
Es importante recalcar, en fin, que este genuino bien común ha de entrar de nuevo en juego como criterio corrector siempre que la política excepcional de tolerancia llegará hasta el extremo de ser –según dictamen de la prudencia regnativa– comparativamente más perjudicial que la normal o natural de intolerancia, como se desprende de la advertencia que León XIII profería en su Encíclica Libertas: «Pero ha de confesarse, para juzgar con acierto, que cuanto es mayor el mal que ha de tolerarse en la sociedad, otro tanto dista del mejor este género de sociedad; y además, como la tolerancia de los males es cosa tocante a la prudencia política, ha de estrecharse absolutamente a los límites que pide la causa de esta tolerancia, esto es, al público bienestar [salus publica]. De modo que si daña a éste y ocasiona mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales circunstancias la razón de bien» (§23. Traducción tomada de la oficial autorizada en su día por la Nunciatura y consultable en el n.º de 2 de julio de 1888 de El Siglo Futuro. En la numeración del parágrafo, no obstante, nos ajustamos a la que aparece en la página digital de El Vaticano).
El bien común natural y cristiano ordena la intolerancia como política ordinaria. Este mismo bien común autoriza a veces, e incluso prescribe en algunas ocasiones, acoger una política extraordinaria de tolerancia. Ese sempiterno bien común manda, en fin, la restitución de la política ordinaria de intolerancia cuando la de tolerancia ha perdido la razón de ser coyuntural que justificó su adopción.
La aceptación vaticanosegundista del principio del «Estado moderno» del «derecho a la libertad religiosa», ha tenido como efecto derivado el trastorno o trastocamiento de la noción clásica del bien común preconizada por el Magisterio preconciliar. El bien común ha tenido que ser redefinido en función de ese sagrado «derecho» de la persona humana pregonado por el mundo moderno. Reiteremos una vez más que ese «derecho», según la Declaración pastoral, queda reducido al axioma de que al hombre «tampoco se le puede impedir que obre según su conciencia, principalmente en materia religiosa» (§3). El antedicho Johannes Willebrands, en otra carta de 15 de diciembre de 1965, en contestación a la que redactó con fecha 19 de noviembre el Cardenal Ernesto Ruffini, en la que expresaba cuatro «dificultades» que le había suscitado el consabido postrer Esquema «Sobre la libertad religiosa», condensaba con claridad la novel ideología conciliar al abordar la primera de ellas:
«En cuanto a la primera dificultad, elevada por Su Eminencia, de ella desafortunadamente emerge cómo se continúa en el funesto equívoco de retener que el objeto del derecho proclamado en la Declaración esté constituido por el contenido de la creencia religiosa. Por lo que, siendo aquel derecho reconocido a todos, implícitamente a aquellos que están en el error se vendría a reconocer el derecho de difundir el error: lo que es absurdo, también porque implicaría en los otros el deber de aceptar el error. Pero no es así. El objeto del derecho proclamado en la Declaración presenta un contenido esencialmente negativo: consiste en efecto –como se dice explícitamente en el n. 2– en una inmunidad de coerción. Cierto que de esa inmunidad, de hecho, se puede valer para difundir el error. Pero la difusión del error –hecha de mala o buena fe– no es el ejercicio de un derecho; si acaso, es abuso de él. En tal hipótesis han de tenerse presentes dos relieves. El primero es que el abuso del derecho no comporta la destrucción del derecho. Si así fuese, no existiría más ningún derecho, ya que no hay derecho de que no se pueda abusar y de que, de hecho, no se haya abusado y no se abuse. El segundo relieve es que los Poderes públicos pueden y deben impedir el ejercicio abusivo de un derecho cuando se verifiquen los extremos con arreglo al n. 7, esto es, cuando el ejercicio abusivo se concrete en una violación de un derecho de otros o en grave lesión de la honesta paz pública o de la moralidad pública». (Acta Synodalia, V/3, pp. 657-658. Los subrayados son suyos).
La nueva doctrina conciliar admite a lo sumo, no como una obligación sino como una mera posibilidad, que el poder político reconozca, en el orden jurídico civil, las prerrogativas que por derecho divino positivo pertenecen a la única Iglesia de Cristo; si bien, eso sí, dejando al mismo tiempo a salvo la inviolabilidad del «neoderecho»: «Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas» (DH §6).
En la Relación escrita con que la «Secretaría para la Unidad de los Cristianos» acompañaba al tercer Esquema «Sobre la libertad religiosa» (el llamado Textus emendatus) que presentó ante el Concilio, se insistía expresamente en que dicho reconocimiento no había de suponer jamás una supresión o abolición efectiva del «derecho a la libertad religiosa» en la comunidad política. Para referirse a ese status que en justicia se le debe a la vera Iglesia de Dios en el seno de la respublica, los redactores utilizan la expresión «confesionalidad del Estado», que resulta bastante inconveniente e inadecuada dado su origen en el ámbito protestante como modo de designar la subordinación absoluta al poder político de la estructura sectaria inventada y auspiciada por él, integrándola como una rama más de su aparato de Administración. El párrafo de la Relatio que atañe a nuestro propósito decía así: «Bien comprendida, la doctrina de la libertad religiosa no contradice el concepto histórico del Estado llamado “confesional”. De hecho, la regla de la libertad religiosa veda una intolerancia legal, que consiste en que ciertos ciudadanos o ciertas comunidades religiosas sean reducidas a una posición inferior respecto a los derechos civiles en materia religiosa. Sin embargo, eso no impide que la religión católica sea reconocida por el derecho público humano como religión común de los ciudadanos de una cierta región, o establecida por ese mismo derecho público como religión de Estado. En este caso, sin embargo, hay que velar por que la institución de una religión de Estado no entrañe consecuencias jurídicas o sociales que llevasen atentado contra la igualdad religiosa de todos los ciudadanos ante el derecho público. En otros términos, con un gobierno poseyente de una religión de Estado, el derecho a la libertad religiosa debe (siempre) ser respetado». (Acta Synodalia, III/8, p. 463). (Continuará).
Félix M.ª Martín Antoniano
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