Tras enumerar los tres modos de los que suelen valerse los tiranos que usurpan el poder político para tratar de estabilizar su nueva situación ilegítima, la Ley añade una práctica más diciendo: «E sobre todo esto, siempre punaron los Tyranos de estragar los poderosos, e de matar los sabidores, e vedaron siempre en sus tierras cofradías e ayuntamientos de los omes, e procuraron todavía de saber lo que se dize, o se faze en la tierra, e fian más su consejo e guarda de su cuerpo en los extraños, porque le sirvan a su voluntad, que en los de la tierra, que han de fazer servicio por premio».
Precisamente para esta finalidad de allegarse el tirano el mayor número de colaboradores y simpatizantes, en contraposición a la sociedad (de la cual desconfía), se destruyó la propiedad de los cuerpos sociales en favor de una nueva clase media afín al nuevo «derecho»; y, en segundo lugar, se promovió la progresiva cimentación y estructuración del Estado y la Administración, con un personal burocrático leal y sumiso a las directrices del nuevo poder (especialmente la nueva invención de la Policía), con ramificaciones extendidas a todos los ámbitos de la sociedad. Cotéjese la diferencia de actitud entre, por un lado, la de un Fernando VII, que, desconfiando de que algún que otro oficial de sus Reales Ejércitos regulares estuviera inficionado de masonería (y razón no le faltaba, tras el episodio del traidor Riego), no sólo decide en 1823 conservar a los voluntarios realistas con sus armas, sino institucionalizarlos como fuerza social armada al servicio leal del Rey; y, por otro lado, la de un Franco que, tras el término de la guerra del 36, procede al inmediato desarme masivo de los voluntarios requetés encuadrados en los Tercios, confiando sólo en su Ejército y Policía estatal.
La Ley de Partida que venimos exponiendo, termina, como dijimos, recogiendo el caso en que la situación de tiranía le sobrevenga a un Monarca que accedió al poder legítimamente: «Otrosí dezimos que, maguer alguno oviesse ganado señorío del Reyno [legítimamente], que si él ussase mal de su poderío en las maneras que de suso diximos en esta Ley, quél pueden decir las gentes Tyrano, e tornarse el señorío, que era derecho, en torticero, assí como dixo Aristóteles en el Libro que fabla del Regimiento de las Cibdades e de los Reynos». Aquí, la glosa del jurista Gregorio López, en su famosa edición de Las Partidas de 1555 (declarada texto oficial de las mismas por el Rey en Real Cédula de ese mismo año), nos remite al Libro 8, Capítulo 10, de la Ética aristotélica, aunque el texto de la Ley parece referirse más bien al Libro 3, Capítulo 5, de la Política.
En todo caso, entramos aquí en un terreno bastante delicado. Con esto que decimos, no nos estamos refiriendo a la justificación especulativa o teórica en torno a la posibilidad de que un rey legítimo devenga en tirano, pues ésta es una cuestión pacífica, que no sólo está suficientemente expuesta y aceptada en la escolástica, sino que, como vemos, también encuentra su camino dentro de la legislación positiva en el régimen de Cristiandad hispánico. El problema estaría más bien en cómo se habría de verificar en la práctica la justificada actitud de una sociedad en resistencia con un poder legítimo convertido en tirano, o, lo que es lo mismo, incurso en causa originadora de pérdida de la legitimidad. Este problema ya lo planteó en su día la publicista legitimista Carmen G. de Gambra, en la década de los setenta, con ocasión de la triste metamorfosis progresista de D. Carlos Hugo, enfocando la cuestión en la inexistencia en los derechos positivos de las Españas de indicación alguna sobre quién habría de estar habilitado, en una situación así, para declarar la ilegitimidad de una persona que, por definición natural, no puede ser juzgada por nadie en el orden civil-secular.
Téngase en cuenta que no hablamos aquí de una simple resistencia hacia las posibles determinaciones ilegales de un poder legítimo, para cuyo caso la legislación positiva prevé el uso de la conocida fórmula «obedézcase, pero no se cumpla»; sino de un poder que, al convertirse en ilegítimo, no ha de obedecérsele y se le debe destituir. La Princesa de Beira no se atrevió a declarar la destitución del Rey Juan III, y simplemente asumió la Regencia considerando a D. Juan inhábil para ejercer sus debidas funciones (algo así como un loco), pero sin ser desposeído de su condición real. Estrechamente vinculada a todo este asunto está la famosa Ley 25, del Título 13, de la 2ª Partida, que dio mucho juego durante la convulsa época de guerras en los reinados de Juan II y Enrique IV; pero esto lo dejamos para otro artículo.
Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Carlos Calderón de Granada.