No deja de sorprender el hecho de que haya grupos identificados, o bien por ellos mismos o bien por la opinión «pública», como reaccionarios. La reacción tiene su fundamento en la contestación legítima contra la imposición revolucionaria.
Luego la identificación reacción-fascismo es una contradicción en los términos. El fascismo es un movimiento socialista con una impronta nacionalista evidente. Sus fuentes son inescindibles del marxismo, frente al que «reacciona» con impulso dialéctico hegeliano. La identificación con la reacción es un equívoco de trágicas consecuencias. Primeramente porque a aquellos que se encontrarían en condición de rechazar la modernidad en su aplicación lógica liberal o en su deriva consecuente socialista, los reconduce de nuevo hacia el redil moderno. Redil fundado en el Estado, la soberanía, la nación política, la masa social, la autodeterminación nacional… Como vemos, un reaccionario experimentaría un colapso interior si se viese identificado con tan nefastos principios. En un contexto en el que se aprecia no sólo la decadencia, sino la inmoralidad de la lógica estatal, el fascismo aprieta las tuercas del tirano que languidece, por medio de radicales abstracciones como «el pueblo», «la nación» o «la raza» que asientan los rechazables principios que fundan la tiranía que sufrimos.
Cuando me refiero al fascismo, algunos, guiados cándida o malignamente por una actitud «original», postulan que el fascismo no es aplicable a lugar ajeno a Italia. Esto tiene su parte de verdad, pero en el sentido español por ejemplo es mucho más discutible. El falangismo, o fascismo a la española, incorporó el elemento «católico» a su discurso, aparentemente. Digo aparentemente porque además de ser inaplicable en la teoría, lo cierto es que en algunos casos ni en la propia práctica así fue. Pero volviendo al tema, una incorporación del cristianismo a tan rechazable ideología no genera más que inconvenientes. Ello se debe a que el falangismo es una ideología de corte fascista y, por tanto, totalitaria, nacionalista, socialista y revolucionaria. La posibilidad de encajar esto con el catolicismo es una quimera sólo aplicable a de santiguarse antes de un mitin o adornar con un crucifijo algún local concreto. Pero fuera de estas manifestaciones externas, el meollo ideológico sigue siendo moderno, protestante, europeo e izquierdizante. No sólo por figuras como Ramiro Ledesma, cuyo agnosticismo no puede escindirse de su concepción política, pese a que muchos seguidores suyos repitan cansinamente que antes de morir se convirtió. Como si, según dicen, la confesión de La Pasionaria hiciese del bolchevismo una ideología apta para enseñar junto con el Catecismo.
El catolicismo político bebe de las fuentes ajenas a la revolución, pues tiene en ésta el objeto de sus combates. El tradicionalismo no es ideológico, por lo que su doctrina es perenne, y ajena a las circunstancias en las que nacieron las ideologías, fruto de mentes cortocircuitadas por el empacho de lecturas modernas.
El peligro de la doctrina fascista es la reconducción a los principios modernos cuando estos languidecen. El refuerzo del Estado en crisis lógica, el apoyo a la Nación como careta para legitimar tras la «voluntad» popular las decisiones arbitrarias de los políticos de turno o el robustecimiento de la soberanía colectiva, ente que legitima todos los abusos sociales, políticos y jurídicos que nos anegan.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense