«El rey reina, pero no gobierna»

El Rey Felipe V, por Jean Ranc, 1723.

En algunos pueblos occidentales, como el español, los revolucionarios consideraron «prudente» para sus fines el establecimiento de un simulacro de «Monarquía», que les permitiera avanzar mejor en sus planes, que habrían resultado difíciles de imponer a la población mediante un sistema abiertamente revolucionario.

Esa falsa «Monarquía», encarnada por sujetos usurpadores dispuestos a colaborar con la Revolución, contiene, sin embargo, las características esenciales de un sistema republicano propio del «derecho» nuevo del régimen revolucionario.

Uno de sus rasgos principales es el de la sustracción de la soberanía o poder supremo del que gozaba el Monarca legítimo en el Antiguo Régimen: es el principio de autoridad real suprema, principio o ley fundamental del multisecular régimen de la Monarquía española, por el cual el Rey no podía ser juzgado por nadie en el orden civil.

Los revolucionarios idearon un sistema en virtud del cual se dejaba nominalmente a salvo la «inviolabilidad» y «supremacía» de la figura del llamado «Rey», quedándose en la práctica sin poder efectivo ninguno y convertido poco menos que en un funcionario asalariado.

Magín Ferrer vio clara la naturaleza republicana de este sistema, disimulada bajo toda esa tramoya pseudomonárquica. Decía en el Tomo I de sus Leyes de la Monarquía Española: «la Revolución ha despojado a los Reyes del fundamento de su soberanía, y ha establecido un sistema político, republicano en el hecho, y monárquico en el nombre. Es la distinción que se ha hecho […] entre el Rey y Gobierno del Rey. Puesta esta distinción, se ha pasado más adelante, y se ha establecido que el Rey reina, pero no gobierna».

Continúa diciendo: «Las consecuencias han sido que el Rey no es más que una persona privilegiada, cuyo oficio es firmar lo que dice su Gobierno, y para cuyo trabajo se le señalan algunos millones de sueldo; que el Rey no es responsable por ninguno de sus actos políticos, porque ningún acto tiene fuerza si no va firmado por su Gobierno; que el Gobierno es responsable, y no es responsable el Rey, puesto que el Rey sin el Gobierno no tiene autoridad ni fuerza para mandar, ni para exigir la responsabilidad; y la última consecuencia es que hay un Tribunal que puede juzgar al Gobierno del Rey (es decir, las nuevas falsas ‘Cortes’)».

Magín Ferrer continúa exponiendo que «el Rey no es Soberano, porque existe un tribunal independiente que juzga a su Gobierno; ni es vasallo o súbdito, porque no está sujeto a superior alguno. Dígasenos francamente si esto es otra cosa que una república, en que seis hombres (¡hoy ya son hasta 22!, cosas del progreso), llamados disyuntivamente ministros, y colectivamente Gobierno del Rey, están sujetos al Tribunal llamado de la Nación; o bien una oligarquía, cuando estos seis hombres tienen arte para eludir la fuerza del Tribunal de la Nación [lo cual sucede cuando todos pertenecen a un mismo partido político, que es lo que suele ocurrir]».

No es necesario recordar que el modelo primordial que ha servido de referencia a todos estos sucesivos sistemas de «Monarquía» constitucional es del ordenamiento británico, cuya implantación quedó consumada tras la llamada «Gloriosa Revolución» de 1688.

Dada la resistencia de los monarcas legítimos españoles a esta aberración revolucionario-republicana, anuladora del poder supremo real, solamente pudieron los revolucionarios valerse de usurpadores expulsados de la Familia Real española para poder llevar a cabo sus nuevas estructuras republicanas. En el ámbito religioso, la misma depresión de la autoridad papal se produciría con la introducción de la colegialidad en la Iglesia a través de las nuevas doctrinas del Vaticano II.

Félix Mª Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Carlos Calderón de Granada