Con Franco, ¿vivíamos mejor?

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Alguna que otra vez se oye esta coletilla cuando se describen los males sociales objetivos que sufrimos los españoles bajo el actual sistema revolucionario del 78. En boca del descontento no se trata tanto de una forma particular del antiguo adagio «todo tiempo pasado fue mejor», como sí de una implícita reivindicación de las políticas implementadas por los sucesivos «gobiernos» del dictador, con especial referencia a los de la época liberal-tecnocrática (1957-1973).

Los ministros de esta última etapa, diplomados en la especialidad de ingeniería social, tenían el mandato de aplicar en suelo español las directrices «ortodoxas» emanadas de los organismos internacionales, destacándose como primordiales las relacionadas con el tema económico. Para facilitar su implantación, las organizaciones específicamente encargadas de orientar las medidas idóneas correspondientes a un «país en vías de desarrollo» –FMI y Banco Mundial principalmente, ayudadas por consorcios bancarios privados multinacionales–, regaron con grandes sumas de dinero todos estos ambiciosos proyectos sociológicos.

El objetivo, finalmente conseguido, apuntaba a la consolidación del llamado Estado Servil, es decir, a la masificación definitiva de la población española y el consiguiente reforzamiento del Estado totalitario-providente, en perfecto paralelismo con las mismas líneas seguidas en los demás Estados de nuestro entorno occidental. Suponemos que cuando Franco calificaba de «clase media» al producto social legado por él, se referiría a sus cualidades de «medianía» o «mediocridad», propias de toda disociedad.

No hace falta recordar que la promoción o fomento de un Estado masificador o esclavista está en las antípodas de la política propia de un verdadero régimen de Cristiandad, favorecedor de una sociedad propietaria y de un auténtico pueblo socialmente vivo e independiente. Así, Pío XII afirmaba: «La dignidad de la persona humana exige, pues, normalmente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar a todos, en cuanto sea posible, una propiedad privada. Las normas jurídicas positivas […], si quieren contribuir a la pacificación de la comunidad, deberán impedir que el obrero, que es o será padre de familia, se vea condenado a una dependencia y esclavitud económica inconciliable con sus derechos de persona. Que esta esclavitud se derive del predominio del capital privado o del poder del Estado, el efecto no cambia».

No negamos que estas políticas cimentadoras del Estado Servil puedan traer consigo, accidentalmente, provisionales o efímeras fases de abundancia material para la población, pero esto no quita ni un ápice a su iniquidad y maldad intrínsecas. Una situación política en la que se garantice la seguridad económica a costa de la libertad o independencia económica, es algo perfectamente viable, y, de hecho, en eso consiste la política fabiana auspiciada por los tecnócratas domésticos e internacionales. Como muy bien señalaba C. H. Douglas: «La abolición de la pobreza en medio de la abundancia, si bien es importante, no constituye el meollo del problema. Es perfectamente concebible una situación en la que al pueblo se le pueda proveer de todo como a esclavos muy bien alimentados».

No tiene ningún sentido lamentarse de una fase (aparentemente peor) y abogar por otra (aparentemente menos mala), cuando ambas forman parte indisoluble de un mismo y único proceso homogéneo anticristiano y antinatural. Sería como si un enfermo de cáncer se quejara del dolor de la fase de metástasis y añorara las anteriores fases menos dolorosas de desarrollo del tumor.

Cuando un determinado itinerario es esencialmente malo, la solución no está en ninguna de sus sucesivas etapas, sino en el rechazo absoluto y frontal de todo su conjunto. Es más, en el proceso de totalitarización-masificación que venimos exponiendo, la fase provisional de bonanza y bienestar vendría a servir para una «mejor» introducción de la población en subsiguientes medidas de mayor control (como un ratón que acude al queso de la ratonera); quedándonos, al final, sin prosperidad material y sin resquicio alguno de libertad o autonomía.

Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Carlos Calderón de Granada.