Infancias soñadas

Europa Press, J Hellín

En el corazón ruinoso del hombre de nuestros días hay un lugar común. Es una llaga que, a la vez que desprecia la naturaleza y la criatura humana, idealiza en cierto modo la infancia. Su misantropía resentida se abalanza sobre la raigambre de la persona. Parece que la alaba, pero la destruye.

Este hombre concibe la infancia humana como un remanso de felicidad sin mancha. ¡Quién volviera a esos dichosos años!, se dice: pues comprende la infancia como una vivencia pura de placer, sin otra preocupación y sin otra participación. De hecho, si en la infancia humana algo perturba esa felicidad de gozo es una imposición externa y antinatural, dispuesta desde la sociedad a través de la potestad extraña de los padres.

La infancia es lo único apreciable de la existencia humana para estos hombres. Y lo es porque consiste en un disfrute individual y despreocupado de goces, oasis de una realidad patética y desprovista de sentido. Ése es su fin propio: el consumo desentendido de placer corporal. En ese sentido, la infancia no es un medio ni un proceso de maduración, no es un viático para una perfección mayor, no es el camino necesario para madurar una naturaleza humana. Todo eso, es una imposición artificial de una sociedad artificiosa.

Esto, naturalmente, es una noción retorcida de la infancia. El resentido inventa el estado de naturaleza de sus sueños. Et in Arcadia, ego, postula una existencia en la que, mientras se diviniza a sí mismo, se libra de todo tipo de responsabilidad. Si la infancia es buena porque consiste en el consumo de placer individualizado, para mí, no me debo a nada ni a nadie. Al contrario, todos se deben a mí, a mi acomodo: existen para agradarme.

Este silogismo que respira el siglo tiene un fundamento falso y arroja conclusiones podridas. Sin embargo, su atractivo no deja de embaucar almas, porque promete nobleza en la mezquindad y comodidad por defecto. ¿Quién se resiste a ser el centro de la existencia, dios de todos y de todas las cosas, que se someten a él por la regla caprichosa de su placer?

Es una falacia que torció a los hombres que la abrigaron en su corazón, que se resqueman ante el orden de la Creación porque no se somete a sus fantasías. Por eso los sujetos que lo sostienen y se meten a padres acaban siendo los peores preceptores, al retorcer a sus hijos retorciendo la comprensión del hombre y del mundo.

Roberto Moreno, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo de Madrid