***Publicamos a continuación el análisis del tercero y último de los términos del Trilema legitimista en la legislación. El estudio sobre el primero (Dios) y el segundo (Patria y Fueros) puede leerse aquí y aquí ***
El tercer término del Trilema legitimista se circunscribe a aquella parte de la legalidad tradicional de los pueblos hispánicos (vigente hoy día, recordemos, en tanto que imposible de abolir por los revolucionarios) referente a la sucesión de la potestad monárquica. Esta sucesión se rige por el Reglamento sancionado por Felipe V el 10 de Mayo de 1713, y recogido en la Ley 5, Título 1, Libro 3 de la Novísima Recopilación. Y seguirá rigiéndose por él a menos que un Rey legítimo lo modifique, o que aparezca la supuesta y hasta hoy nunca publicada Pragmática reformista que los revolucionarios afirman haber sido sancionada por Carlos IV en 1789.
Esta Ley, a su vez, está rodeada de un conjunto legislativo que regula el tipo penal de Lesa Majestad y Alta Traición al Rey, y que afecta, no sólo a los que directamente promueven la usurpación, sino también a aquéllos que la acatan. Resulta irónico que fueran los propios revolucionarios los que se tomaran la molestia en 1834 de explicitar todo ese conjunto, facilitando así la labor de los Reyes legítimos, que únicamente se habrían de limitar a aplicar esa misma normativa penal a los sujetos correspondientes. Básicamente se localiza en la Ley 6, Título 1, Libro 2 del Fuero Juzgo; las Leyes 1, 2 y 3, Título 2, de la Partida 7; la Ley 2, Título 8, de la Partida 2; la Ley 1, Título 1, Libro 3 de la Novísima; y las Leyes 1 y 2, Título 7, Libro 12 de este último cuerpo recopilatorio.
La única diferencia entre los usurpadores y los legitimistas a la hora de aplicar estas Leyes radica en la consideración jurídica de la descendencia del culpable. Los liberales consideran incursos en la pena también a los hijos aun cuando ya hubieran nacido al momento de verificarse el delito del padre. Mientras que los Reyes legitimistas siempre han considerado que éstos no incurrían en pena, sino que sólo carecían de derechos los nacidos después de la comisión del delito por el padre, pues ellos nacían sin derecho alguno en tanto que engendrados por un sujeto ya excluido de la Familia. Esta última es la concepción mayorazguista de la Monarquía, en cuya virtud el sucesor no deriva su derecho del último poseedor, sino del primer fundador de la familia. Esta noción, propia de la estructura constitucional familiar del Antiguo Régimen, era abominada por los revolucionarios, que la motejaban de noción «patrimonialista» de la Monarquía, olvidando que la esencia de todo Mayorazgo (sea el de la Familia Real, sea el de cualquier otra familia española) consiste en la vinculación de los bienes al cuerpo familiar con imposibilidad de disposición, siendo el poseedor de cada momento un mero administrador de los mismos que ha de transmitírselos íntegros (como mínimo) a su sucesor.
A su vez, en las Leyes 1 y 3, Título 42, Libro 12 de la Novísima, se excluyen estos gravísimos delitos de la posibilidad de perdón por el Monarca legítimo, conforme al tenor literal de esas normas; si bien creemos que esta imposibilidad ha de limitarse a los casos de falta de arrepentimiento, sin que deba interpretarse la prohibición en un sentido absoluto, pudiéndose conceder con las debidas garantías. Por último, es importante recordar la vigencia también de la Pragmática de matrimonios desiguales de 23 de Marzo de 1776 (recopilada en la Ley 9, Título 2, Libro 10 de la Novísima), causa no poco frecuente de exclusión de la Familia Real. La calificación de matrimonio desigual es objetiva, quedando sólo a discreción del Rey dar su licencia, en cuyo caso el miembro de la Familia Real, si bien seguiría sin poder transmitir derechos a su descendencia, al menos no perdería los suyos personales. No hay que olvidar que incluso el propio Rey legítimo podría caer en causa sobrevenida de incapacitación: la Ley 3, Título 15, de la Partida 2 recoge los casos de minoridad y enajenación (previéndose la convocatoria de Cortes para la elección de un Consejo de Regencia como nueva potestad suprema); y pensamos que esta Ley sería de aplicación también, por analogía, para el caso delicado de incursión en herejía o incluso de reconocimiento de «legitimidad» en tercero (como ocurrió con el malhadado Rey Juan III, padre de Carlos VII).
Insistimos en la importancia suprema del respeto al derecho como base del bien común. No caben contraposiciones sofísticas entre ambos, como muy bien contestaba el editor de la Gaceta Oficial de Carlos V, Miguel Sanz y Lafuente, cuando la usurpación apelaba a la «pública conveniencia»: «nada es ‘conveniente’ cuando no está apoyado en las bases inmutables del derecho y la justicia. Atributo es de la Revolución injusta el atropellar los derechos más sagrados y siempre con el pretexto del interés general». La restauración del Rey (o Regente) legítimo en el poder político efectivo es requisito previo sine qua non a cualquier acción en pro del bien común.
Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Carlos Calderón de Granada.