verán libres del castigo atroz reservado a los ángeles rebeldes[69], que «no supieron conservar su preeminencia y abandonaron su propia morada[70]». A estos tales demonios que alientan a sus secuaces a vociferar por las calles el más abyecto de los orgullos, y a todos los variopintos Herodes que pretenden mancillar la pureza, matar la inocencia, los condena el Señor, y los ángeles vengarán su honor atando a sus cuellos una piedra de molino para hundirlos en lo más profundo del mar[71]. Esta condenación se hace eco de esta otra dirigida a Judas: más le valiera no haber nacido[72]. Al alzar el cáliz que ofrece al Padre la sangre redentora del Hijo por la remisión de los pecados, apelo al último argumento que nos resta ante situaciones extremas, como fue el caso del Señor en la Cruz: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen[73]». La ignorancia humana es la única coartada para alcanzar la misericordia divina, ante crímenes inexcusables. En cambio, a los que, por su pureza, son el cortejo del Cordero, siguiéndole donde quiera que vaya —a todos aquellos que lavaron su túnica en la sangre del Cordero[74], porque «los que no son puros por la inocencia han de volverse puros por la penitencia»—, les asegura un lugar de vida en lo más alto de los cielos.
Ruega a tu Ángel Custodio que te ayude a vencer las tentaciones, inspire a tu alma nobles ideales, te socorra en las tribulaciones y te acompañe. Cuando te acerques a recibir el Pan de los Ángeles, pídele a tu Ángel que te disponga a dar a Dios Eucaristía ―el Pan que engendra vírgenes― la adoración y reparación que le debemos, como el Ángel de la Paz enseñó a Jacinta, Lucía y Francisco en el Cabeço, te ayudará también a ti. Como un eco de lo que ordena el sexto mandamiento, encontramos la bienaventuranza que nos dice: «Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios[75]». Ver a Dios es el mayor de todos los premios que Nuestro Señor promete a los bienaventurados que cantarán eternamente las glorias del Señor, a quien alaban los ángeles, adoran las dominaciones, tiemblan ante su majestad las potestades, los cielos y los ejércitos celestiales y los bienaventurados serafines celebran con júbilo: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos[76]».
GENERALA DE MILICIAS ANGÉLICAS
Cuando Nuestro Señor le pidió a San Francisco en la Porciúncula que reconstruyera la Iglesia que estaba en ruinas, vino en su ayuda la Santísima Virgen María, la cual se le apareció rodeada de los nueve coros de Ángeles que le rendían pleitesía, porque Ella es la Gratia Plena. Más pura que los ángeles la hizo Dios para que sea la Madre Virgen del Señor. Desde su Inmaculada Concepción, los Ángeles fueron colmados de admiración, gozo y veneración a María. Desde el cielo enjambres invisibles, constelaciones siderales de ángeles surcaron los aires dejando el invisible rastro de su luz entre la aurora y el ocaso, y por la noche, con el incandescente fogonazo de una estrella fugaz, entraban raudos en nuestra atmósfera para velar su cuna. Bajaban y subían por la escala del sueño de Jacob, que plantada en la tierra se apoya en el cielo[77]. Los mismos, celestes juglares, exultando de gozo anunciaron a los pastores que había nacido el Mesías y cantaban: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad![78]». Esos ángeles que sirven y aman a su Reina, en razón de su excelsa dignidad, están listos y dispuestos a ejecutar sus órdenes porque Ella es la Omnipotencia Suplicante. Así mismo, a los ángeles caídos les invade el terror: «¿Quién es esa que surge como la aurora, bella como la luna, resplandeciente como el sol, imponente como escuadrones en orden de batalla?»[79]. Ella es la que le aplastó la cabeza a la serpiente infernal[80].
Querido Pelayo, acude a la Virgen María con la confianza de un hijo y ruégale que envíe sus escuadras angélicas, para que repriman la audacia del enemigo infernal, para que se aleje de tu alma, de tu hogar y tu familia, de tu patria y compatriotas, de la Iglesia y todos sus fieles.
Con todo mi corazón deseo, querido Pelayo, que permanezcas siempre fiel a tu aliado celestial, pues de su parte nunca te faltará su lealtad inquebrantable. Ya no te cerrará el paso ningún querubín con espada flamígera cuando llegue la hora de entrar en el paraíso[81]. Con él, y por él acompañado ―como nos dejó hermosamente representado Fra Angélico― llegarás a las cimas de la gloria. Allí encontrarás todo aquello que Dios te tiene preparado, que ni oído oyó ni ojo vio, ni jamás te lo habrías imaginado[82]. Allí te recibirán la Santísima Trinidad, la Virgen María, los nueve coros angélicos, todos los santos y, por supuesto, allí te estará esperando para darte un enorme abrazo tu santo patrón, tu amigo y modelo, San Pelayo.
Padre José Ramón Ma. García Gallardo.
[1] «La virginidad es sacrificio», Pío XII en Sacra virginitas.
[2] Citado por San Pío X en la alocución del 6 de enero de 1904, al proclamar la heroicidad de virtudes de Santa Juana de Arco.
[3] Idem ut supra.
[4] Act. V, 18-20; XII, 4-11.
[5] El 1 de agosto se celebra la festividad de San Pedro ad vincula.
[6] Dn. VI, 23.
[7] Dn. III, 95.
[8] Lc. XXII, 42.
[9] Mt. XXVI, 53.
[10] I Pe. V, 9.
[11] Lc. XII, 12.
[12] Mt. X, 32.
[13] Doxología es la oración del sacerdote en la Misa que resume al final del canon la adoración y alabanza a la Santísima Trinidad.
[14] agareno» se refiere a los descendientes de Agar, una esclava egipcia madre de Ismael. (Gal. IV, 31).
[15] Phil. III, 20: «Conversatio nostra in caelis est».
[16] II Mac. XV, 16.
[17] Nos hubiera venido de bien a los españoles una Santa Juana, que por lo que se ve, también era carlista, para poner en el trono a nuestro rey Carlos VII.
[18] I Cor. II, 14.
[19] Heb. III-15; Ps. XCV-7.
[20] Mt. XIX, 21.
[21] Mt. XIV, 29- 31.
[22] Ef. III, 14-15: «Por eso doblo mis rodillas delante del Padre, 15 de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra».
[23] Mt. I, 20.
[24] Mt. II, 20.
[25] II. Pe. I, 4.
[26] Mt. XXV, 40.
[27] Ef. V, 3: «Nec nominetur in vobis».
[28] Rom. VIII, 21.
[29] Apoc. XII, 7-9.
[30] Idea derivada de Ecl. I, 15.
[31] I Jn. II, 16.
[32] Heb. I, 7.
[33] San Agustín, La ciudad de Dios, libro XIV, cap. 28: «Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios, porque aquella busca la gloria de los hombres, y esta tiene por máxima gloria a Dios, testigo de su conciencia. Aquella se engríe en su gloria […]. En aquella, sus príncipes y las naciones avasalladas se ven bajo el yugo de la concupiscencia de dominio, y en esta sirven en mutua caridad, los gobernantes aconsejando y los súbditos obedeciendo. Aquella ama su propia fuerza en sus potentados, y esta dice a su Dios: A ti he de amarte, Señor, que eres mi fortaleza (Sal 17,2). Por eso, en aquella, sus sabios, que viven según el hombre, no han buscado más que o los bienes del cuerpo, o los del alma, o los de ambos […]. Creyéndose sabios, es decir, engallados en su propia sabiduría a exigencias de su soberbia, se hicieron necios […]. En esta, en cambio, no hay sabiduría humana, sino piedad, que funda el culto legítimo al Dios verdadero, en espera de un premio en la sociedad de los santos, de hombres y ángeles, con el fin de que Dios sea todo en todas las cosas (I Cor. 15,28)».
[34] Is. LIV, 1: «¡Grita de alegría, estéril, tú que no has dado a luz; prorrumpe en gritos de alegría, aclama, ¡tú que no has conocido los dolores del parto!, porque los hijos de la mujer desamparada, son más numerosos que los de la desposada, dice el Señor».
[35] Ef. VI, 12.
[36] Ef. VI. 13-17.
[37] Mt. XVIII, 3.
[38] I Cor. I, 27.
[39] Heb. II, 7; Ps. VIII, 6.
[40] Job VII-1: «Militia est vita hominis super terram», (lucha es la vida del hombre sobre la tierra).
[41] I Cor. VI, 3.
[42] Mt. X, 28.
[43] Gn. XXXIX, 7-8.
[44] Gn. XIX, 22.
[45] Mt. II, 14.
[46] Tob., VIII.
[47] Jn. VIII, 44.
[48] II Cor. XI, 14.
[49] Rom. X, 15.
[50] Rom. X, 17.
[51] Heb. I, 14.
[52] Gn. XXXII, 22-32.
[53] Lc. XXII, 43.
[54] Mt. IV, 11.
[55] Bar. VI, 6.
[56] Mt. XXV, 31.
[57] San Cipriano, De habitu virginum, 22: PL 4,462.
[58] Mt. XXII, 30.
[59] Pío XII, Encíclica Sacra Virginitas: «La virginidad entró en el mundo por María».
[60] Is. XIV, 12-15: «¡Cómo caíste del cielo, Lucero, ¡hijo de la mañana! Cortado fuiste por tierra, tú que decías en tu corazón “subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios levantaré mi trono, seré semejante al Altísimo”. Más tú has sido derribado hasta el Seol, a los lados del abismo».
[61] ‘Evo’ es una medida que participa de la eternidad y muestra rasgos del tiempo. En ella duran los ángeles, los bienaventurados y el mundo; en cuanto han tenido comienzo en el tiempo.
[62] II Cor XII, 7.
[63] Rom. I, 32.
[64] I Cor. IV, 9.
[65] Frase del arzobispo de Paris Hardouin de Péréfixe sobre las religiosas de Port-Royal.
[66] Rom. I, 18-32.
[67] Jaculatoria que nos enseñó la Virgen Santísima en Fátima: «oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente las más necesitadas de tu misericordia».
[68] Lc. XV, 10.
[69] II Pe. II, 4. « Porque Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los precipitó en el infierno y los sumergió en el abismo de las tinieblas, donde están reservados para el gran Juicio».
[70] Jud. I, 6.
[71] Lc. XVII, 2.
[72] Mt. XXVI, 24.
[73] Lc. XXIII, 34.
[74] Apoc. VII, 14.
[75] Mt. V, 8.
[76] Is. VI, 2-3 y prefacio común de la Santa Misa.
[77] Gn. XXVIII, 12.
[78] Lc. II, 14.
[79] Cant. VI, 10.
[80] Gn. III, 15.
[81] Gn. III, 24.
[82] I Cor. II, 9.
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