Ante los recientes comentarios que padecemos tras la celebración del 8M, es significativo apreciar cómo los elementos del debate se entremezclan. La «igualdad» es el punto de arranque y, a la vez, la meta de todos los argumentos.
Cuando consideramos una realidad como principio y fin al mismo tiempo, caben dos salidas a la cuestión. O bien estamos ante un principio que hace que sus partes originadas dependan subsidiariamente de él, y que sin él no pueden existir. O bien estamos ante un absurdo. En el caso de la igualdad revolucionaria o liberal, no es muy complejo cerciorarse de que nos encontramos en el segundo caso.
La subordinación de realidades como la familia, el trabajo, el municipio, no deben su propio ser a la igualdad moderna, impuesta políticamente cuando triunfó la revolución francesa. Esto es evidente. Antes de que en Francia triunfase la revolución, existían la familia y las otras realidades naturales, que no deben nada a la igualdad, aunque hoy traten de torcerlas para sentar su base en la igualdad.
La libre determinación incubada por el liberalismo, como toda falsedad, necesita una «dulce» ilusión para legitimar los graves desórdenes prácticos que llevan a cabo en el orden de los principios. Esta ilusión casi siempre fue la igualdad. En Francia, los revolucionarios clamaban por la igualdad política, en Rusia —desde los principios franceses— se clamaba por la económica.
Hoy, se combate por la igualdad contra el último bastión de la naturaleza: la familia. Y es que todo lo natural presenta una jerarquía. La Revolución, como ideología luciferina se rebela contra el Creador y contra su obra, la Creación. Para el liberalismo, la naturaleza es el enemigo a abatir.
¿Por qué? Nuestra naturaleza contiene el «principio de organización y movimiento» propio de los hombres como seres naturales. En nuestra propia naturaleza tenemos dados los fines hacia los que nos dirigimos, que son unos y no otros, ni tampoco cualesquiera. La naturaleza dicta el término de nuestra perfección o realización natural. Pero esta verdad quiebra el axioma liberal, que defiende falazmente la libertad como una potestad absoluta del hombrede elegir su fin.
La igualdad es una quimera revolucionaria. En su inicio, porque impulsa los fieros ataques de las hordas revolucionarias contra Dios y la Creación. Como fin, porque en la medida en que lo planteado por el igualitarismo es un imposible antinatural, debe permanecer como fin eternamente inalcanzable.
Como la zanahoria que cuelga del cordel del burro para evitar que se detenga en su carrera. Del mismo modo, la igualdad revolucionaria, de la cual siempre «estamos tan lejos», mantiene al pueblo ocupado en cruzadas que, cuando no caen en la perversidad, lo hacen en la propia inanidad.
Miguel Quesada/Círculo Hispalense