Para alguien que haya crecido en Brasil y que esté acostumbrado a las bellas y delicadas imágenes francesas de Nuestra Señora de Lourdes, de la Virgen de la Medalla Milagrosa o de la portuguesa Nuestra Señora de Fátima, puede ser altamente impactante llegar a vivir a una ciudad de raíces hispanas y contemplar las imágenes barrocas de Cristo, de la Virgen de los Dolores y de San Juan Apóstol en medio de las sobrecogedoras procesiones patronales de la Semana Santa.
El realismo dramático del barroco español plasmado en las imágenes y en sus atuendos, en sus pinturas, altares y procesiones —que otrora sirvieron para reafirmar la fe de la Iglesia en tiempos de la llamada Contrarreforma y tuvieron una fundamental importancia en la catequesis y evangelización de América—, en estos días sagrados manifiesta con elocuencia verdades teológicas mancilladas por el modernismo.
En contraste con la arquitectura minimalista y aséptica de los modernos templos católicos, este barroco aún presente en las iglesias de sillar de la Ciudad Blanca impacta por su expresividad, colores vivos y temática. Los tópicos del barroco armonizaban de manera admirable su impresionante estética, su finalidad catequética y su conexión con las grandes verdades teológicas creídas por siglos. Se opone al pensamiento insano, irracional e inconsistente de un Bergson, un Blondel o un Loisy, que pusieron en duda la divinidad de Cristo y Su historicidad, como si el Cristo de la Fe fuera una mera construcción comunitaria y simbólica de los Apóstoles.
Hay que volver a la esencia de la catequesis al contemplar al Cristo del Gran Poder, al Justo Juez, al Cristo yacente en la urna procesional, y así redescubrir la verdad de la Encarnación y de la Redención del Hijo de Dios. Con un cuerpo cubierto de llagas y heridas abiertas en rodillas, torso y hombros, y con el rostro entumecido cargado de sufrimiento que recoge el abandono y la tristeza, la Santa Faz de Nuestro Señor nos enseña la necesidad de que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hiciera hombre para satisfacer la culpa infinita contraída por nuestros primeros padres, Adán y Eva, y de la cual todo el género humano se hizo heredero.
Hoy no se explica la grave necesidad de por qué Dios tuvo que hacerse hombre para salvarnos. Las catequesis modernas, cargadas de un sentimentalismo tan profundo como la orilla del mar, se limitan a decir que fue por amor. Y lo fue. Pero eso no es todo, hay que comprender la grandeza de ese amor.
«El pecado nos había privado de la gracia de Dios y de la herencia del cielo y, además, nos había hecho esclavos de Satanás y reos del infierno. Nada había en todo lo criado, ni podía haber en todo lo criable, que fuera capaz de reparar nuestra desgracia, porque siendo tanto mayor una ofensa cuanto es mayor la majestad ofendida, y siendo infinita la majestad de Dios ofendida por el pecado, la ofensa era infinita; y una ofensa infinita no podía ser reparada ni por todo lo criado ni por todo lo criable, porque todo lo criado y todo lo criable es limitado y finito. Por consiguiente, después del pecado, no nos restaba otro destino que penar eternamente en el infierno como los ángeles rebeldes, y mezclados con ellos. Pero ¡oh abismo de piedad y misericordia! Este mismo Dios infinitamente ofendido, salió a reparar Él mismo esta ofensa infinita; y lo que no había hecho por los ángeles, criaturas tan hermosas y perfectas, lo hizo por los hombres, criaturas tan inferiores a los ángeles. Se hizo hombre por redimirnos» (García Mazo, Santiago José. El Catecismo de la doctrina cristiana explicado. Valladolid, 1900, pg. 56)
Y San León Magno habla en un bellísimo sermón: «Ya que el Hijo de Dios, al llegar la plenitud de los tiempos dispuestos por los inescrutables designios del Divino Consejo, tomó la naturaleza humana para reconciliarla con su Autor, a fin de que el diablo, inventor de la muerte, fuese vencido por la misma (naturaleza) que él había dominado. En esta lucha, emprendida por nosotros, se peleó según las mejores y maravillosas reglas de la equidad, pues el Señor todopoderoso combatió con el crudelísimo enemigo, no en su majestad sino en nuestra humildad, oponiéndole la misma forma y la misma naturaleza, la que participa, desde luego, de nuestra mortalidad, aunque libre en todo de pecado. […] De no haber sido Dios no nos hubiera proporcionado remedio; de no haber sido hombre no nos hubiera dado ejemplo» (San León Magno, Sermón I de la Natividad del Señor).
Estas enseñanzas de la catequesis tradicional son de suma importancia para todo católico que se empeñe por salvarse, por la salvación de los demás y la salvaguarda de la Fe. Porque días son los nuestros en que se pone de relieve una pseudo misericordia divina que todo perdona, aunque el pecador no se arrepienta; una salvación universal a todos los hombres de todas las religiones; una misericordia extendida a todos, a quienes da igual creer en Jesucristo, Buda, Confucio, Mahoma o Visnú. Una misericordia sin justicia. Una misericordia que finalmente rechaza el supremo sacrificio de Cristo para satisfacer por nuestros pecados al Padre.
Un rechazo a la Justicia Divina y una increencia en el infierno, como si éste fuera un simple cuento para asustar a los niños, obsoleto para tiempos evolucionados que recibirían con mayor entusiasmo el infierno vacío de Von Balthasar. Todo esto atenta contra la Santísima Trinidad; contra Nuestro Señor Jesucristo, su vida, obra, enseñanzas, Sacrificio, Muerte y Resurrección. Y contra toda la Doctrina Católica. Porque si todos se pueden salvar por una misericordia que se sobrepone a la Justicia, entonces ¿cuál es la necesidad de que Jesucristo haya sido ajusticiado para redimirnos del pecado?
Ya decía un santo que más almas van al infierno por creer de modo impropio en la misericordia divina que por creer en su justicia de modo exacto. Porque con la falsa esperanza de que Dios se va apiadar de ellas, siguen pecando y no se esfuerzan por su conversión. Hasta que la muerte se las lleva en completa impenitencia.
Que Dios nos libre de eso, porque, por respetos humanos, por la mal entendida tolerancia y un concepto falso de la caridad, muchos son los que se pierden y arrastran con ellos multitud de almas.
Marina Macintyre, Margaritas Hispánicas