
Cristóbal Colón y el actual Jefe de Estado juntos, destrozados y decapitados en el suelo. Sucedió el pasado 12 de octubre en las calles pamplonicas. El partido nacionalista vasquista de nombre «Sortu» montó un circo frente la carlista «Casa Baleztena», afentada con semejante espectáculo.
Sortu organizó una concentración, denunciando «el colonialismo y el imperialismo español» y exaltando su revisionismo etnicista bajo el lema «Gora herriak». Por ello que colocaron dos estatuas de Cristóbal Colón y del Jefe de Estado ante el Palacio de Navarra y las derribaron contra el suelo. Aunque nada tenga que ver la velocidad con el tocino.
No pueden imaginarse cosas más dispares: La guardia civil, Cristóbal Colón, el ususrpador Felipe llamado el IV, «Euskal Herria», democracia… Intentar relacionar tan loca lluvia de ideas es tarea para un peligroso ignorante. Nada más lamentable que las palabras referidas al colonialismo español, mancillando el nombre del pueblo vasco.
Este es el drama que nos toca vivir. Se pretende falazmente que la historia de España es una historia de sometimiento a todo pueblo con peculiaridades respecto del resto de regiones españolas. Desde el interés separatista, se confunden los males revolucionarios del Estado liberal con la virtud de un régimen natural, como la Monarquía católica.
Pero fue precisamente con la caída de la Monarquía Tradicional cuando se empezó a despreciar y perseguir todas las sociedades menores internas de la patria: el orden familiar, el municipal, la región. En realidad, todos los nacionalismos que carcomen España son herederos del régimen liberal. Su proyecto político consiste en reproducir el mismo Estado, el mismo centralismo, sólo que a escala regional.
Bajo la Monarquía Hispánica era clara la pertenencia a un mismo régimen político, moteado en sus entrañas de una pluralidad variadísima. El español vasco amaba lo vasco y rendía honores a su rey. El español de Nueva Granada amaba lo suyo y reconocía en el rey la autoridad venida de Dios. Así con todos los reinos de la Monarquía. La unidad política implica y requiere la pluralidad de órdenes interna. El mismo monarca se encargaba de fomentarla y de custodiarla. Con la caída de la Monarquía estrictamente hablando, con la llegada de la Revolución y el liberalismo, el nuevo Estado impostor trata de acabar con toda esa riqueza.
El enemigo no es España, no es la Monarquía: es el liberalismo. Es el liberalismo el que nos ha intentado someter, uniformar y acabar con las diferencias legítimas entre españoles, ignorando la riqueza de España. El pueblo vasco sólo ha sido verdaderamente glorioso, con los reconocimientos de toda España, bajo el manto de una Monarquía que reconocía la variedad de su pueblo. Pero la actual república coronada, este régimen liberal y uniformador, es el que acabará con la peculiaridad vasca, como con las otras. De manos de los jacobinos a escala nacional, o de los jacobinos a escala autonómica.
Antonio de Jaso, Navarra