Unidad monárquica vs unidad nacional (I)

Unidad Monárquica. Mapa del año 1630

Hace dos años y medio el escritor J. M. de Prada levantó un enorme revuelo mediático en las filas derechistas al defender como correcta la aplicación del término «nación» a Cataluña. Él sólo se limitaba a usar la palabra en su concepción tradicional, que permite su empleo analógico en distintas realidades sociopolíticas superpuestas sobre unos mismos territorios. Pero esta visión natural de toda res publica, fue sustituida en el lenguaje revolucionario por otra de contenido racionalista o ideológico: «la Nación» (con artículo determinado y mayúscula), una nueva entidad que –como bien describía Rafael Gambra– se reviste con los caracteres propios de una persona subsistente o hipóstasis, puesto que ha de servir como nuevo sujeto (ficticio) de la soberanía bodiniana (desplazando al Rey, depositario de la cristiana potestad). Este ente político disfrutará, por tanto, de la unidad exclusiva y excluyente propia de toda naturaleza personal o hipostática, siendo (en potencia) funcional a toda ulterior acción totalitaria o uniformadora, por lo cual también gozará de la designación hobbesiana de «el Estado» o «Estado-Nación» (sustitutivo, insistimos, del Rey).

Los historiadores de tendencia nacionalista «española» suelen recalcar que se utilizaban en el llamado «Antiguo Régimen» las expresiones de «estado español», «nación española», «reino de España» o «Rey de España». Sí, pero en alternancia con otras del tipo: «estados españoles», «reinos españoles», «Rey de las Españas», etc. Todas estas denominaciones son resumen o compendio de los títulos propiamente dichos de los Reyes hispánicos, cuya larga lista expresa la pluralidad de comunidades sociopolíticas integrantes de la Monarquía (Carlos III, p. ej., no era «Carlos III de España», sino «Carlos III de Castilla», «VI de Navarra», etc.).

Con ocasión de la discusión del apartado del Proyecto Constitucional gaditano referente al plan o intención de división del territorio español –simple mímesis de la división departamental de la Revolución francesa, y que acabaría verificándose, tras la muerte de Fernando VII, con la artificiosa configuración en Diputaciones Provinciales de Javier de Burgos que todos conocemos– varios «Procuradores» reflejaron bien, con sus reservas o reticencias hacia dicho artículo, esa normal y corriente concepción de la Monarquía española como pluralidad y diversidad de comunidades con regímenes jurídicos y gubernamentales propios. Así, Felipe Aner, Diputado por Cataluña, decía: «Nadie es capaz de hacer que los catalanes se olviden que son catalanes. Ahora menos que nunca debe pensarse en desmembrar la provincia [= Principado] de Cataluña, porque tiene derecho a que se conserve con su nombre e integridad». Y F. J. Borrull, por Valencia, afirmaba: «No se explica qué división ha de ser ésta. Se habla en términos generales, y por ello comprende también la que puede hacerse del territorio español en departamentos, quitando el nombre que actualmente tienen sus diferentes reinos, y agregando los pueblos de los unos a los otros. Esto ha de ser perjudicialísimo; ha de impedir la íntima unión que media entre los pueblos de un mismo reino, y ha de encontrar la mayor resistencia en ellos, suscitándose con este motivo muchos trastornos y alborotos». A todo lo cual contestaba el diputado liberal Diego Muñoz Torrero, resumiendo con honestidad y claridad la tesis revolucionaria: «Estamos hablando como si la Nación española no fuese una, sino que tuviera reinos y estados diferentes. Es menester que nos hagamos cargo que todas estas divisiones de provincias [= reinos] deben desaparecer, y que en la Constitución actual deben refundirse todas las leyes fundamentales de las demás provincias de la Monarquía […]. La Comisión [del Proyecto Constitucional] se ha propuesto igualarlas todas; pero, para esto, lejos de rebajar los fueros, p. ej., de los navarros y aragoneses, ha elevado a ellos a los andaluces, castellanos, etc., igualándolos de esta manera a todos para que juntos formen una sola familia con las mismas leyes y Gobierno […]. Yo quiero que nos acordemos que formamos una sola Nación, y no un agregado de varias naciones».

Sto. Tomás definía la ciudad como «comunidad perfecta en lo necesario para la vida», y la provincia (o reunión de ciudades o pueblos) como comunidad más perfecta «por la necesidad de la mutua defensa contra los enemigos». Pues bien, la Monarquía hispánica es unidad de reinos (es decir, provincias, según la definición tomista) en la persona del Rey. Así la definía el gran filósofo granadino F. Suárez, aunque usando (creemos que impropiamente) el nombre de «Imperio» (De Legibus, III, 16, 6).

Continuará

Félix M.ª Martín Antoniano