La crisis del orden cristiano, acelerada vertiginosamente en las últimas décadas, le ha dado al deber de evangelización un sentido más urgente, más serio y sin duda mucho más político. Sí, político. Pues es por conducto de la política como ahora se están destruyendo todas y cada una de las instituciones cristianas que forjaron la sociedad católica que alguna vez fue Colombia. Quizás semejante degradación cultural a la que nos enfrentamos, sea una paradójica oportunidad para defender y propagar, sin ninguna tibieza, temor o concesión, la doctrina cristiana que desde hace dos mil años cambió para bien y para siempre al mundo.
A las cosas concretas: la prioridad y centro de la acción es la Misa, la tradicional, la de siempre. De aquél divino sacrificio se fundamenta toda nuestra esperanza y el propósito que nos impulsa a instaurar el gobierno de Cristo sobre nuestra patria. La primera de las acusaciones será la de extremistas, la de adherentes a una pequeña secta de fanáticos. Solo basta con responder que a nuestra «pequeña secta» también pertenecieron todos los padres y doctores de la Iglesia y que los reinos cristianos del mundo se rigieron bajo su doctrina durante cientos años.
El particularismo carlista, en el caso americano, obedece a una circunstancia legitimista y obvia propia de los pueblos hispanos, que ven en la Monarquía Católica el sello de una tradición garantizada por el rey, el amor a nuestra patria Colombia y el apego a nuestros fueros y derechos. Quien pretenda oponer el amor por Colombia y nuestras tradiciones cristianas con el carlismo, ofende tres siglos de monarquía y dos siglos de una república que fracasó en su esfuerzo por ser católica. Pues, aunque hubo intentos notables por cristianizar el régimen político instaurado tras el final del período virreinal, lo cierto es que ninguno tuvo éxito. Hoy verificamos que el experimento republicano fracasó de manera contundente, nos condujo a un régimen político anti cristiano, que gracias a la agencia de sus operadores legislativos, administrativos y judiciales se encargan desde el Estado de socavar todos los valores morales en los que se basaba nuestra sociedad colombiana.
Hace pocas semanas cientos de feministas histéricas estuvieron a punto de quemar la Iglesia de San Francisco, símbolo máximo de la tradición católica en nuestro país. El propósito era profanar el templo y exigir el «derecho» a asesinar a sus propios bebés. Esas mismas ideas las profesan los jueces, congresistas y ministros que hoy ocupan las más alta corporaciones. El enemigo ya no se disfraza y el peligro es inminente, no hay espera.
El alto clero, dirigente natural de la causa cristiana en Colombia, es tímido, cobarde si aún tiene fe o complaciente con el mal si ya la perdió. La guía que queda no es otra que la tradición y el propósito no puede ser otro que el de difundirla y defenderla. La creación de círculos carlistas en las universidades, en las parroquias tradicionalistas, en los medios digitales de comunicación es una prioridad inmediata en mora de ser ejecutada. La guía de sacerdotes comprometidos también es fundamental. La labor carlista no es otra cosa que la labor cristiana. En consecuencia, es una obligación para el católico pasar a la acción política gritando ¡Viva Cristo Rey!
Santiago Quijano, Círculo Carlista Santa Fe de Bogotá