Muerte en la Cruz, muerte por el virus

Cristo crucificado, Diego de Velázquez

El día 30 de enero del pasado año el Comité de Emergencia de la Organización Mundial de la Salud hizo pública la declaración del Coronavirus de Wuhan de 2019-20 como Emergencia Sanitaria de Preocupación Internacional, si bien, semanas antes, desde que el brote del citado virus ya se extendiera por China, se vinieron realizando varias necropsias clínicas a pacientes del Coronavirus con el fin de estudiar cómo se distribuía en el cuerpo y dónde le atacaba y así entender como afectaba al ser humano.

La primera necropsia de este tipo, publicada en el China Journal of Forensic Medicine, realizada sobre un paciente de la provincia de Hubei demostró que, frente a la normalidad que presentaban el resto de sus órganos, el virus producía en los casos más graves una elevada inflamación pulmonar.

El citado estudio concluyó que la patología del Coronavirus es muy similar a la del SARS ó el MERS con un cuadro de neumonía (inflamación de los pulmones acompañada de fiebre alta, escalofríos, dolor intenso en el torso, tos y expectoración) en los supuestos más severos.

La mencionada necropsia venía a reflejar una elevada inflamación en los pulmones, frente a la normalidad en el resto de sus órganos, que le generó una insuficiencia respiratoria semejante a una fibrosis pulmonar irreversible, al dañar las vías respiratorias profundas y los alveolos pulmonares.

En nuestro país la primera muerte, ocurrida en Valencia el día 13 de febrero del pasado año, reveló que el paciente había fallecido por una neumonía de origen desconocido, si bien, tras un segundo análisis a través de la necropsia clínica, se confirmó la presencia del Coronavirus en el fallecido y es que, como ya se venía apuntando, en los supuestos más graves se producía una dificultad al respirar (disnea), con frecuencia de respiraciones superiores a las treinta por minuto, fallo respiratorio, choque séptico y fallo multiorgánico.

Pues bien, dadas las fechas y tiempo litúrgico en el que nos encontramos, toda esa descripción no dista mucho de la de otra muerte triste e injustamente ocurrida durante un mes de Abril del año 33, por causa de una insuficiencia cardiaca progresiva y basada en trastornos circulatorios, hidroelectrolíticos y respiratorios (insuficiencia respiratoria por lesiones traumáticas).

La flagelación de aquel Hombre, como causa predisponente, debió provocarle una gran hemorragia, iniciando un shock hipovolémico, pues el flagelo se incrustaba en su piel y cada golpe le desgarraba provocando la salida de sangre de forma explosiva. El dolor y la incipiente fiebre no le abandonarían hasta su muerte.

Por su parte, como ya indicara J. Domínguez, la crucifixión no le provocaría grandes hemorragias. El clavo en la muñeca no lesionaba arterias importantes, en cambio en los pies la hemorragia podía ser más grave, ya que discurre el arco arterial plantar profundo, que se forma por la confluencia de las arterias plantares medial y lateral, ambas de la tibial posterior.

Ahora bien, el efecto fisiopatológico más importante de la crucifixión era la interferencia con la respiración normal. El peso del cuerpo, tirando hacia abajo con los brazos extendidos, hacía que éstos adoptasen una angulación de 65°, provocando una expansión importante del tórax, fijando los músculos intercostales y pectorales en una inhalación forzada y dificultando la exhalación.

En la crucifixión la inhalación se convierte en pasiva y la exhalación se transforma en un proceso activo. De este modo, el crucificado puede inhalar pero no puede expulsar el aire; el diafragma y la prensa abdominal son insuficientes en esta postura. De no cambiar la posición, la asfixia se produce en pocos minutos y, para evitarla, el crucificado debe apoyar el peso del cuerpo sobre el clavo de los pies, flexionar el codo y juntar los hombros consiguiendo una elevación del cuerpo suficiente para expulsar el aire viciado.

La situación de asfixia le provoca una hipercapnia, un aumento de CO2 en la sangre y en los músculos una acidosis  láctica ya que tendrían que trabajar en condiciones anaerobias, produciéndose una tetanización, es decir, la aparición de fuertes calambres musculares generalizados.

Esta situación, aparte de producir fuertes dolores, dificultaría la respiración en un círculo vicioso. El dolor sería de auténtico paroxismo por los movimientos de los pies y de las muñecas.

Los movimientos de elevación y descenso le harían rozar la espalda flagelada contra el rugoso madero, reabriendo las heridas y provocando una hemorragia permanente en esta zona corporal.

Pero algo natural, vegetativo, mental y psíquico le obligaba, a pesar del terrible sufrimiento, a realizar estos movimientos sobre la cruz: la imposibilidad  de respirar…la asfixia constante.

Esto era lo atroz de la crucifixión, en la que se obligaba al condenado a evitar su propia muerte por asfixia a costa de un dolor de auténtica locura. Acosado por terribles dolores, calambres y espasmos tetánicos el crucificado, en plena lucidez de pensamiento, veía como se le escapaba la vida lentamente en cada aliento de su respiración. Así era la muerte en la cruz…la summa supplicia como la definía Flavio Josefo.

Este Inocente fue llevado a la muerte a instancia de la acusación formulada por parte de la autoridad religiosa judía del momento, y condenado por la autoridad romana imperante, quienes subestimaron el verdadero poder, la autoridad divina y el reino de un Inocente condenado a muerte que dio su vida por todos nosotros.

Sin duda alguna, esto puede aplicarse a lo que el mundo vive actualmente frente a la pandemia del Covid-19, en la que cientos de miles de personas están entregando sus vidas a diario ante la imprevisión e inoperancia en la gestión por parte de algunos líderes políticos del mundo contra esta plaga viral.

Al igual que sucedió hace dos mil años, como ya dijera Fernández de Buján, todo fue debido a la innoble invasión de la conveniencia política en la recta administración de la Justicia reflejada en el triunfo de la insidia y la hipocresía, cuando se afirmó por la muchedumbre y la autoridad religiosa judía que «no tenían más Rey que César»; a la incompetencia en el ejercicio del poder en manos de un Procurador incapaz, viendo que nada conseguía ante el tumulto más creciente de la masa; a la coacción del poder demagógico de esta masa frente al ejercicio timorato del Procurador corrupto, al quererle dar satisfacción a esa muchedumbre; a la más inicua de las resoluciones del Procurador romano cuando buscaba liberar al acusado; a la conculcación de la legalidad penal, al no concurrir en el acusado ilícito penal alguno; al abuso injusto de un Procurador que, por debilidad en el ejercicio de su potestad y por miedo a perder el poder, dicto una resolución, lavándose las manos, a sabiendas de su injusticia e inocencia del acusado y, en suma, a la victoria de la violación sobre la Ley y de la injusticia sobre el Derecho.

José Raúl Calderón y Peragón, Círculo Tradicionalista General Carlos Calderón de Granada