El derecho prohibido

La reina Isabel la Católica, presidiendo la educación de sus hijos. Autor: Lozano Sirgo, Isidoro Santos - 1826 – 1895. Museo del Prado

A las mujeres, se nos da el «derecho» de hacer lo que queramos con nuestras vidas. Pero cuando una de nosotras elige casarse, ser madre y dedicarse a la familia, el asunto cambia. ¡Cuántas son las ideas que la mentalidad liberal vocifera con virulencia a las mujeres sobre las inconveniencias de esta elección!

La misma mentalidad que nos «empodera» a ocupar todos los puestos que antes no nos eran comunes, nos desalienta —cuando no impide— de ocupar el natural e insustituible lugar que nos toca en la sociedad: el hogar.

Con discursos sobre «la necesidad de emanciparse», de «liberarse de las amarras del patriarcado opresor», de «realizarse personal y profesionalmente», de «empoderarse» para mostrar una mayor valía, se busca convencernos de que tener hijos, cuidarlos y cultivar el hogar es poca cosa, cuando no perniciosa y degradante para la mujer.

Entre las conveniencias que esta mentalidad presenta, ser madre sería una solución para que la mujer resuelva sus vacíos afectivos; realice su sueño pueril de tener un bebé; o se garantice una ancianidad no tan solitaria. 

Entre los inconvenientes, la lista se hace más larga. Porque el hijo puede ser visto como un obstáculo para la «realización personal» de la madre e incluso para los proyectos de los esposos, que parecen ignorar las finalidades del matrimonio y se cierran tantas veces en una vida cómoda de a dos. No falta la idea de que tener hijos es económicamente desventajoso. Abundan los artículos sobre los gastos económicos que cada hijo implica. Y no faltan los consejos de gente «muy sensata» pontificando que, en nuestros días, hay que buscar tener hijos desde una «paternidad responsable». 

Claro está que la mencionada «paternidad responsable» implica tener la vida bajo control y planificada según los dictámenes individualistas y funcionales que imperan en nuestros tiempos. Parece ser cosa anacrónica confiar en la voluntad de Dios y en Su Divina Providencia. Así, la apertura a la vida —condición intrínseca del matrimonio— queda desplazada por el número de hijos que los esposos decidan tener. 

Las grandes ciudades, con su ritmo vertiginoso, sus costos de vida elevados, pisos cada vez más apretados, parecen cada vez más adversas a las familias numerosas. Vivimos en tiempos hostiles a todo lo que Dios ha querido y establecido en el mundo. Y el matrimonio y la familia son los principales blancos acechados por los enemigos de Dios y del hombre. 

Pero los que abrazan el matrimonio deben poner toda su atención en lo que implica esta vocación elevada sacramentalmente por Nuestro Señor Jesucristo; porque, por un lado, los novios aceptan amarse en toda circunstancia, buena o adversa. En un amor exclusivo y para toda la vida. Por otro lado, aceptan recibir de Dios todos los hijos que Él les mande. Hijos que serán frutos visibles de la fecundidad de su amor. 

A los que nos llaman irresponsables por tener cuantos hijos Dios nos dé, hay que contestarles que la apertura a la vida es lo más responsable y coherente con las promesas que hicimos libremente en el Altar. 

A los que declaran que esta elección es una renuncia a la realización personal de la mujer, hay que decirles que para toda elección hay una renuncia. Renunciar a ciertos logros por vivir con lealtad la vocación abrazada es poner en su sitio lo prioritario sobre lo secundario.

A los que afirman que quedarse en casa con los hijos es acomodarse a una rutina mediocre, hay que enseñarles que la mediocridad está en el corazón y en la infecunda vida de quien no vive más que para sí mismo.  

Ahora bien, ¿y si las mujeres jóvenes y adultas, solteras y casadas alzamos los ojos y el corazón al horizonte inmenso que implica fundar un hogar con el esposo y cooperar mano a mano con Dios en la formación de cada hijo que Él entregue a nuestro cuidado? ¿Es poca cosa participar en la generación del hijo y conducirlo en esta vida con la mirada puesta en la otra? ¿Poca cosa es educarlo a cada uno en la virtud, en el conocimiento de Dios, en Su amor, en el compromiso con Sus derechos en este mundo, con la salvación de los hombres y con el bien común?

La tarea de la mujer casada va más allá de atender a las necesidades materiales del esposo y de los hijos. La mujer es la que hace cultura en su hogar. En la decoración de la casa —con los detalles que hacen de ésta algo propio de la familia—, en la forma como educa a sus hijos, en la disposición de los horarios: ahí está la mano femenina.

Para terminar, quisiera compartir un fragmento del diálogo entre dos abades sobre la madre de San Bernardo de Claraval. Es para mí fuente de inspiración y recordatorio de la misión de toda madre católica:

«Admito que el deber cumplido hace al soldado —contestó Jarenton—; pero el deber que se cumple con amor, el deber que se cumple porque es la voluntad de Dios y se realiza solamente para glorificar a Dios no puede decirse que se cumple con un sentido militar. Y eso es lo que hizo Alice de Montbar. Hay millones de madres, Federico, que son madres nada más, pero que podrían ser “madres santas” si sobrenaturalizasen lo natural. Aman con locura a sus hijos y hacen por ellos todo lo que pueden; pero no lo hacen por el mayor honor y gloria de Dios. Preparan a sus hijos para esta vida, pero no para la otra. Los preparan para que ocupen su puesto debido en la sociedad y su posición en el mundo, olvidando con demasiada frecuencia que tienen un lugar en la sociedad de los santos y una posición que obtener en el otro mundo. Alice de Montbar preparó a sus hijos para ambos mundos y ambas sociedades.» (M. Raymond, O.C.S.O., La familia que alcanzó a Cristo, Herder, España, 2006, p. 70).

Marina Macintyre/Margaritas Hispánicas