El próximo domingo día 14 de febrero, como es bien sabido, tendrán lugar las elecciones autonómicas al llamado Parlamento de Cataluña. Los partidos que concurren a ellas, con posibilidades de obtener representación y, de resultas, entrar en un gobierno, son harto conocidos tanto por sus desviados principios como por sus obras nefandas. Por un lado, los nacionalistas e independentistas ERC, CUP y las agrupaciones herederas de la antigua Convergència de Catalunya; por otro las facciones dominantes del régimen de 1978, como PP y PSOE, así como los recientes Ciudadanos y Podemos.
No será objeto de las siguientes líneas el peligro destructor que entrañan los partidos recién mentados, pues su gravedad –con ser mucha– no puede oscurecer la que suponen distintos movimientos y agrupaciones declaradamente opuestos al separatismo catalanista. Y es que existe otra clase de separatismo tan perverso y pernicioso como éste: el que difunden grupos como Vox, Dolça Catalunya, la heterogénea y minúscula familia de fachas, nazis e identitarios, o cierta asociación que difunde una especie de neocarlismo parroquial de sacristía, más apropiado para el entretenimiento en fiestas tradicionales, o el teatro, que para la lucha política contrarrevolucionaria.
¿De qué separatismo se trata? Comparaba Francisco Elías de Tejada (cf. ¿Qué es el Carlismo?, § 55) la tradición española, que solamente conserva en toda su integridad el Carlismo, con un bloque berroqueño, del que no cabía hacer fisuras para separar alguna de sus partes, a fin de defenderla aisladamente, pues inevitablemente han de entrar por las grietas las aguas emponzoñadas de la Revolución, que terminan por destruir lo que se pretendía salvaguardar. La exactitud de esta observación se verifica como regla general a lo largo de toda la historia del Carlismo, y cobra especial importancia en el momento que vive el Principado catalán actualmente.
Empezó la Revolución en el siglo XIX pretendiendo conservar la religión y la unidad de la patria con las falsas monarquías liberales que se decían confesionalmente católicas, pero aniquilaban los fueros y los fundamentos del orden antiguo de las Españas. Prosiguió a finales del siglo XIX y a principios del XX con un regionalismo catalanista que quería asegurar ciertas tradiciones regionales, pero separadas de la fidelidad al rey legítimo y degeneraron en un liberalismo conservador contra el que reaccionó otro liberalismo igualmente conservador que confundía (y confunde) la unidad de la patria con el centralismo jacobino, separado de toda idea de tradición. El avance de la revolución terminó de separar del conservadurismo la sombra de monarquía y falsa religión que todavía sostenía, y así se llegó a la II República.
La Cruzada de 1936, aunque pareciera augurar el restablecimiento del orden tradicional de las Españas, se vio malograda cuando el régimen nacido de ella quiso prescindir nuevamente de la fidelidad al rey y a los fueros so pretexto de defender mejor la religión y la unidad de la patria, para terminar vendiendo la primera con la excusa del Concilio Vaticano II y la segunda al amparo de la Constitución de 1978.
Sin embargo, no por todas estas separaciones han dejado de existir en España la religión católica y el rey legítimo, así como el recuerdo, siquiera desfigurado, de las tradiciones de sus antiguos reinos. Las reliquias de todo ello permanecen hoy, aunque parasitadas, envenenadas y deformadas en su mayor parte por la Revolución. Es el separatismo catalanista, pero también el separatismo del centralismo jacobino (Vox, Ciudadanos, Dolça Catalunya, Societat Civil Catalana), sólo preocupados por la unidad administrativa del Estado del que cobran. Es también el separatismo de ese hispanismo de escaparate de Somatemps, liberal en su fondo por la aceptación por lo menos tácita de las instituciones revolucionarias: el «Estado» español, la mal llamada Generalidad de Cataluña, o la Unión Europea; no hay más que ver su Manifiesto de Poblet y las Bases de Montgrony, parecidos en algunos puntos a los principios del «partido carlista» de los hugonotes. Un carlismo impostado que olvida, al defender la patria al modo identitario, que las Españas no se sostienen sin su rey legítimo ni su religión.
El separatismo, en fin, de la compañía de farsantes de ese neocarlismo parroquial que se separa de su religión, de su patria y de su rey. Al no querer ver que el modernismo institucionalizado de resultas del Concilio Vaticano II es el mayor ataque que el Carlismo ha sufrido en su historia. Al reducir la patria a folclore o costumbrismo. Al prescindir de Don Sixto Enrique de Borbón. Ellos, que usurpan el nombre de la Comunión por haberse apoderado, con artes dudosas, de la inscripción en el registro de partidos que se había hecho en su día por orden del propio Don Sixto Enrique. Ellos, que han separado del frente de batalla a un gran número de familias carlistas que habían conseguido sobrevivir al naufragio del postconcilio y los hechos de Montejurra.
Contra todo este separatismo hay un remedio: la vuelta al bloque berroqueño de la Tradición, sin las fisuras que deploraba Francisco Elías de Tejada, la defensa en su integridad de los fueros de la patria, de la unidad y bien común de ésta, mediante la fidelidad al rey legítimo, Don Sixto Enrique de Borbón, para la mayor gloria de Dios, para la salvación de las almas, y por el honor de Nuestra Señora, a quien nadie mejor que los españoles hemos sabido servir.
Huelga, pues, indicar que la única opción posible en los próximos comicios para todos los catalanes de bien, ante la ausencia de candidaturas que combatan el separatismo, es la abstención, a la espera de que en futuras ocasiones, el resurgir de la Comunión Tradicionalista, permita trasladar la guerra contra la Revolución a sus propias instituciones. Mientras tanto, cierren filas lealmente en el verdadero Carlismo, a las órdenes de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón y la Secretaría Política por él instituida, todos cuantos deseen el bien de nuestro Principado, que la Providencia no dejará de premiar nuestros esfuerzos con tal de que hagamos todo lo que esté en nuestras manos en defensa de la Verdad y sus derechos.
Lucio Cisneros, Círculo Tradicionalista Ramón Parés y Vilasau de Barcelona