La única normalidad

Monumento Arteaga

La Teología nos enseña que el viejo enemigo del hombre no es capaz de dar origen a nada. Nos enseña que su poder es eductivo, pero no creativo. Puede hacer un Frankenstein o un Golem, pero nunca una verdadera criatura. Además, sus obras siempre conservan el sello del plagio, lo que le granjeó el título de simia Dei, pues comparte horizonte con las conductas antropomórficas del mono: sólo imitaciones y sólo con deformaciones. Sus seguidores, en esto, adolecen del mismo defecto. El ser humano es incapaz de separarse de Dios para dar lugar a un hombre nuevo, o a una nueva normalidad. Nihil novum sub sole. Se trata de meras utopías pues a lo más que puede aspirar, rechazando la Piedra Angular, es a un palimpsesto, a una deformación de la realidad negada. La novedad es privativa de Dios, y la única nueva normalidad que podemos esperar se encuentra en su Parusía (pluga a Dios que cercana).

Insistamos una última vez: los llamados innovadores (y por antonomasia, los impulsores de nuevas normalidades) en realidad sólo pueden deformar, o como solemos decir los tradicionalistas con D’Ors, «lo que no es Tradición es plagio». Para el hombre sin religión, además, estos plagios necesitan cubrir ese vacío, de manera que se revisten de sus formas, surgiendo lo que han denominado religiones secularizadas, todos esos –ismos pretendidamente inmanentistas que sin embargo conservan en esencia y en apariencia todo lo que se esperaría del culto a los ídolos.

Desde hace tiempo, quizás desde su mismo inicio, ha venido ocurriendo este fenómeno con lo que vamos a denominar «covidianismo». No es la intención de este escrito hacer ninguna valoración acerca de los aspectos estrictamente científicos del asunto. Estos ocupan, además, un lugar poco significativo en el relato oficial, si es que no se encuentran completamente ausentes. Lo que interesa, por tanto, es ese conjunto de creencias, hábitos, costumbres, filias y fobias, poderes y obediencias, que confluyen en esa pretendida nueva normalidad que ni es nueva, ni es normal. No es novedosa, porque sabemos que de la Cábala al Progresismo, como titula una de sus obras el Rvdo. P. Julio Meinvielle, hay una cadena infame que subvierte la Catena Aurea de la sana filosofía perenne, donde ya encontramos muchas de estas ocurrencias perversas partidarias de un mundo profiláctico; y no es normalidad, puesto que la única normalidad es aquella que surge de la adecuación a la naturaleza y fin de las cosas, nunca de su perturbación.

Veníamos padeciendo por parte del feminismo, de la secta de las múltiples siglas de identidad aberrosexual y de otros identitarismos contemporáneos pertenecientes a la Agenda, cómo se instalaba en nuestra patria una división del tiempo y del espacio que erosionaba paulatinamente el residuo que conservaban de verdadera normalidad, que se ordenaba a sacralizar lo uno y lo otro. Así, el calendario está repleto de conmemoraciones y pseudoliturgia progresista, con días dedicados a las diferentes filias que en realidad son sólo signo de la fobia subyacente (a la virilidad, al matrimonio, al patriarcado, a la verdad histórica, a Nuestro Señor…). Por otro lado, el nuevo espacio sagrado pasó a ser el espacio seguro, la safe zone, que es aquel espacio donde el perturbado se siente seguro de que no va a ser ofendido. Zonas seguras han de ser los centros docentes, los baños y hasta la hostelería, que ya indica en sus guías si resultan friendly a algún colectivo «oprimido», o si están exentos de crueldad (cruelty free).

El mundo covidiano no se conforma con ser un ingrediente más de este amalgama, sino que aspira a ser el éter en el que se muevan (con mascarilla y distancia) todos los demás elementos. El calendario ahora se conforma de Olas, de curvas de contagio y muertes, de escaladas y «desescaladas», a pesar de que los riesgos, los peligros y la muerte formaban ya parte de la única normalidad en la que puede vivir el hombre, la Realidad. El espacio seguro se redefine en función de si en los mismos se guardan las medidas arbitrarias que el Gobierno central, asesorado de expertos que deben ser de orden preternatural, decide imponer. Lo mismo puede decirse respecto a las ocurrencias del igualmente centralista y mal llamado autonómico. Evidentemente, imponiéndose a unos más que a otros, pues no es lo mismo un plató de televisión, una reunión de politicastros o un amigable centro de inmigrantes, que la panadería del barrio. Todo el mundo sabe que la gente peligrosa, malsana e irresponsable se concentra en las panaderías. Y si alguno llegó a ponerlo en duda, no hay que preocuparse por ello: ese mismo Gobierno que vela continuamente por su seguridad, pone a su disposición los fact checkers, decididos a meterle hasta en la sopa los mensajes más vitales y sin atisbo de parcialidad. El Estado puede arrogarse incluso la potestad para impedir el Santo Sacrificio de la Misa, siempre por nuestra seguridad, que consideran por encima de los preceptos divinos excepto cuando se trata de la tercermundización de nuestros barrios, que ahí ya deja de importar.

Tenemos, por tanto, una falsa ortodoxia con sus correspondientes guardianes; un dogma nuclear, la presunción de infectado, para establecer los cimientos del tinglado, donde el hombre es contagioso para el hombre, con sus consabidas consecuencias para aquellos que llevan siglos lidiando contra ideologías primo-hermanas, enemigas también de la sociabilidad humana; unos falsos profetas, los filántropos de siempre, que no se cuidan ni de disimular su firma a través de eventos (como el «201»); unos falsos apóstoles, que deciden si usted vuelve a casa a las 22.00 o a las 23.00 en base a fundamentos rigurosamente científicos; unas prendas que, aunque son para un virus lo que un vallado a un mosquito, marcan su pertenencia al grupo de los obedientes. No falta tampoco la cosmogonía (la zoonosis, el murciélago y el pangolín que abren la caja de Pandora del nuevo mundo) y por supuesto, como elemento más importante, la escatología. En ese momento quizás nos encontremos ahora. Ya se ha violentado la libertad para circular por territorio nacional, la libertad para discutir hipótesis en aras de la verdad, para respirar con normalidad en el exterior y hasta para regular con quién nos reunimos en nuestro propio domicilio. Ahora, sin embargo, le llega el momento a su instrumento de «redención»: el pinchazo.

Si hubiésemos mantenido las estructuras de la vieja normalidad, la sedicente nueva no habría tenido perspectivas ni para ofertarse. Por desgracia, hace ya tiempo que vivimos en un «novus» ordo. Eso significa que nuestra sociedad no posee ya sus viejas fuerzas vivas, los cuerpos intermedios: verdaderas personas morales que median entre la familia y la cabeza del gobierno pero que, realmente y a su nivel infrasoberano, también son gobierno, pudiendo ejercer de contrapoderes en sus funciones gubernativas. Más se echan de menos cuando lo que se padece no es auténtica potestas, sino pura fuerza de usurpadores sin derecho. Sin corporaciones hay monopolio, y éste se opone al orden que a la sociedad le corresponde por naturaleza, que es su estructuración orgánica. No nos debe sorprender por ello que hayan callado con complicidad los colegios de médicos, las asociaciones de bioética, la Universidad… pues no son hoy órganos naturales de la comunidad política, sino artificios del Estado. Para recuperar su antigua dignidad, verdaderamente imperecedera, deben volver a nacer. Y esta vez sí vamos a hablar de auténtico nacimiento, de creación y de novedad. Porque lo perenne es siempre nuevo, se instaure o se reinstaure. Y sólo los tradicionalistas tienen la clave de ese renacimiento, que está inserto en su venerable tetralema.

Santiago RancelCírculo Tradicionalista Roca y Ponsa.