
En el Código de Derecho Canónico de 1917, dentro del Libro III «De las cosas», Parte Cuarta «Del Magisterio Eclesiástico», Título XX «De la predicación de la divina palabra», Capítulo III «De las sagradas misiones», se encuentra el Canon 1351 que reza así: «No se obligará a nadie a abrazar la fe católica contra su voluntad». (Traducción de la edición de la B.A.C.).
Santo Tomás de Aquino, en su Suma Teológica, dentro de la Parte II-II, Cuestión 10 «De la infidelidad en general», Artículo 8 «Si los infieles han de ser compelidos a abrazar la fe», comienza afirmando en su Respuesta: «Hay infieles que nunca han recibido la fe, como los gentiles y los judíos. Éstos no deben ser obligados de ninguna forma a creer, porque el acto de creer es propio de la voluntad». (Seguimos la traducción de la edición bilingüe de la B.A.C, Tomo VII.1 (1959), p. 375). En su introducción a la Cuestión 10, Teófilo Urdánoz O. P. cita dos preceptos del Corpus Iuris Canonici que ilustran la actitud tradicional de la Iglesia en este asunto: el Canon 57 del IV Concilio de Toledo (633) –recopilado en el Decreto de Graciano, Parte I, Distinción XLV, Canon 5–, en el que se censuraba la política que a este respecto seguía el Rey Sisebuto (612-621) con los judíos, y que supone el primer precedente jurídico sobre la materia; y la Carta Maiores Ecclesiae causas que envió Inocencio III al Arzobispo de Arlés hacia finales de 1201, recopilada en las Decretales de Gregorio IX, Libro III, Título XLII, Capítulo 3. Por lo demás, Urdánoz recuerda que la Iglesia carece de jurisdicción sobre los no bautizados, tal como se expresaba en el Capítulo 2 de la «Doctrina sobre el sacramento de la penitencia», aprobada en la Sesión 14 (25 de noviembre de 1551) del Concilio de Trento.
«Deben ser, sin embargo –continúa enunciando el Aquinatense en su Respuesta, refiriéndose a esos mismos infieles–, forzados por los fieles, si tienen poder para ello, a no impedir la fe con blasfemias, malas persuasiones, o persecuciones manifiestas. Por esta razón, los cristianos suscitan con frecuencia la guerra contra los infieles, no para obligarles a aceptar la fe (pues si los vencen y hacen cautivos, los dejan en su libertad de creer o no creer), sino para forzarlos a no impedir la fe de Cristo» (ibid. Ligeramente retocado para ajustarlo mejor al original latino). Urdánoz comenta que este principio «constituye el primer título legítimo invocado por Vitoria para la conquista de América. Se funda en la potestad indirecta universal de la Iglesia. Tiene ésta el derecho –derivado del mandato divino– de predicar el Evangelio en todo el mundo. Ninguna sociedad humana ni pueblos bárbaros pueden impedir el ejercicio de la predicación evangélica. Ante una resistencia hostil de los infieles, los pueblos cristianos tienen el derecho de intervenir a mano armada para proteger estos derechos de universal magisterio de la Iglesia, hasta someter, si es preciso, y conquistar esas naciones. Tal legitimidad de intervención de la Cristiandad sobre los infieles que se oponen a la plena libertad de la predicación evangélica es reconocida por el Aquinate como hecho corriente de su época –las Cruzadas, las guerras contra los sarracenos– y es válida en todos los tiempos» (p. 348. Los subrayados son suyos). Como éste es un tema tangencial en relación a nuestro ensayo, simplemente dejamos mera constancia de él.
Ahora bien, el siguiente y último punto que señala el Doctor Angélico en su «Respondeo», sí es de capital importancia para nuestro propósito: «Hay, en cambio, infieles que han recibido alguna vez la fe y la profesan, como los herejes y los apóstatas. Éstos deben ser, aun por la fuerza física, compelidos a cumplir lo que han prometido y mantener lo que una vez han aceptado» (p. 375). Urdánoz, en su nota preliminar, recoge de nuevo varias disposiciones del Cuerpo Jurídico de la Iglesia que avalan esta praxis tradicional, como el susodicho Canon del IV Concilio toledano, que representa también en este extremo el primer antecedente jurídico; la mencionada Carta de Inocencio III; el pasaje de San Jerónimo en que glosa Gal. 5, 3, en el Libro 3 de su Comentario a la Epístola a los Gálatas, y recopilado en el Decreto de Graciano, Parte II, Causa XXIV, Cuestión III, Canon 16; o un fragmento del Decreto Ut commissi vobis officii promulgado por Bonifacio VIII en 1298, y recopilado en el Libro Sexto de las Decretales, Libro V, Título II, Capítulo 13.
El teólogo dominico asimismo trae a colación la Bula Exsurge Domine, promulgada por León X en 1520 contra los errores de Lutero, en cuyo n.º 33 se condena la siguiente proposición: «Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del Espíritu» (Denzinger, §733. Citamos siempre de la traducción castellana de la edición Herder). Y aduce a su vez el decimocuarto y último de los «Cánones sobre el sacramento del bautismo», sancionados en la Séptima Sesión (3 de marzo de 1547) del Concilio de Trento, y que dice así: «Si alguno dijere que [los] párvulos bautizados han de ser interrogados cuando hubieren crecido, si quieren ratificar lo que al ser bautizados prometieron en su nombre los padrinos, y si respondieren que no quieren, han de ser dejados a su arbitrio y que no debe entretanto obligárseles por ninguna otra pena a la vida cristiana, sino que se les aparte de la recepción de la Eucaristía y de los otros sacramentos, hasta que se arrepientan, sea anatema» (Denzinger, §870).
Urdánoz podría igualmente haber alegado la Constitución Dogmática Dei Filius (24 de abril de 1870) promulgada en el Concilio Vaticano I. En su Capítulo 3 «De la fe», se remarca la misma idea: «[La Iglesia], “como una bandera levantada para las naciones” [Is. 11, 12], no sólo invita a sí a los que todavía no han creído, sino que da a sus hijos la certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo. A este testimonio se añade el auxilio eficaz de la virtud de lo alto. Porque el benignísimo Señor excita y ayuda con su gracia a los errantes, para que puedan “llegar al conocimiento de la verdad” [1 Tim. 2, 4], y a los que “trasladó de las tinieblas a su luz admirable” [1 Petr. 2, 9] los confirma con su gracia para que perseveren en esa misma luz, no abandonándolos, si no es abandonado [Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, Capítulo 11. Cita a San Agustín, De la naturaleza y la gracia, Capítulo XXVI, §29]. Por eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el Magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe» (ibid., §1794). En confirmación de lo cual se establece, en el sexto y último de los Cánones correspondientes a ese Capítulo, lo siguiente: «Si alguno dijere que es igual la condición de los fieles y la de aquellos que todavía no han llegado a la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa de poner en duda, suspendido el asentimiento, la fe que ya han recibido bajo el Magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe, sea anatema» (ibid., §1815).
El religioso dominico termina finalmente su apunte introductorio con estas palabras: «La Iglesia ha hecho uso en los tiempos pasados de este poder coercitivo sobre los herejes, forzándolos con castigos temporales a retractarse de la herejía, hasta relajarlos a veces al brazo secular en virtud de la potestad indirecta que por derecho divino le compete sobre lo temporal. Este poder coactivo le compete aún hoy, pues que sus prerrogativas, como su constitución esencial, son inmutables. Mas en la época moderna no apela a estos medios de física compulsión en la defensa de la fe. Han sido abrogados en la disciplina actual las penas corporales, y quedan sólo las espirituales de excomunión, etc., para los mismos disidentes, como más aptas al espíritu cristiano y a la evolución de la conciencia actual» (op. cit., pp. 348-349. Los subrayados son suyos).
Del deber de no obligar a abrazar la fe verdadera a aquellos acatólicos que adolecen de infidelidad originaria, consagrado en el antedicho Canon 1351 del Código de 1917, se podría inferir como mucho el surgimiento de un concomitante derecho en esos mismos acatólicos a no ser coaccionados para adherirse a la fe católica. ¿Es a esto a lo que se refiere la Declaración pastoral Dignitatis humanae cuando propugna su «derecho a la inmunidad de coacción externa en materia religiosa» (§9)? Este derecho consiste –fijándonos en una de las dos consecuencias práctico-morales en que se concreta– «en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción […] por parte de […] cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, [no] se obligue a nadie a obrar contra su conciencia» (§2). Y más adelante, se añade: «[al hombre] no se le puede forzar a obrar contra su conciencia […], principalmente en materia religiosa. Porque el ejercicio de la religión, por su propia índole, consiste, sobre todo, en los actos internos voluntarios y libres, por los que el hombre se relaciona directamente a Dios: actos de este género no pueden ser mandados ni prohibidos por una potestad meramente humana» (§3). (Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano
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