
Mi primera y Santa Comunión fue en Legorreta en 1964 cuando las perversas garras del modernismo todavía no se habían adueñado de la Iglesia vasca (que resultó una catástrofe absoluta, de consecuencias apocalípticas para la Fe). La catequesis previa la daba el erretorea (párroco) Don Juan, que ya era un pequeño modernista, aunque celebraba la multitudinaria y tradicional Santa Misa en latín (cuya asistencia se derrumbó aparatosamente con la imposición del Novus Ordo).
A tal efecto para esta magna fecha, era de rigor un devoto traje, consistente en hábito y cordón blancos a modo de santa y recoleta postulante.
Este gran sacramento y festejo lo disfrutamos familiarmente con un fantástico y memorable chocolate con churros en la confitería Otaegi, celebración usual en la época frente a los pantagruélicos festines paganos que vinieron después. A continuación, tuvimos la oportunidad de jugar con todos los primos en los campos boscosos de Villa Eulalia, una típica villa de las Vascongadas costeras, en el emblemático Monte Igueldo donostiarra. En aquel año la película «Tarzán y su hijo» triunfaba entre el público infantil regional y no pude retraerme a su selvático influjo, de modo que fue un desenfrenado trepar y encaramarme cual katagorriya (ardilla en vascuence local) a los cerezos, robles y laureles propios del boscaje autóctono cantábrico, con tal ligereza y habilidad que ni Jane, la mujer de Tarzán, habría soñado ejecutar. El resultado de esta feliz y frenética expansión fue que el inmaculado y blanco traje quedó magníficamente tachonado y manchado del verde fresco de los gereziondoak (cerezos), cual efectiva ropa de camuflaje. Era la viva imagen de las bravas margaritas, como Dominica Ruiz de Vallejo, que en el XIX, emboscadas, atacaron con éxito a los gabachos y posteriormente a los liberales, que huían despavoridos, más bien aterrorizados, ante los belicosos irrintzis (gritos aborígenes) femeninos ( y sus certeros tiros carlistas, claro).
Volviendo a la fábrica de Legorreta me resulta amargo tener que explicar que en aquellos tiempos empezaba a infiltrarse la ideología marxista y revolucionaria en los pueblos, algo inimaginable en la sociedad tradicional vasca, a partir de las empresas industriales emergentes. El comunismo planifica la creación de «células comunistas» de agitación y propaganda cuando se siente en inferioridad de condiciones, con vistas a propagarse y, finalmente, imponer y avasallar con su ideología aguafiestas. La fábrica de Legorreta era modélica, con 200 trabajadores (y muy larga lista de espera), lo que daba un extraordinario empuje a un pequeño y aislado pueblo montañoso. Precisamente, por ello, fue el objetivo a batir por parte de los revolucionarios. Para ello, la célula comunista (con dos cabecillas de fuera infiltrados a propósito) emponzoñaría al máximo el ambiente laboral desde una de las secciones tomadas, exigiendo inmisericorde un desorbitado aumento de sueldos para forzar la huelga indefinida.
Esta planificada y chantajista acción por parte de la célula de agitación comenzó en el taller de la fábrica y exigió imperiosamente que la dirección les recibiera y atendiese sus delirantes demandas, lo que sobrecogió a mi padre, ingeniero director de fabricación y a Ochoa de Zabalegui, que contestaron que significaría la ruina de la papelera y del pueblo. Lejos de amilanarse los comunistas consiguieron que la fábrica cerrase por huelga nada menos que 6 meses. Una cruel viñeta de la publicación «de progreso» Cambio 16 ayudó en la feroz campaña, en donde señalaban (y condenaban con ello ) a mi padre (¡realmente jefe de fabricación!) como el infame culpable de todos los males, en donde aparecía subido en un podio con chistera, frac y cubierto de símbolos de dólar como ejemplo de capitalista culpable explotador de obreros.
La situación era insostenible, los angustiados obreros llevaban meses sin cobrar y muchos querían trabajar. Sin embargo, el totalitario y muy organizado sistema de piquetes del autodenominado AGITPRO comunista controlaba violentamente cualquier atisbo de disidencia. Estaban a las puertas de los bares del centro del pueblo, furiosos y alcoholizados a todas horas y atentos a cualquier persona que aparentase querer ir a la fábrica para agredirle y amenazarle. Ante el apremio general, mi padre fue a recoger a los obreros que se atrevían a desafiar la dictadura de la célula, temiendo seriamente por sus vidas. Una mañana a muy primera hora y con niebla, pasó por el centro del pueblo en un momento de aparente tranquilidad, llevando a varios y asustados trabajadores locales. De repente, cual película de terror, salieron de tres bares a la vez varias hordas de individuos borrachos y vociferantes que, de forma violenta, acorralaron y rodearon el coche con clarísima intención de volcarlo y linchar a mi padre. No supo bien explicar cómo consiguió huir de aquella pesadilla y de las garras de los que intentaron capturarlo, corriendo desesperadamente, pero llegó lívido a casa dando gracias a Dios por salvar su vida.
Cuando se pasa hoy por el tren o la carretera Nacional 1, junto a estas tristes y muertas fábricas abandonadas, que fueron en su día alegres, activas y modélicas, sobrecoge recordar estas devastadoras historias de avasallamiento y ruina planificada (Continuará).
Marichu de Legorreta, Margaritas Hispánicas.