La disolución que hoy vivimos del principio de autoridad lleva a identificarlo sofísticamente con el Estado. Ciertamente, esta crisis arremete contra entes viles pero que se cimentaron por razones históricas sobre cimientos del orden antiguo, por lo que su ataque es problemático.
Así, el combate contra el Estado —apreciable en movimientos separatistas o globalistas— no debe aplaudirse alegremente en la medida en que esconde un combate contra el principio de autoridad, que el Estado monopoliza y por ello recibe los impactos inmediatos.
No seré yo quien haga una defensa teórica del estatismo pues en él se esconden viles lógicas nacidas de la modernidad que estimo interesante subrayar. El hombre moderno tiene una lectura ideológica del mundo, y por ello, del hombre mismo. La igualdad liberal se concreta en la concepción de un hombre nacido de las abstracciones humanas, lo que lo convierte en una especie de molde ideal que informa a todos los seres humanos. Esto implica que las diferencias naturales, las circunstancias específicas, la heterogeneidad particular… deben ser aniquiladas en nombre del principio de igualdad.
Este combate llevado al orden político tiene su expresión en el combate contra la autoridad personal. Si todos los hombres somos iguales, los reyes deben desaparecer pues quebramos el axioma igualitario. Pero ante la ausencia de reyes, ¿cómo gobernar la sociedad? No puede ser dirigida por uno o varios hombres, pues volveríamos a quebrar el principio de igualdad. Debe ser un ente, un instrumento ajeno a las pasiones humanas, no «pasional», sino «racional»; no personal, sino artificial. El Estado es por tanto una necesidad revolucionaria, un ejecutor de la disolución de la realidad compleja en nombre de una concepción ideológica, un letal exterminador de los hombres concretos en nombre del «Hombre» abstracto.
Así, el Estado es un mesías de la liberación revolucionaria, un libertador que encarna la redención humana inmanente que implica la revolución.
Por ello, el Estado no puede gozar de las simpatías del catolicismo político por su progenie moderna, protestante y revolucionaria. El combate que hoy sufre, desgraciadamente, no tiene por fin acabar por la lógica estatal moderna, sino ahondar en los fundamentos viles que lo nutren en detrimento de los cimientos o más bien escombros del orden antiguo que se encargó de demoler.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense