La propia realización personal –signifique esto lo que signifique, ya que siempre me ha parecido una frase huera– pasa necesariamente en nuestros días por el éxito en el mundo laboral. Es una concepción casi incuestionable, que, casualmente, favorece al capitalismo imperante.
Todo trabajo o esfuerzo que no conlleve una sustanciosa remuneración, o una notable dosis de reconocimiento social, que no adorne debidamente el curriculum, que no cotice, que no deje constancia en la vida laboral o en las oficinas de la Seguridad Social es despreciado.
La principal damnificada, desde esta nueva perspectiva, vendría a ser la mujer, cuyas obligaciones familiares a lo largo de los siglos le habrían impedido pertenecer a ese club de excelencia que hoy llamamos mercado laboral.
Es lastimoso que las propias mujeres nos creamos de verdad que somos –o éramos- víctimas y que nuestro esfuerzo sólo es reconocido si es remunerado y se hace fuera del hogar. Al menos yo, me resisto a creer que cuidar a nuestros seres queridos en las etapas más vulnerables de su vida sea inútil, que educar e instruir a las nuevas generaciones en sus primeros años sea un desperdicio de talento, que mantener un hogar con sus buenas costumbres y su orden sea una tarea vergonzosa. Efectivamente, no son tareas que reporten éxito mundano ni halaguen la vanidad, pero todo católico, hombre o mujer, debería huir de tales aspiraciones.
En los últimos meses se han producido en las residencias de mayores situaciones dantescas, que han llevado a algunos profesionales de la geriatría y la gerontología a recomendar que no se ingresara en ellas a los ancianos. Pero tocar una pieza, supone poner en cuestión todo el sistema. Si los ancianos no deben estar en residencias, es necesario que tengan un hogar. Para que puedan estar en dicho hogar, éste debe estar cuidado y atendido. Para que esté atendido, es precisa la dedicación de una persona durante varias horas. Para poder dedicar tal atención a la casa y a las personas que en ella habitan, es necesario que alguna otra no entre en el mundo laboral y dedique su esfuerzo a realizar estas tareas.
Las labores del hogar no pueden ser desatendidas sin que tiemblen los cimientos de cualquier civilización. Por ello, las mujeres que, sea voluntariamente, sea por motivos económicos, han salido –o han sido lanzadas- al mundo laboral siguen haciéndose cargo de ellas, añadiendo tales tareas a la jornada de trabajo.
La pregunta clave es la siguiente: ¿tiene la mujer en la actualidad la posibilidad de elegir dedicarse en exclusiva al hogar? ¿Puede optar por ello sin presiones sociales y, sobre todo, económicas en contra?
Parecería que la liberación de la mujer ha consistido, sencillamente, en quitarle una obligación –el hogar- que le era propia y que beneficia a la comunidad para imponerle otra obligación –el trabajo remunerado- que beneficia a un sistema que, enemigo declarado de la familia, no tolera esfuerzos que no estén sometidos al perverso régimen financiero actual de monetarización de todo lo existente.
El cuidado de los hijos, de la casa, de la familia y del hogar es una responsabilidad de capital importancia, que no debe menospreciarse por inútil, ni eludirse por costosa. Y ahora, dadas las circunstancias, es también un privilegio inalcanzable para muchas mujeres.
Elena del Rosario Risco Donaire, Margaritas Hispánicas