¡Pederastia en la Iglesia!

La destrucción de Sodoma y Gomorra, John Martin, 1832.

Las noticias nos han humillado. Primero fue zarandeada la Iglesia en los EE.UU., hoy lo es en Irlanda y se anuncia algo similar en Alemania. Por lo demás, hay rumores que afectan con diversa intensidad a todos los países del mundo. ¡Quién lo hubiera imaginado! ¿Podemos aún hablar de la Santa Iglesia? La vergüenza nos tiene mudos.

Hay dos actitudes igualmente viciosas que hemos de descartar: Una, la de los que minimizan el drama y piensan que hay una enorme exageración fomentada por los medios que viven del escándalo. Por lo demás, hace ya bastante tiempo que la prensa internacional está dominada por los enemigos de la Iglesia. La inmensa mayoría de los sacerdotes son fieles a sus votos y no los hemos de juzgar por unos pocos pervertidos. Otra, la de los que exageran los hechos y piensan que así son todos los sacerdotes. «¡Ya lo decía yo! No se puede confiar en los curas». 

Es obvio que los pederastas serán siempre una ínfima minoría. Pero que haya tantos en un estamento que se somete voluntaria y libremente al voto de castidad, es algo insufrible, es horrible. 

En consecuencia, ni lo uno ni lo otro. Creo que ambas posturas son inadecuadas y es un consuelo, ¡harto tardío!, el que la Suprema Autoridad haya tomado cartas en el asunto y ordene que se enfrente el problema. ¡Por fin! 

Como soy un simple laico, no pretendo inmiscuirme en lo que es asunto de la Jerarquía. Mi intención al escribir estas líneas es otra. Simplemente, consultar las Escrituras a ver si nos ilumina sobre el particular.

Pues la ira del Dios se manifiesta desde el Cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que injustamente cohíben la verdad (…) de manera que no tienen excusa; porque conocieron a Dios y no lo glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos y su insensato corazón fue oscurecido (…) Por lo cual Dios los entregó a la inmundicia en las concupiscencias de su corazón, de modo que afrentasen sus propios cuerpos (…) Por esto los entregó Dios a pasiones vergonzosas, pues hasta sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza. E igualmente los varones se abrazaron en mutua concupiscencia, cometiendo cosas ignominiosas varones con varones, y recibiendo en sí mismos la paga merecida a sus extravíos. 

Rom. 1, 18-27. (Trad. De Straubinger)

Ya sé que san Pablo se refiere expresamente a la idolatría. Para convencerse de ello hay que acudir al texto y leer las palabras que dejé bajo puntos suspensivos. Sin embargo, pienso que no es una audacia el alargar el sentido más allá, porque san Pablo se refiere a que no se le ha dado la debida gloria al verdadero Dios. El modo cómo los hombres damos la gloria a Dios es el culto, y el verdadero culto que el verdadero Dios hoy nos exige es la renovación del santo sacrifico de la Cruz. Quien atente contra este culto, cae bajo la maldición de san Pablo.

La Iglesia, desde su inicio, dio este culto a Dios. Algunos herejes gnósticos, desde el siglo II, comenzaron a dejarlo de lado. Era un modo fácil de comprender qué asamblea cristiana pertenecía a la verdadera Iglesia y cuál no: la que mantenía la misa lo era; la otra no. El gran quiebre del siglo XI no tocó la misa. Los primeros herejes protestantes la «mantuvieron», si bien le quitaron su verdadero sentido y la convirtieron en un memorial de la pasión. Los que vinieron después, la olvidaron por completo.

El concilio Vaticano II ha sido llamado el concilio del cambio. Grave error. Sólo se cambia lo que anda mal. Llamar así a un concilio implica aseverar que la Iglesia anda mal. Su primer fruto fue la reforma litúrgica. Eso puede insinuar que la Iglesia no había sabido dar un buen culto a Dios, al menos, no uno apropiado a nuestros tiempos. Se desacralizó de un modo francamente increíble la liturgia hasta cambiar completamente su espíritu. El cardenal Ratzinger reconoció que se estaban diciendo, en algunos lugares, misas inválidas. El desconcierto que siguió a la magna asamblea fue tal, que muchos llegaron a convencerse de que no se sabía en qué creía la Iglesia. Lo oí de labios de un catedrático de la universidad complutense de Madrid…

Mas el Magisterio Supremo cerró los ojos a tanto escándalo, a tanta herejía. Se abolieron medidas preventivas ancestrales. Comenzó un masivo éxodo de católicos, especialmente de sacerdotes y religiosos. 

Hoy enfrentamos esta vergüenza que nos humilla profundamente. ¿Cuál es la causa? Repasemos las palabras de san Pablo. Estos vicios sexuales contrarios a la naturaleza son un castigo de Dios enviado a los que no lo reconocieron ni le dieron la gloria que se le debía, entregándolos Dios a pasiones vergonzosas hasta a sus mujeres… 

¿No estará aquí la causa de tanto desastre? Vale la pena meditarlo. Entretanto esperamos con ansia la reforma de la reforma, que vuelva a darle a la Santa Misa el carácter sagrado que nunca debió haber perdido y el de sacrificio propiciatorio; que hoy, muy sutilmente, por cierto, niega.

Juan Carlos Ossandón Valdés, Círculo tradicionalista Antonio de Quintanilla y Santiago de Chile