
*** En una entrada anterior que se puede leer aquí, La Esperanza ha publicado la primera parte de este ensayo, en la que se destacaba que, si bien los altos mandos no estaban movidos por motivos religiosos, sí se observaba en muchos pueblos y voluntarios del bando sublevado un verdadero espíritu de Cruzada.***
Sin embargo, para poder hablar de una verdadera Cruzada es preciso que la autoridad eclesiástica del momento así la califique como tal, de modo que no sea el propio pueblo el que se tome la justicia por su mano. Y así sucedió: la Iglesia tomó posición en favor del bando sublevado. Grandes intelectuales del Siglo XX y distintos obispos del momento llegaron a dar el calificativo de «Cruzada» al conflicto bélico. Sirva como ejemplo la Carta Pastoral del Obispo Plá y Deniel, titulada «Las dos ciudades» o la «Carta Colectiva» del Episcopado Español, del 1 de julio de 1937, en las cuales se argumenta la legitimidad de la guerra y la conveniencia de la lucha armada en defensa de la religión. Por otro lado, el mismo Pío XII felicitó al bando vencedor, expresando su «paterna congratulación por el don de la paz y de la victoria, con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad»[1] y, citando a su predecesor, Pío XI, felicita «a cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión»[2]. Se ve así una clara legitimación por parte del mismo Papa y de la Iglesia española de armarse y luchar contra el «orden» establecido.
Por otro lado, intelectuales de la talla de don Álvaro d’Ors mostraron su defensa de la Guerra como Cruzada: «que nuestra guerra del 36-39 fue una Cruzada y no una ordinaria guerra civil, eso es algo que resulta difícil de poner en duda»[3], señala d’Ors; para añadir a continuación: «una Cruzada, y con Mártires. No habrá propaganda contraria que pueda anular esta evidencia, y si algunos que parecen católicos lo niegan, es, en el fondo, porque niegan que pueda haber Cruzadas, y prefieren olvidar a los Mártires»[4]. Lapidarias palabras que ponen la piel de gallina solo de pensar en tantos católicos que, de hecho, prefieren olvidar a nuestros mártires.
De esta manera, se observa cómo la Iglesia española, el mismo Papa y personas del pueblo llano afrontaron la guerra como una guerra de religión y no tanto civil o política. De ahí la cantidad ingente de mártires con que Dios nos ha bendecido a lo largo de esos tres años. Las estadísticas ofrecidas por Antonio Montero, las cuales son aceptadas generalmente por los historiadores, señalan lo siguiente: fueron asesinados 4184 sacerdotes, 12 obispos, 2365 religiosos y 283 religiosas. En cuanto al número de seglares, señala la dificultad de establecer un cálculo aproximado, pues se estiman en varios millares los asesinados a causa de su fe. Por supuesto, cientos de ellos han sido beatificados y canonizados. Sin embargo, esto solo son migajas de lo que la persecución religiosa verdaderamente fue. Habría que mencionar las iglesias quemadas, los objetos sagrados profanados, la manera macabra y tortuosa de llevar a cabo los martirios, el profundo odio a la Iglesia, los medios verdaderamente satánicos de cómo actuaron, etc.
Como es lógico, se trata de un breve ensayo y se han dejado muchas cosas en el tintero, tales como las posibles objeciones al planteamiento de la guerra como Cruzada, o el relato del ambiente vivido durante esos años. Sin embargo, el propósito de estas líneas era simplemente recordar al público el carácter religioso de nuestra guerra del 36. Sirva también para dejar claro que no es posible mantenerse en silencio ante el abandono sistemático que sufren hoy día nuestros mártires que lucharon por una España católica.
Antonio de Jaso, Navarra
[1] Radiomensaje a los fieles españoles: AAS 31 (1939) 151-154.
[2] Alocución a los prófugos de España: AAS 28 (1936) 380.
[3] Álvaro d’Ors, La violencia y el orden, Editorial Criterio Libros (1998), p.31.
[4] Álvaro d’Ors, La violencia y el orden, Editorial Criterio Libros (1998), p.31.