Libertad religiosa y bien común (I)

En la enseñanza tradicional de la Iglesia, el bien común temporal estaba en función del bien común trascedente o divino

Cardenal Johannes Willebrands

El por aquel entonces Secretario de la «Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades», Arzobispo Dino Staffa, en uno de los últimos intentos de modificar la esencia del definitivo Esquema «Sobre la libertad religiosa» (el llamado Textus denuo recognitus) que habría de convertirse finalmente en la Declaración Dignitatis humanae, envió, con fecha 26 de noviembre de 1965, una pequeña nota al Arzobispo Angelo Dell´Aqua, Sustituto de la Secretaría de Estado, con esta simple y escueta proposición: «Varios Emmos. y Excmos. Padres del Concilio se encuentran delante de una grave dificultad interior para la aprobación del Esquema “De libertate religiosa”. Creo que tal dificultad sería superada siempre que se declarase que el ius de que se habla en el mismo título (y luego en el texto) es “in re religiosa civium libertas quam Status tuetur ratione boni communis” [la libertad civil en materia religiosa que el Estado tutela por razón del bien común]». (Acta Synodalia, V/3, p. 629. Los subrayados son suyos). Lo cual venía a significar el reemplazo del novedoso derecho civil de tolerancia por razón de ser un derecho natural, propugnado en el documento conciliar, por un sencillo derecho civil de tolerancia por razón del bien común, tal como admitía la doctrina tradicional de la Iglesia.

La nota acabó en manos del entonces Secretario del «Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos», el Obispo Johannes Willebrands, quien, en otra nota fechada el 15 de diciembre (ya clausurado el Concilio), contestó en estos términos:

«Por lo que respecta a la observación de S. E. Mons. Staffa, esto es, que el “ius” de que se habla en el mismo título (y luego en el texto) es “in re religiosa [civium] libertas quam Status tuetur ratione boni communis”, ocurre tener presente que en la época moderna el bien común encuentra su orientación de fondo en la creación de un ambiente social en que a los ciudadanos les sea facilitado tanto el ejercicio de los propios derechos como el cumplimiento de los propios deberes, como se declara en la encíclica “Pacem in terris”:

“En la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno debe tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes” (A.A.S. 55 (1963) p. 273).

Y entre los derechos fundamentales de la persona es indudable que ha de ser enumerado el derecho a la libertad en materia religiosa, como afirma Pablo VI: “Idéntico es el motivo de la resistencia de la Iglesia de entonces y de hoy: defender la Verdad, y juntamente reivindicar el sacro derecho de todo hombre a su propia libertad responsable, sobre todo en el campo fundamental de la conciencia y de la religión” (L´Oss. Rom., 13 sept. 1965)». (Ibidem, p. 660. El texto de la Encíclica del Papa Juan XXIII estaba citado en su original latino, y hemos tomado la traducción de la versión castellana habida en la página digital de El Vaticano, correspondiendo el pasaje en cuestión a su parágrafo §60. El fragmento de Pablo VI pertenece a la Homilía de una Misa que celebró en las Catacumbas romanas de Domitila el 12 de septiembre de 1965).

Debemos señalar que, en la Encíclica de Juan XXIII, el trozo mencionado iba acompañado –presumiblemente a modo de corroboración del mismo– de la primera oración del parágrafo §15 del Radiomensaje pronunciado por Pío XII el 1 de junio de 1941, cuyo contenido completo rezaba así: «Tutelar el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes, debe ser oficio esencial de todo poder público. ¿Acaso no lleva esto consigo el significado genuino del bien común, que el Estado está llamado a promover? De aquí nace que el cuidado de este bien común no lleva consigo un poder tan extenso sobre los miembros de la comunidad que en virtud de él sea permitido a la autoridad pública disminuir el desenvolvimiento de la acción individual arriba mencionada, decidir directamente sobre el principio o (excluso el caso de legítima pena) sobre el término de la vida humana, determinar de propia iniciativa el modo de su movimiento físico, espiritual, religioso y moral en oposición con los deberes y derechos personales del hombre, y con tal intento abolir y quitar su eficacia al derecho natural de bienes materiales. Deducir extensión tan grande de poder del cuidado del bien común significaría atropellar el sentido mismo del bien común y caer en el error de afirmar que el fin propio del hombre en la Tierra es la sociedad; que la sociedad es fin de sí misma; que el hombre no tiene que esperar otra vida fuera de la que se termina aquí abajo». (La solennità. Traducción tomada de la página digital de El Vaticano. El subrayado es del texto original).

Ahora bien, Pío XII se limita a apuntar que la tutela de los derechos de las personas y la facilitación de la ejecución de sus deberes entra dentro de la promoción del bien común y constituye por tanto una parte esencial de la ocupación del poder político. Otra cosa distinta es que esa labor constituya lo principal del bien común, que –como afirma el mismo Juan XXIII– es la idea que prevalece «en la época actual». Pero el asunto termina por complicarse del todo cuando se añade la tesis de que la libertad religiosa entra en el elenco de esos derechos que ha de respetar la autoridad civil en aras del bien común. Por desgracia, la Declaración pastoral sobre la libertad religiosa no se contentó con dejar mera constancia de esta mentalidad extraeclesial preponderante en el mundo secular de la posguerra, sino que además decidió adoptarla.

En la enseñanza tradicional de la Iglesia, el bien común temporal estaba en función del bien común trascedente o divino, de manera que las potestades públicas tenían como cometido primordial la creación de las mejores condiciones que favorecieran, en verdad y justicia, a los súbditos la consecución de su fin común supremo sobrenatural. Así, el bien común determinaba como regla general el deber natural de intolerancia del poder político hacia los errores de los infieles, así como autorizaba las excepciones de tolerancia que la prudencia gubernativa aconsejase eventualmente. Esta lección la resumió magníficamente Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica, en la Parte II-II, Cuestión 10, Artículo 11, en donde se preguntaba «si deben ser tolerados los ritos de los infieles». En su Respuesta, tras recordar que los príncipes han de imitar en el desempeño de su ministerio a la Providencia divina, sentencia: «Así pues, en el gobierno humano, quienes gobiernan toleran también razonablemente algunos males para no impedir otros bienes, o incluso para evitar peores males. […] Por consiguiente, aunque pequen en sus ritos, pueden ser tolerados los infieles, sea por algún bien que puede provenir de ello, sea por evitar algún mal». Y pone seguidamente los siguientes ejemplos: «del hecho de observar los judíos sus ritos, en los que estaba prefigurada la verdad de fe que tenemos, proviene la ventaja de que tengamos en nuestros enemigos un testimonio de nuestra fe y cómo, en figura, está representado lo que nosotros creemos. Por esa razón se les toleran sus ritos. No hay, en cambio, razón alguna para tolerar los ritos de los infieles, que no nos aportan ni verdad ni utilidad, a no ser para evitar algún mal, como es el escándalo, o la discordia que ello pudiera originar, o la oposición a la salvación de aquellos que, poco a poco, tolerados de esa manera, se van convirtiendo a la fe. Por eso mismo, en alguna ocasión, toleró también la Iglesia los ritos de los herejes y paganos, cuando era grande la muchedumbre de infieles». (Versión castellana de la B.A.C., edición 2006). (Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta