La libertad y la fe (y II)

hablamos de la dignidad moral, esto es, la que nace de la bondad de las obras, y que en el orden sobrenatural, cuando se secundan las mociones de la gracia y se persevera en el amor santificante que otorga la calidad de hijo de Dios, convierte a la persona en condigna merecedora de su fin último, la visión beatífica

Romano Amerio

Al insistirse en resaltar esta «inmunidad de coacción» como un deber de la «potestad humana» (esto es, de la potestad política, que tiene su origen en el derecho humano), parecería estar dejándose tácitamente de lado a la potestad eclesiástica, de derecho divino positivo. Aparentemente se pronuncia en este sentido Yves Congar O. P. en su Informe-Respuesta a los Dubia del Arzobispo Marcel Lefebvre, de marzo de 1987, cuando anota: «En fin, hay que tener en cuenta el hecho de que la immunitas ab externa coercitione en materia religiosa, tal como la comprende DH, se refiere al dominio social y civil. Por esta razón, en particular, acerca de reprimendas hechas por Cristo, y de otros episodios similares del Nuevo Testamento, la Comisión Conciliar [encargada de redactar los sucesivos Esquemas sobre libertad religiosa] ha precisado que, en DH, no son tratados los problemas de la vida intraeclesial (relación de fieles entre ellos o con la autoridad eclesiástica)» (pp. 39-40). Y un poco después agrega: «En conclusión, es perfectamente conforme a las enseñanzas de DH que las normas morales y las normas civiles justas estén acompañadas de sanciones. Lo que se admite en la Declaración, es que el error en materia de fe, allí donde es imputable subjetivamente, merece un castigo de parte de Dios y de la Iglesia (50), pero no de parte del Estado, a menos que ese error consista en una infracción del justo orden público» (pp. 40-41). El indicador «(50)» remite a una nota a pie de página, en que se reproduce el siguiente trozo de una Alocución del Papa Pablo VI dirigida al Tribunal de la Rota el 29 de enero de 1970: «la potestad coercitiva está también ella fundada en la experiencia de la Iglesia primitiva, y ya San Pablo hizo uso de ella en la comunidad cristiana de Corinto (1 Cor. 5)» (p. 41).

Pero, ¿implicaría todo esto seguir reconociendo a la Iglesia su poder de coacción sobre la conciencia de los infieles bautizados, conforme a la doctrina tradicional? Congar asevera que la Declaración pastoral admite «que el error en materia de fe, allí donde es imputable subjetivamente, merece un castigo de parte […] de la Iglesia», si bien el ejemplo aducido no ayuda a aclarar la cuestión, ya que la Epístola del Apóstol trata de un episodio de excomunión por razón de una falta moral pública grave, y no por motivo de una desviación en la fe. En cualquier caso, aun suponiendo que el Magisterio pastoral postconciliar haya mantenido la misma postura en este asunto, el problema esencial radica en el fundamento en que dicho Magisterio hace descansar el «derecho a la inmunidad», y que convierte en incongruente esa presunta apelación por la Iglesia a una legítima facultad de constricción sobre las conciencias de los infieles sobrevenidos. El Papa Benedicto XVI dejó bien claro, en su Discurso a la Curia de 22 de diciembre de 2005, que «el Concilio Vaticano II [reconoció e hizo suyo], con el Decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno» (versión castellana de la página digital de El Vaticano). El propio texto conciliar hace constar que «la libertad religiosa se declara como derecho civil en muchas Constituciones y se reconoce solemnemente en documentos internacionales» (§15). En relación a éstos, se podría citar como muestra paradigmática el artículo 18 de la «Declaración Universal de los Derechos Humanos», proclamada por la O.N.U. el 10 de diciembre de 1948: «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia» (citamos de la versión castellana de la página digital de la O.N.U.).

¿Cuál es ese fundamento del «derecho a la libertad religiosa» propugnado por la Declaración conciliar? Por si todavía quedaba alguna duda, el mismo Benedicto XVI se encargó de despejarla, cuando estaba al frente de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en una Nota que emitió el 24 de noviembre de 2002, y que incluía el siguiente aserto: «El derecho a la libertad de conciencia, y en especial a la libertad religiosa, proclamado por la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II, se basa en la dignidad ontológica de la persona humana» (§8. Versión castellana de la página digital de El Vaticano). Es decir, no se trataría, como en el Magisterio preconciliar, de un derecho a la inmunidad de coacción sobre la conciencia circunscrito a los infieles originarios o iniciales, sino extendido a todos los hombres, puesto que se cimenta en un principio universal que es común a todos ellos: la dignidad que nace de la indiscutible bondad de la naturaleza humana y las potencias que le son inherentes (racionalidad, libre albedrío), bondad congénita o imperdible que es compartida por todos los seres humanos. ¿Cómo podría, entonces, ninguna potestad, sea civil o eclesiástica, estar legitimada para ejercer jamás coacción alguna sobre la conciencia religiosa de una determinada persona, pues esto por definición siempre constituiría un atentado contra lo que ella merece o se le debe por su mera condición de ser humano? Mediante esa presión o imposición se violaría un «derecho natural», válido en principio para todo sujeto con independencia de su circunstancia particular.  

En realidad, empero, la persona, tanto en el plano natural como sobrenatural, se hace propiamente digna o indigna, meritoria o inmeritoria, por su actuación vital virtuosa o viciosa: hablamos de la dignidad moral, esto es, la que nace de la bondad de las obras, y que en el orden sobrenatural, cuando se secundan las mociones de la gracia y se persevera en el amor santificante que otorga la calidad de hijo de Dios, convierte a la persona en condigna merecedora de su fin último, la visión beatífica (sobre esto ya comentamos algo en el artículo «Derechos humanos y dignidad humana»). La dignidad, en definitiva, no se sustenta en la dimensión ontológica de la naturaleza humana, sino en su dimensión teleológica. La persona se dignifica o indignifica, se vuelve digna o indigna de la bienaventuranza eterna, dependiendo de si sus acciones y omisiones la disponen o la constituyen apta para la consecución de su fin último, o si por el contrario la alejan o apartan de él. Lo que stricto sensu confiere la dignidad al individuo no es la simple posesión de una voluntad libre, sino el uso que hace de ella.

Romano Amerio, en su opúsculo póstumo Stat Veritas, donde dedica una serie de acotaciones críticas principalmente a la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (publicada por el Papa Juan Pablo II en 1994), destina su Glosa 14 a tocar sucintamente algunos de los aspectos que hemos venido explanando en este ensayo. El teólogo suizo, en la primera parte de la Glosa, aborda sobre todo el derecho de la Iglesia a forzar la conciencia de los infieles devenidos o heréticos, y pone un ejemplo histórico muy clarificador: «Abramos un paréntesis aclarativo para decir que toda esta filosofía y teología puede resumirse en una expresión extraordinariamente escandalosa: la Iglesia ordena actos interiores, ordena actos de la razón, ordena consentimientos de la voluntad. Para la doctrina neotérica, en cambio, dichos consentimientos dependerían pura y simplemente de la libertad de la persona. En 1633 tuvo lugar el proceso contra Galileo, y Galileo fue condenado y se le obligó a abjurar. Pero ya en 1616, puesto que en algunas de sus obras Galileo parecía sostener las doctrinas copernicanas, el Santo Oficio le había comunicado un Praeceptum notificado por el Card. Belarmino, en virtud del cual no debía enseñar, defender o profesar las doctrinas copernicanas. Ahora bien, ese profesar es un acto interior: el Santo Oficio había ordenado a Galileo convencerse de que el sistema copernicano era falso». Algo más adelante recalca: «Las convicciones [de la fe verdadera] son obligatorias. La Iglesia tiene el derecho de obligar [a los bautizados] a estas convicciones y de condenar las convicciones contrarias: la Iglesia condena el error y ordena la verdad; no sólo propone, sino que ordena». Y concluye Amerio: «La Iglesia ordena actos interiores (en sentido estricto, actos intelectuales) porque la fe es un acto de la inteligencia ordenado por la voluntad. Este derecho que ejerce la Iglesia por mandato divino tiene bases escriturísticas muy sólidas; por ejemplo, en el Decálogo se dice: “temerás a Yahveh, tu Dios, y a Él servirás (…) no iréis en pos de otros dioses” (Deut. 6, 13-14), ordenando actos interiores». (Citamos de la traducción de Carmelo López-Arias, Editorial Criterio-Libros, 1998, pp. 54-55. Los subrayados son del texto original).

En la segunda parte de la Glosa, Romano Amerio empieza apuntando: «se dice que la dignidad del hombre consiste en la libertad, lo cual constituye el dogma del inmanentismo y del liberalismo moderno: el hombre es independiente, y su dignidad reside en su independencia. […] Antes al contrario, la dignidad del hombre consiste en ser una criatura destinada a la Vida eterna. En ése su destino consiste su dignidad. […] Somos una criatura que tiene por destino a Dios, y por tanto la dignidad del hombre se realiza sólo en cuanto consigue ese fin. Si el hombre no llega a Dios (su bien, su fin), no tiene su dignidad: la pierde. Si el hombre fuese una criatura puramente terrenal no tendría dignidad, y así ocurre cuando, perdiendo a Dios, se hace terrenal como una babosa o como la corteza de un árbol. Su dignidad se significa y se realiza en el hecho de estar destinado a la Vida eterna. Por eso soy una criatura digna; no por mí mismo, sino porque mi fin es Dios» (p. 56).

Y acaba seguidamente su razonamiento con esta conclusión: «En sentido estricto, el término dignus expresa una cierta adecuación, una cierta proporción, una cierta igualdad: si te degradas, si te rebajas, pierdes la dignidad. Y la proporción es entre tú y tu destino. Eres apto para conseguir el destino (o mejor, el fin) de divinizarte, y tu aptitud constituye la dignidad; decir digno es como decir merecedor. Si el cristianismo reconoce la dignidad del hombre más que cualquier otra filosofía o cualquier otra creencia, es porque indica al hombre, sin posibilidad de error, su verdadero fin: el hombre es una criatura de Dios, y tiende a Dios. No se puede imaginar una dignidad más grande que la propia de Dios. Y por ello, afirmar que este Concilio [Vaticano II] haya restaurado (como parece sostener la Carta Apostólica [Tertio Millennio Adveniente]) el concepto de dignidad, constituye una afirmación muy débil, casi deberíamos decir inconsistente. […] La milenaria doctrina de la Iglesia sobre la libertad religiosa se ha visto cambiada en su totalidad por su XXI Concilio» (p. 57. Los subrayados son suyos).

Félix M.ª Martín Antoniano  

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