Al parecer, un reciente artículo dedicado a la defenestración de Carmen Calvo transmitió la errónea impresión de que desde estas líneas nos mofábamos sin piedad (una vez más) de la ínclita Embajadora de Cabra (y, ¡ojo!, que las de Cabra son egabrenses). Nada más lejos de nuestra intención. Bueno, mentira: había otras intenciones, quizá en exceso solapadas. Es cierto que nos hemos reído a mandíbula batiente, con ella y, habitualmente de ella. Pero les aseguro que la preocupación que intentamos transmitirles, por lo que implica para los meses por venir la salida de Calvo del Gobierno era algo más que un recurso humorístico:
Carmen Calvo era, en cierto sentido, el último bastión del Gobierno Sánchez en el que una (mínima) cordura podía buscar amparo. Es más: Carmen Calvo es una sucia facha que no dejaba de ponerle palos en las ruedas a la Ley Trans de Unidas Podemos.
Aparte de una provocación, me temo que es bastante cierto. Había que seguir las miguitas de pan: la amenaza de los momeraths, las disputas adverbiales de Calvo con ciertos miembros del Gobierno, las tendencias jacobinas de Irene Montero, la legislación simiesca…
Mis lectores (caso de que existan) ya saben que, desde hace varios años, cada vez hay más fachas. No es que alguna de las múltiples marcas comerciales de Falange esté teniendo un éxito del que no goza desde hace décadas (y del que jamás gozó por méritos propios, sino por méritos bien decretados, dicho sea de paso). Tampoco es que, como se empeñan muchos, consideremos desde estas páginas a ese partido folclórico, de voceras de arcaico morrión y constitucional bandera, como el hijo y sucesor del Caudillo. En todo caso, como un hijo natural de Aznar y gracias. Muy al contrario, el fenómeno se debe a que, de un tiempo a esta parte, la trinchera de los fachas está cada vez más llena y últimamente, incluso, de gente que hace unos años eran rojos impenitentes, todo lo más.
Recuerdo una magnífica escena de Bette Davis en Eva al desnudo (que es la gran película sobre el peligro de las mosquitas muertas) en la que, ya bastante escamada por las maniobras e intrigas de Eva, le dice muy airada a su novio: «Aquí todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Es otra de las diferencias entre el teatro y la vida real».
Pues pasa lo mismo con los fachas. Ya no basta haber combatido activamente el franquismo durante los célebres «años de los grises» (que en la imaginación de algunos tienen la misma carga épica que el Cantar de Mío Cid). No basta, tampoco, con haber fundado el Partido Feminista; ni con haber sido ministra y vicepresidenta con Zapatero y Sánchez; no basta, siquiera, con haber sido Serrat o Isabel Coixet. Aquí todo el mundo es facha hasta que se demuestre lo contrario.
Los carlistas hemos sido fachas en el imaginario colectivo desde un fatídico 20 de abril de 1937. A mí no me gustan nada las confusiones entre Falanges y Comuniones pero, en cierto modo, prefiero ser facha a ser, como suponen ciertos alumbrados, un padre espiritual del PNV, de la antigua CiU o, incluso, de Ada Colau. ¡Un respeto!
Así que, venga, seamos fachas, por el momento. Pero si estamos dispuestos a tolerar con gesto avinagrado que nos metan en el mismo saco que a la Fundación Francisco Franco (la ignorancia es osada), no lo estamos a que haya quien se piense que, un día, pueda celebrarse un Gran Acto Facha, con la presencia rutilante de la Secretaría Política de D. Sixto Enrique de Borbón, codo a codo con Albert Boadella, Calvo y la intelligentsia catalana anti independentista.
Que sí, que sí. A lo mejor ya se han olvidado, pero las izquierdas independentistas de Cataluña nos han llenado las filas de todo género de personajes estrambóticos que un día se atrevieron a opinar contra el Procés. Tiren de hemeroteca y verán: «Boadella facha», «Serrat facha», «Isabel Coixet facha». Y un largo etcétera.
Ahora les está llegando el turno a las feministas, que no son tanto fachas como TERFs. ¿Qué pedante anglicismo quiere D. Gildo enseñarnos hoy? TERF significa Trans-Exclusionary Radical Feminist. En castellano leal: «terfa» o, mejor, «sucia terfa». Una «feminista radical trans-excluyente» (que parece una fórmula química, pero no lo es) es una feminista tradicional, es decir, que considera que los maromos que se visten de señora o que se amputan los genitales (en gildiano: «momeraths»), no son sujetos del feminismo, al menos de la misma manera que lo son las señoras-señoras. En suma, las terfas sostienen que no hay [con perdón] mujeres con pene. ¡Malditas lunáticas! En especial, les afean su transfobia, que no sé si es un miedo irracional a los tranvías o a la Transubstanciación -este último, por cierto, cada vez más extendido en ámbitos eclesiásticos-. Transfobia manifestada vehemente y recientemente por Carmen Calvo Polo de Franco en su oposición a que podamos cambiar de género burocráticamente y a voluntad, sin pasar no ya por el quirófano, sino por el loquero siquiera, tal y como pide la Reina de Corazones.
Las terfas son las féminas fachas de 2021 (los hombres no podemos ser terfos, otra gran conquista de los feminismos). Lidia Falcón es una sucia terfa. Carmen Calvo es otra sucia terfa. Las margaritas, en el ramplón reduccionismo de las izquierdas, son un puñado de rancias terfas impenitentes. ¡Ah, pues lo mismo no! Lidia Falcón no reconoce a los maromos transgénicos como sujetos del feminismo, pero es que las margaritas, lo mismo no reconocen feminismo alguno. Al menos, en el sentido de feminismo que podría utilizar Lidia Falcón.
Yo empiezo a tener miedo: hace algunos meses, Falcón estuvo en Intereconomía como Pedro por su casa; ciertos voceros enarbolan ahora, con una caradura de espanto la Cruz de Borgoña; Carmen Calvo (¡Carmen Calvo!) ha sido defenestrada por transfobia, por terfa y por facha. ¡En esta trinchera ideológica ya no se cabe! Y, lean atentamente mis palabras: los siguientes fachas serán los islamófobos, es decir, los incautos a los que se les pase por la antesala del cerebro insinuar que los talibanes son malvados, que no hay que negociar con ellos o que Biden se ha rendido cobarde, miserable e inútilmente en Afganistán.
En el gran teatro de la posmodernidad, todo el mundo es facha hasta que se demuestre lo contrario. Es otra de las diferencias entre la posmodernidad y la vida real.
G. García-Vao