Nunca he entendido la llamada «homofobia». No me dan miedo los homosexuales. Entiéndanme: si fuera un crío, sí que me darían miedo, por razones obvias. Pero el miedo de los críos, en ese caso, es un miedo tan natural como pre-racional que no llega a preguntarse acerca de todo ese jaleo de las orientaciones sexuales (y que, para mi sorpresa, no tienen nada que ver con los puntos cardinales).
Siempre ha habido homosexuales. No tendría sentido negarlo. La Sagrada Escritura no propondría terribles castigos a tales vicios si no existieran. Es más, la Historia ha demostrado que lo peor que se puede hacer con el pueblo elegido es darle malas ideas que copiar; y Dios no es ningún incauto. En sociedades menos enfermas que la nuestra (y tampoco hay que irse muy lejos para ello), la homosexualidad era considerada, a menudo, y todo lo más, como un vicio de burgueses aburridos. La literatura de la tan incomprensiblemente celebrada época victoriana está repleta de tropos homoeróticos. Creo que, necesaria como puede llegar a hacerse una cierta tolerancia con el vicio en la Ciudad (a San Agustín les remito), lo menos que podemos exigir es que, quienes en el vicio viven, tengan algo que aportar en otros ámbitos. Soy un cretino clasista y lo confieso: estoy más dispuesto a tolerar a Lorca y a Oscar Wilde que a Miquel Iceta.
No voy a proponerles ninguna justificación escriturística ni teológica. Para empezar, porque dudo que exista. Con esta tesis, probablemente podríamos terminar de enfadar a todos los colectivos a los que aún no hemos ofendido desde esta columna y mentiría si dijera que estoy preocupado por ello.
El último acto del sainete gay (o gaynete, con perdón) tiene tantos aspectos cómicos que uno no sabría por dónde empezar. Y, de hecho, probablemente sigamos hablando de él la semana que viene. Hoy nos detendremos en lo que les he intentado apuntar: hay vicios (ahora llamados situaciones de pecado) que afectan globalmente a la vida de quien los comete. El pecado ha de ser perseguido y expulsado y, si acaso, llega a tener que ser tolerado en aras del bien común. Lo que yo me permitiría exigir es que toleremos ese género de vicios de alcance general de uno en uno.
Está mal haber abandonado completamente la intención de proteger la familia natural desde las instituciones políticas. Está peor aún fomentar, desde dichas instituciones, todos los vicios y depravaciones posibles, exaltados, encima, como otros tantos ejercicios de libérrima autodeterminación del ciudadano. Peor, imperdonablemente peor, está que, encima, el sistema educativo español esté tan sumamente degradado que los ciudadanos, además de libres e iguales, depravados sexuales y depravadores sean prácticamente analfabetos. Yo daría a elegir, así, para empezar a arreglar algo en este país: o gay o ignorante. Pero no todo a la vez.
No pude no reírme con las imágenes de la manifestación contra la homofobia. Primero, vi una en la que aparecía una pancarta amarilla con letras negras en las que se leía, textualmente: «Mi libertad proteje [sic] tu libertad». «Bueno, Gildo −me dije− no cargues las tintas antes de tiempo; no te pongas a escribir un artículo sobre lo incultos que son los homosexuales, porque podría tratarse de una casualidad».
¡Ah, pero Talía me sonríe! No era una pancarta, era la pancarta: distribuida, probablemente, por la organización, ya que en fotos panorámicas se ven muchas, muchas más.
El esperpento (y hablo ahora de la incultura y no del vicio desatado. Que también) me hizo recordar un detestable personaje de aquella simpática novela y excesivamente siniestra película de título Charlie y la fábrica de chocolate. La versión cinematográfica (a mayor gloria de Johnny Depp) nos presentaba a una Violet Beauregarde particularmente insoportable: no era sólo la «campeona del mundo de mascar chicle» [sic] de la novela, sino una especie de niña hipercompetitiva, manejada por una madre bastante tarada que trataba de obtener, a su través, la gloria y la fama que nunca alcanzó ella en su juventud. Quienes conozcan la historia sabrán que el trágico desenlace de la excursión de Violet a la fábrica del señor Wonka (ese psicópata asesino de niños) se produce por su particular adicción a la goma de mascar, que le lleva a comerse un chicle experimental que convierte a la gente en arándanos de tamaño colosal. Afortunadamente, al ilustre psicópata se le ocurre que, exprimiendo a la niña [sic], se la podrá devolver a una relativa normalidad. En una escena posterior, vemos a Violet saliendo de la fábrica haciendo cabriolas y movimientos más propios de un poseído que de una preadolescente, acompañada por su enfadada madre, quien no parece apreciar las ventajas que, para la prometedora carrera gimnástica de su hija tendrá su efímera metamorfosis en fruto del bosque:
«Mira, Mamá −dice Violet mientras hace el pino-puente según el método de la niña, la de El Exorcista− ¡ahora soy mucho más flexible!
− Sí −responde ésta, volviéndose muy airada− ¡pero eres azul!».
Claro, está muy bien gozar de una mayor libertad de movimientos; y de ser capaz de dislocar las propias articulaciones más allá de lo que es humanamente alcanzable, médicamente aconsejable y socialmente aceptable. Pero no, ciertamente, a costa de renunciar al color de la propia piel, sobre todo cuando se trata de una tonalidad que resulta completamente ajena a la paleta de colores con que Dios Nuestro Señor, en Su infinita sabiduría, quiso vestirnos a los humanos. Suponemos que en la pacata sociedad de los Estados Unidos (máxime en la [aún más] siniestra versión que nos propone la película), una Violet capaz de contorsionarse así podrá muy bien competir con los gimnastas más capaces del mundo pero no llegará nunca, con toda probabilidad, a medirse en ningún infecto concurso de belleza. Que como ninguna de las dos cosas es demasiado buena en sí misma, tanto da, ciertamente. Pero la reacción de la Sra. Beauregarde entra dentro de la normalidad sociológica. No me vayan a interpretar mal: no la tengo por ningún modelo de catolicidad ni la traigo a colación con esas intenciones.
Un católico normal que vea las fotografías de la manifestación que comentamos quizá no se detenga, como hemos hecho nosotros con cierta temeridad, en hacer distingos entre los viciosos. Pero, pongamos por caso a una madre, muy socialdemócrata ella, pero con dos dedos de frente, cuyo hijo, arcoirisado perdido, ha ido a la manifa a protestar contra la banda homófoba de Malasaña (y, ya de paso, contra el Coco, el Lobo Feroz y la Bruja del Oeste). Y resulta que el chaval aparece en una fotografía enarbolando la pancarta arriba mencionada. Y llega a casa y su madre está viendo las noticias. ¡Qué consternación, quizás!
«− Mira, Mamá, ¡ahora soy mucho más libre, más progresista y más gay que antes!
−Sí… ¡Pero eres un inculto!».
(Continuará)
G. García-Vao