Frankenstein tiene derechos humanos

El personalismo como la fabricación de un monstruo constitucional

I. Proemio: ha nacido un monstruo

Un ser sin rostro, pero con miles de selfies. Sin naturaleza, pero con tres certificados de identidad firmados por un notario, un juez y un influencer.

No sabe si es hombre o mujer, pero exige respeto en lenguaje neutro.

No puede sostener una conversación racional, pero legisla con emociones.

No ha leído a Santo Tomás, pero tiene derechos humanos.

Y no es ficción: es sujeto jurídico. Es la criatura posmoderna, un Frankenstein legal fabricado con dignidad evaporada, parches de género, órganos de deseo y baterías de autonomía subjetiva. No le tiembla el pulso para denunciar a quien le llame por su nombre biológico, pero llora si no le aplauden por su identidad autoconstruida.

El monstruo no está en un castillo perdido ni en la imaginación de Mary Shelley: está en la Constitución, y todos debemos rendirle culto con protocolos, subsidios y lenguaje inclusivo.

Es el nuevo intocable.

No por su santidad, sino por su fragilidad autoafirmada.

Un golem sentimental que no tiene alma, pero exige ser considerado “más humano que el humano”.

Y lo más irónico es que el monstruo no se reconoce como tal.

Él cree ser el hombre nuevo.

Y nosotros, si aún conservamos algo de razón, somos “discriminadores estructurales”.

II. Autopsia del monstruo: la persona se ha despersonalizado

¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo pasamos del alma inmortal al algoritmo moral? No fue un golpe de Estado, sino una operación quirúrgica de siglos.

El bisturí fue la semántica, la anestesia fue la compasión, y el resultado fue la evisceración del ser.

Al principio, todo parecía legítimo: se hablaba de libertad.

Luego se volvió moda: autodeterminación.

Después, dogma: identidad.

Más tarde, exigencia: proyecto de vida.

Y finalmente, inapelable: “yo siento”.

Hoy, el “yo quiero” no es un capricho. Es un derecho.

Y no uno cualquiera: uno fundamental, preferente, transversal y progresivo.

Cualquiera que ose interrogarlo —sea filósofo, médico, sacerdote o madre de familia— será acusado de violencia simbólica.

La dignidad, que antes era reflejo del Creador, ahora se ha convertido en una variable afectiva de los tribunales.

No importa qué es el hombre, sino cómo se percibe.

Y si se percibe herido, el Estado debe repararlo; si se percibe dañado, el lenguaje debe reeducarse; si se percibe oprimido, el universo entero debe reconfigurarse a su medida.

El derecho, que nació para proteger al hombre contra el pecado, ahora protege al pecado contra todo lo que aún queda de hombre.

Y la persona, en lugar de ser un alma encarnada en una naturaleza ordenada al bien, ha sido sustituida por una figura jurídicamente armada, antropológicamente líquida y emocionalmente irritable.

Una figura sin interioridad, sin vocación, sin verdad. Pero con muchos likes.

III. El laboratorio: la ideología personalista

Aquí entra el doctor.

Y su nombre no es Frankenstein. Es Kant.

El personalismo no fue una herejía abierta, sino una herejía elegante.

Fue el intento moderno de salvar al hombre sin recurrir a Dios, de proclamar su dignidad sin mencionar la gracia, de hablar de libertad sin hablar de verdad.

Y el resultado, como muestra Juan Fernando Segovia con precisión quirúrgica, fue una inversión ontológica.

Una transmutación alquímica: la persona fue separada de su ser, la libertad fue arrancada de su naturaleza, y la dignidad fue convertida en un crédito incondicional ante el Estado.

Como un Prometeo posmoderno, el personalismo robó la chispa de la teología y la usó para encender fuegos artificiales jurídicos.

Segovia lo explica con la sobriedad del sabio y la exactitud del cirujano:

  • No hay persona, sino voluntad. La esencia ya no interesa: importa el querer. El yo voluntarista sustituye al ser creado. La afirmación subjetiva se convierte en el único acto sagrado.
  • No hay naturaleza, sino narrativa. Ser hombre o mujer es un dato opresivo. Lo verdadero es lo que se siente, se cuenta, se construye, se dramatiza.
  • No hay ley, sino consentimiento. El bien no existe. Lo que importa es que nadie contradiga al deseo mientras sea deseado sin violencia (y que esa definición de “violencia” la proporcione el mismo que desea).

Y así, lo que comenzó como un intento de ennoblecer la dignidad humana, terminó fabricando una categoría que no depende de Dios, ni del ser, ni del bien, sino de la autoafirmación legalmente protegida.

El personalismo fue una rebelión metafísica con rostro de moral, y por eso sedujo a tantos cristianos.

Parecía católico: hablaba de persona, hablaba de dignidad, hablaba de libertad.

Pero ya no es filosofía.

Es alquimia jurídica.

Es una moral sin metafísica,

una ley sin ley natural,

una caridad sin Cruz.

IV. Mutación genética: cuando los derechos son deseos 

Los derechos humanos ya no nacen del deber.

Nacen del deseo.

Ya no son exigencias de justicia, sino emanaciones del apetito.

Cada impulso sexual quiere su estatuto.

Cada emoción, su marco jurídico.

Cada identidad sentida, su día internacional, su subsidio, su ideología obligatoria.

Ya no se trata de proteger al prójimo: se trata de blindar la performance del personaje que cada uno ha decidido ser esta semana.

Y como los deseos son infinitos, los derechos también.

Y como los límites son opresores, las leyes deben reescribirse cada año.

Y como la verdad no existe, todo cuestionamiento es odio.

Es la posdemocracia del ego.

Un totalitarismo blando con rostro de víctima.

Un carnaval con toga constitucional.

Y el multiculturalismo, lejos de garantizar la paz, se ha vuelto la religión del personaje:

cada máscara tiene su altar, cada fragmento su estatuto,  cada yo su pronombre sagrado.

Y Dios, que antes nos hacía personas, ahora es culpable de violencia simbólica si osa recordar quiénes somos.

V. El Padre ausente: Dios ha sido desheredado

El drama final del personalismo no es jurídico: es teológico.

El monstruo no se contenta con caminar por las calles o legislar en los congresos.

Quiere ocupar el templo.

Y para hacerlo, necesita desheredar al Padre.

Ya no hay Dios creador.

Solo hay identidades creadoras de sí mismas.

Ya no hay ley eterna.

Solo hay discursos.

Ya no hay gracia.

Solo hay sensibilidades.

Y cuando el hijo ha matado al Padre,

queda libre para construirse, sí… pero también queda irremediablemente solo.

Porque el nuevo yo no soporta la verdad: la llama opresión.

No tolera la ley: la llama patriarcal.

No entiende el amor: lo confunde con consentimiento.

Y así, la criatura demanda a su Creador por maltrato ontológico.

Y reclama reparación histórica por haber sido engendrada con un límite.

VI. Epílogo: reconocer al monstruo, redimir al hombre

Este artículo no pide que se odie al monstruo.

Pide que se le reconozca como monstruo.

No porque sea feo, sino porque no es persona.

La persona es ser, naturaleza, alma, fin, comunión, vocación a la verdad, no un paquete de emociones certificadas con firma notarial.

Y si queremos que haya personas de nuevo, debe volver la gracia.

Debe volver el orden.

Debe volver el Padre.

Santo Tomás, desde su celda en el siglo XIII, aún susurra —con voz más actual que cualquier trending topic—: “Dignidad no es deseo. Es virtud. Y se pierde por el pecado.”

Pero el personaje no quiere escucharlo.

El personaje prefiere un Dios que lo aplauda.

Y por eso, Cristo no responde. Se deja crucificar.

Óscar Méndez

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta