La tentación hispanista

La Cruz de Borgoña, representación de la Cruz de San Andrés, ha simbolizado secularmente a la Monarquía Católica, nombre verdadero de la Monarquía Hispánica. Desembarcó en Castilla de la mano de Felipe el Hermoso, quien casó con la Reina Juana, convirtiéndose así desde principios del siglo XVI en patrimonio heráldico y vexilológico español. Escudos de armas, banderas, guiones o estandartes la han tenido como elemento esencial desde entonces, particularmente en los Regimientos de los Ejércitos. La Comunión Tradicionalista empezó a adoptarla sobre todo durante la II República, ligada al Requeté, pasando luego –por fuerza de la Unificación que impuso el general Franco– a la simbología del Movimiento Nacional, aunque sin la difusión del yugo y las flechas, dominante como la Falange en la España posterior a la guerra. Fue la verdadera Comunión Tradicionalista la que siguió ondeándola con sacrificio y por eso hasta nuestros días se ha visto como un símbolo del Carlismo. Además de las Armas de los Reyes legítimos de España, con los Sagrados Corazones entre los dos primeros cuarteles.

Hace años, en el Ultramar, ciertos grupos empezaron a exhibir cruces de Borgoña en distintas manifestaciones. Al mismo tiempo que se desbordaba un indigenismo ideologizado de clara matriz revolucionaria, desconocedor del hecho palmario de que la Corona siempre protegió a los indios, mientras que las Repúblicas surgidas de la secesión los vejaron y aniquilaron. Ese neohispanismo simbolizado por el ondear de las banderas con las aspas borgoñonas requiere, sin embargo, más allá del rechazo de la leyenda negra, alguna distinción.

Tenemos, en primer lugar, a los verdaderos tradicionalistas hispánicos, en buena medida articulados en torno de los distintos Círculos que la Comunión Tradicionalista tiene esparcidos por todo el mundo y que reconocen a Don Sixto Enrique de Borbón como su Abanderado. Su tradicionalismo es integral, católico y político. Por eso son fieles a la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, sin contaminaciones modernistas, y a la tradición monárquica hispánica legitimista y anti-liberal, esto es, carlista.

Aparecen, a continuación, algunos que comprenden el valor de la monarquía como vector de unidad, y alcanzan a ver el desastre de la disgregación que supusieron las independencias, conducidas por próceres masonizados y al servicio de Inglaterra. Pero que, sin embargo, no aciertan a abrazar la doctrina católica tradicional en su integridad, bien por desmayos a veces religiosos (singularmente la tentación esotérica) y otras políticos (por lo común ligados a nostalgias fascistizantes, pero a veces también liberales, como la adhesión a la actual pseudo-monarquía usurpadora).

Hay en tercer lugar otros que se consideran hispanistas, pero que no superan el nacionalismo e insisten consiguientemente en un hispanismo no-españolista contradictorio, anti-tradicional en el fondo y trufado con frecuencia también de mistificaciones modernas de tipo fascistizante.

Entre estos dos últimos grupos existen algunas subespecies. Pero en todos los casos prima la incomprensión de la integralidad de la Tradición, que sólo en el Carlismo se halla, pues se empeña al servicio de la Iglesia y de la monarquía federativa y misionera. Esto es, en terminología de uno de nuestros teóricos contemporáneos, el profesor Francisco Elías de Tejada, la cristiandad mínima que prolonga la cristiandad menor en que dieron las Españas tras la fractura de la gran Cristiandad de los siglos medios.

Causa dolor ver reacciones, que podrían ser sanas, pero que al presentarse incompletas o taradas sirven al final para crear confusión e impedir el crecimiento de la Causa verdadera. Aunque se presenten bajo nuestra Bandera y con reclamos de Unidad.

LA ESPERANZA