Interseccionalidad: fragmentación del alma, negación del orden y disolución de la Cristiandad

La antropología cristiana enseña que el hombre es unidad sustancial de cuerpo y alma, con una identidad ontológica recibida, no construida

Foto: El País

La ideología de la interseccionalidad es la más reciente mutación del virus revolucionario que, desde 1789, busca destruir el orden natural querido por Dios. No es sino una radicalización del igualitarismo moderno, que considera toda diferencia como injusticia, y toda jerarquía como opresión.

La Revolución Francesa proclamó la «libertad, igualdad y fraternidad»; pero hoy, con el barniz académico de género y raza, esa igualdad se vuelve absoluta, totalitaria, disolvente. Y lo hace con una estrategia nueva: fragmentar a la persona en mil etiquetas subjetivas (género, raza, clase, religión, orientación, discapacidad…), y oponerlas unas a otras en una lucha sin fin por la visibilidad, el poder y la reparación.

Aunque el término interseccionalidad fue acuñado por Kimberlé Crenshaw en 1989, sus raíces ideológicas se hunden en el pensamiento revolucionario de los siglos XIX y XX: el marxismo clásico ya había interpretado la historia como una lucha dialéctica entre opresores y oprimidos. Tomó el relevo el feminismo marxista, que  amplió el conflicto a la relación varón-mujer. Y finalmente, el posmodernismo diluyó toda noción de naturaleza o verdad objetiva, permitiendo que la identidad se convirtiese en una construcción libre y mutable (permítaseme tamaña brevedad expositiva).

El resultado es un sujeto que ya no se define por su ser, sino por su pertenencia a múltiples grupos oprimidos. Ya no hay alma racional creada por Dios; hay una «persona racializada, discapacitada, no binaria y queer de clase obrera».

Todo esto tiene su literatura de culto, que deseo no sea de lectura entre las personas de bien:  Kimberlé Crenshaw ( Demarginalizing the Intersection of Race and Sex ,1989), donde denunció que las leyes contra la discriminación eran ciegas a la situación particular de las mujeres negras. Su propuesta: analizar cómo las estructuras de poder se superponen (raza, sexo, clase) para crear formas únicas de opresión. Un poquito más tarde, en este caer revolucionario hasta los abismos, Patricia Hill Collins (Black Feminist Thought,1990) formuló la «matriz de dominación», donde los ejes de poder (género, raza, clase, orientación) interactúan y se refuerzan mutuamente. Ya sólo quedaba combinarlo todo, como las autoras Angela Davis, Bell Hooks, Audre Lorde, etc., que combinan feminismo y lucha de clases, llegando a ser uno de los pilares del feminismo occidental, las ONGs globalistas y los programas de «igualdad interseccional» promovidos por instituciones como la ONU y la UE.

La antropología cristiana enseña que el hombre es unidad sustancial de cuerpo y alma, con una identidad ontológica recibida, no construida.

«El alma no es lo que cada uno dice ser: es lo que Dios ha querido que seas desde la eternidad», Leonardo Castellani.

La interseccionalidad rompe esta unidad: disuelve al hombre en etiquetas artificiales, lo despoja de su naturaleza y lo convierte en campo de batalla de identidades subjetivas. Estas ideologías niegan el orden inscrito en la creación: el varón y la mujer tienen una complementariedad natural; la familia tiene una estructura jerárquica; la sociedad no es un conjunto de voluntades arbitrarias, sino un cuerpo orgánico con funciones diversas.

La interseccionalidad niega todo ello. Su núcleo ideológico afirma los desvaríos más absurdos: el sexo es una construcción social, la maternidad puede ser opresiva, la familia es patriarcal o la Iglesia católica es una estructura racista y colonial. Este odio al orden se deriva del principio gnóstico de inversión: todo lo bueno es llamado malo, y lo malo, bueno.

Mientras que la justicia es dar a cada uno lo suyo —suum cuique tribuere—, la interseccionalidad la reduce a redistribución compensatoria y lucha por el reconocimiento. Cada grupo oprimido reclama voz, poder y privilegios.

«Ya no hay deberes, sino derechos multiplicados hasta el infinito», Jean Madiran.

El resultado es una sociedad enfrentada, donde ya no hay patria común ni bien común, sino un mercado de agravios y demandas.

Resumiendo: la nueva invención ideológica de  la interseccionalidad no es una ciencia, sino una ideología corrosiva. Como el liberalismo del siglo XIX, proclama la emancipación individual, pero en su versión contemporánea lo hace desde la victimización y la identidad.

No busca restaurar la justicia, sino instaurar el caos, como advirtió Donoso Cortés:

«Cuando la autoridad no se apoya en Dios, no se apoya en nada; y cuando no se apoya en nada, se descompone».

Frente a esta descomposición, no debemos abandonar la noción de ley natural, inscrita en la creación, afirmar con claridad que el ser precede al sentir, y que no se puede elegir lo que uno es, defender la familia natural, el principio de autoridad, la jerarquía y el orden social como reflejo del orden divino. Y sobre todo, reconocer en Cristo Rey la única fuente de justicia verdadera, que no enfrenta a las almas, sino que las une en la caridad.

«Cristo, piedra angular, reconcilió a todos los pueblos en su Cuerpo. No hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos sois uno en Él» (Gál. III, 28).

Roberto Gómez Bastida, Círculo tradicionalista de Baeza

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta